De la teor¨ªa de las escuelas y del juego de las diferencias
Aquel af¨¢n dieciochesco por catalogar y delimitar territorios, normas y oficios se impuso tambi¨¦n en los criterios taurinos y se transmiti¨® al siglo XIX como tendencia a valorar los estilos y las facultades de los diestros en funci¨®n de su procedencia geogr¨¢fica. Los primeros cronistas y revisteros taurinos vieron que el recurso a una cierta escuela originaria les permit¨ªa englobar las peculiaridades y diferencias surgidas entre unas y otras figuras del toreo. En algunos casos, estas referencias resultaban justificadas porque un cierto aprendizaje se traspasaba, m¨¢s o menos mim¨¦ticamente, entre los diestros de un mismo entorno local. Ambiente y p¨²blico tambi¨¦n impon¨ªan sus condicionamientos, y era comprensible que los Romero, de la austera y neocl¨¢sica ronda, divergiesen de la lidia cultivada por un Costillares o un Pepe-hillo, surgidos en un mundo tan barroco como el sevillano. En otros casos, el m¨¦todo aparec¨ªa como artificioso o circunstancial, pero cobr¨® vigencia y el p¨²blico se acostumbr¨® a que en los carteles, tras el nombre del diestro, figurase su origen, porque ello conllevaba una cierta nota caracterizadora, la multiplicidad y la disparidad de rasgos que pod¨ªan exhibirse en la ejecuci¨®n de la lidia.Con Paquiro, las reglas y el repertorio de las suertes se universalizaron y, por tanto, la vinculaci¨®n de un diestro con una escuela se hizo menos significativa, dado que la lidia se hab¨ªa homogeneizado y reducido su juego de posibilidades. Los diestros, m¨¢s que creadores, pasaron a ser int¨¦rpretes de algo ya dado para todos. Fue por entonces -en pleno apogeo de la Espa?a rom¨¢ntica, con su exaltaci¨®n de lo regional- cuando las diferencias valorativas comenzaron a establecerse en funci¨®n de otros par¨¢metros; por ejemplo, el del arte. La gama de suertes, el repertorio de la lidia, se hab¨ªa reducido, pero cada figura pod¨ªa interpretarlo seg¨²n su sensibilidad: generalizadas, las reglas y olvidadas las escuelas, prevalecieron las individualidades, que deb¨ªan medirse ante un solo c¨®digo.
Por otra parte, la fiesta de los toros hab¨ªa tenido un deje privativamente andaluz. No s¨®lo los diestros m¨¢s relevantes, tambi¨¦n valores, vestimenta, incluso el habla, de cuanto rodeaba la atm¨®sfera taurina ten¨ªa el acento del nombre y de la cultura meridional (y tan anclada deb¨ªa estar esta adecuaci¨®n en el inconsciente colectivo que, por ejemplo, en la mayor parte de las narraciones taurinas, los autores, para darles a sus protagonistas aire de verosimilitud, los pintaban con rasgos y modales sure?os). Pero, a partir de entonces, a la rivalidad entre los diestros andaluces se sum¨® tambi¨¦n la competencia con figuras nacidas hacia el Norte. El juego estimulante de las diferencias as¨ª deb¨ªa exigirlo y se impuso una nueva demarcaci¨®n, tan estereotipada a veces como hab¨ªa podido ser la de las escuelas: la adjetivaci¨®n de artistas fue asumida por los diestros del Sur, y la habilidad y el dominio fueron los atributos m¨¢s disponibles para las figuras de las otras tierras. La misma convenci¨®n parec¨ªa escindir los gustos de los p¨²blicos y sus preferencias por un tipo u otro de lidia. Una fiesta que se enra¨ªza todav¨ªa con un pasado ancestral y agrario, jerarquizada como un espect¨¢culo del barroco y que ha proyectado sobre sus diestros los matices del h¨¦roe rom¨¢ntico, tiene precisamente en su mismo anacronismo uno de sus mayores alicientes, pero eso tambi¨¦n la mantiene en perpetuo trance de desaparici¨®n. Y quiz¨¢ sea ese secular reparto de identificaciones con unos arquetipos y distanciamientos de otros lo que m¨¢s puede contribuir a mantener su vigencia.
Ahora, por ejemplo, una nueva militancia cr¨ªtica parece ejercerse desde el Norte, estimulada tal vez por una cierta indolencia reinante en el Sur. Un nuevo p¨²blico, nuevos revisteros, creen detentar la verdad de la nueva palabra que requiere la fiesta. En verdad, desde el Sur apenas llega la resignada imagen de un p¨²blico que s¨®lo espera, de tarde en tarde, el advenimiento del duende. Puede parecer l¨®gico que en una ciudad como Madrid, tan exclusivamente urbana, se presientan mejor los peligros latentes para la perdurabilidad de una fiesta tan agraria, en su origen, como la de los toros. Es comprensible, por tanto, que de ah¨ª puedan surgir ahora los mayores redentores. Pero quiz¨¢, de todos modos, convenga que los m¨®dulos de valoraci¨®n no sean muy excluyentes. La fiesta, como sugiere la tradici¨®n, no se salva reduciendo, sino potenciando sus diferencias.
Babelia
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