El habla como incomunicaci¨®n
Las palabras se han inventado primariamente para comunicar algo. ?Qu¨¦? Lo que acontece, lo que sucede fuera o dentro de uno mismo. Y ello del modo m¨¢s objetivo posible. Es decir, del modo m¨¢s ajustado a la realidad estricta a la que esas palabras aluden. Ahora bien: no hay ninguna palabra, por as¨¦ptica que parezca, en la que no se infiltre una determinada carga emocional. Algo que se sobrea?ade, consciente o inconscientemente, al hecho de dar a conocer, de comunicar, aquello que sucede.Por eso cada palabra incluye en su entra?a una serie innumerable de posibilidades significativas. Por eso las palabras tienen m¨¢s de una cara e incluso, como ha subrayado Manuel Seco, pueden ofrecernos una polisemia exacerbada.
Lo que pasa es que el habla habr¨¢ de decidirse, en cada caso, por alguna de esas posibilidades. Y por eso, tambi¨¦n, el hablante es capaz de dejarse ir hacia una simple y escueta comunicaci¨®n, o bien inclinarse hacia cualesquiera de las virtuales energ¨ªas expresivas del vocablo, o ristra de vocablos, que utilice. Yo comunico algo y, al tiempo, expreso algo que en esa comunicaci¨®n me parece va impl¨ªcito y que a m¨ª me interesa poner de relieve. No es lo mismo que yo diga que no se me hace justicia a que yo afirme que no hay justicia en el mundo. En el primer caso estoy constatando algo que a m¨ª me sucede y, por eso mismo, mi decir constituye la certificaci¨®n de una escueta y personal realidad. En el segundo, ya mi decir ofrece varios asideros a la interpretaci¨®n. Es, m¨¢s que comunicaci¨®n objetiva, dictamen opinable. Y esto se acentuar¨¢ aun m¨¢s si en el contexto de lo que sigue yo me preocupo de poner en primer plano una determinada perspectiva conceptual.
Si tenemos esto en cuenta, en seguida habremos de preguntarnos: ?De qu¨¦ necesidad perentoria arranca la actual querencia a expresar m¨¢s que a informar? Dicho de otra manera: ?Por qu¨¦ hoy lo que hay es m¨¢s expresi¨®n que comunicaci¨®n? ?Y cu¨¢l es el contenido de esas expresiones? ?Por qu¨¦ la relaci¨®n coloquial, por qu¨¦ su estilo favorece de continuo la desmesura expresiva de la gente? Pues no olvidemos una cosa abondo palmaria: hablar mal antecede a escribir mal. El que escribe comunica aquello que oye y, con ello, concede franquicia y carta oficial al mal uso del habla. Y, as¨ª, lo facilita. Y, as¨ª, cierra el c¨ªrculo vicioso.
Se charla con evidente predominio -y hasta gozo- de lo escatol¨®gico, de lo montaraz, de lo incivil y de lo irreverente (y no s¨®lo en la esfera de lo religioso). Consecuencias: la degradaci¨®n raqu¨ªtica del lenguaje. Su faz apabullante. Y su inevitable contagio.
El empobrecimiento del habla, el recurrir a palabras o frases estereotipadas, da lugar a la inflaci¨®n de los vocablos. Ejemplo: el uso universal de vale como respuesta ¨²nica ante cualquier demanda o sugerencia nuestra., "?Quieres traerme aquel cenicero?". Respuesta: "Vale". En otra situaci¨®n: "Estoy cansado". Contestaci¨®n: "Vale". Etc¨¦tera.
El reinado de lo chabacano produce, adem¨¢s, la anulaci¨®n del respeto mutuo, o lo que es lo mismo, borra, suprime, aplasta, por la v¨ªa de la impertinencia verbal, las fronteras ¨ªntimas del pr¨®jimo. El lenguaje incorrecto y plagado de ordinarieces es una ganz¨²a que fuerza la puerta de la especificidad personal. Con ello no aumenta la comunicaci¨®n y, en cambio, s¨ª acrece el desorden convivencial. Si todos nos tratamos con habla de ga?anes, concluiremos por serlo. Los procaces vocablos operan un abordaje grosero y violento sobre la rec¨®ndita entra?a del pr¨®jimo. Unas cuantas palabras atroces dirigidas con furia -o con toda naturalidad, que es peor- hacia el interlocutor destruyen inmediatamente la dignidad coloquial. Y lo que es aun m¨¢s grave: sit¨²an al que las padece, a quien tiene que escucharlas, en un estrato de vulgaridad del que se hace c¨®mplice por el mero hecho de escucharlas. Por eso acabo de afirmar que esa sobreabundancia de lo basto y esquinado es apabullante, ya que, sin duda, apalea y magulla al sufrido interlocutor.
Finalmente, el habla tosca tiene dos p¨¦simas derivaciones. Una, el contagio. La imitaci¨®n del exabrupto est¨¢ a la vuelta de la esquina. De ah¨ª que todo el mundo se exprese de la misma forma. Todo el mundo suelta id¨¦nticos tacos. Se trata de una realidad no exclusivamente hisp¨¢nica, aunque aqu¨ª, entre nosotros, se nos aparezca con duros y hoscos perfiles. En el fondo estamos ante una forma de negar, de eliminar, de apartar. Se trata de una forma del nihilismo europeo que ya Ernst J¨¹nger hab¨ªa estudiado y analizado con singular penetraci¨®n y finura. Hay, pues, algo as¨ª como un registro monocorde de la conversaci¨®n, como lo ha bautizado Gerard Antoine. Y no solamente en los problemas mismos del di¨¢logo, sino en la forma de exponerlos. Todos, unos y otros, los j¨®venes y los no j¨®venes, decimos las mismas cosas con iguales feroces vocablos. De ah¨ª la monoton¨ªa del di¨¢logo nacional. ?Di¨¢logo o, quiz¨¢, ¨²nicamente mon¨®logo m¨¢s o menos delirante?
Pero al lado del contagio existe otra cosa. ?Cu¨¢l? Cada palabra incordiante trae consigo, arrastra, otra del mismo jaez. Y ¨¦sta, a su vez, facilita la aparici¨®n de la siguiente. La hilera maldiciente no tiene fin. La misma significaci¨®n queda as¨ª enterrada en un r¨ªo sem¨¢ntico, como dir¨ªa Milan Kundera. Un r¨ªo sem¨¢ntico que va por debajo del trato coloquial y, a su vez, lo ahoga. Primero fue el aplastamiento de la persona.. Despu¨¦s, el del lenguaje.
Estamos, pues, contagiados, o a punto de estarlo definitivamente. Que este pervertido uso del habla se prolongue y, cuando nos percatemos, a lo mejor ya es tarde. Todos echaremos mano de las incorrectas palabras, de las atroces palabras, de las inciviles frases, de la obscenidad y del dicterio. Y, de este modo, entraremos en el c¨ªrculo de la zafiedad y la estupidez que, hasta este mo-
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mento, anduvo rond¨¢ndonos. Sin apercibirnos, nos convertiremos en tristes. nihilistas. En negadores del pr¨®jimo. Y cuando queramos reflexionar, quiz¨¢ sea tarde.
Naturalmente, yo quisiera ser bien entendido. Nada de esto roza el trabajo de los escritores y su utilizaci¨®n de palabras fuertes y de expresiones duras. Aqu¨ª nos encaramos con un expediente normal y leg¨ªtimo que, como es sabido, encontramos a menudo en nuestros cl¨¢sicos. A lo largo de los siglos, de los mejores siglos. de la cultura espa?ola, se nos aparecen las locuciones populares como esmaltes magn¨ªficos de las mejores prosas. Y esto se prolonga hasta nuestros d¨ªas. Lo escatol¨®gico se nos ofrece por pura necesidad interna. Aunque a veces puedan sus textos sobresaltar o desazonar al lector ingenuo.
Esa necesidad interna obedece, a su vez, a muy secretas e inevitables energ¨ªas, que son, en s¨ª mismas, el motor de la pura creaci¨®n de belleza. Ellos, los escritores, dejan constancia de algo que en su entorno perciben. Y lo hacen a favor de su propio, de su espec¨ªfico proceso creador. ?Un ejemplo? He ah¨ª el Ulises, de Joyce. Cuando en 1921 Valery Larbaud se dispuso a dar a conocer algunos fragmentos de la ilustre obra en la librer¨ªa de Adrienne Monnier hubo de anunciar el acto con la advertencia de que ciertas frases del texto, por su audacia -una audacia que hoy nos hace sonre¨ªr- podr¨ªan alarmar a los oyentes. La creaci¨®n joyceana no era ni dejaba de ser procaz. No lo fue nunca. Era, y es, un incre¨ªble logro literario de valor universal.
Pero otra cosa es la vida real de todos los d¨ªas.
Escribi¨® Cort¨¢zar que "lenguaje quiere decir residencia en una realidad, vivencia en una realidad". Mala residencia la de lo rampl¨®n. Mala vivencia la de lo agreste, descomedido y chocarrero.
Mas lo que yo sospecho, lo que yo percibo, cada vez con mayor nitidez, es otra cosa. Es el recurso empobrecedor, aplastante y difuso de la zafiedad locutiva en el trato diario de la gente. Este es el dato primerizo. Detr¨¢s de ¨¦l asoma su rostro inquietante la incomunicaci¨®n. El grito por el grito. Y algo que es como la premonici¨®n de la ruina en la convivencia. Es decir, en la tolerancia. Es decir, en el di¨¢logo civilizado. En definitiva: el volvernos las espaldas los unos a los otros arrastrados por las palabras que jam¨¢s deben ser pronunciadas. Por las palabras que cierran tristemente la comunicaci¨®n.
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