M¨¢s sangre para los turistas
Carmuchi, la joven rejoneadora, herida ante un p¨²blico internacional, que, en traje de ba?o, se asombraba de que los toreros no llevasen casco
En la habitaci¨®n 116 del hotel Ramis (una estrella y sin ventiladores) el calor era asfixiante. Ning¨²n turista lo habr¨ªa aguantado. Pero a Carmuchi no le quedaba otro remedio. Carmuchi, "la guapa y valiente rejoneadora" (seg¨²n el cartel de la corrida), no pensaba ni en el calor ni en los turistas. Pensaba en los toros de Cajo, que eran una birria. Y tambi¨¦n pensaba en su novio, de oficio escayolista, que se hab¨ªa quedado en Albacete.El novio siempre se quedaba en Albacete porque el padre de Carmuchi, ex novillero y apoderado de Carmuchi, quer¨ªa que Carmuchi s¨®lo pensara en el toro. Aunque el toro fuera una birria.
"Mi padre no lleg¨® a la fama y quer¨ªa tener un hijo torero que llegara a la fama, y, si no, una hija rejoneadora que llegara a la fama", dijo Carmuchi ajust¨¢ndose el zah¨®n junto a la maleta abierta.
Y ahora ya iba Carmuchi hacia esa fama. Se puso la chaquetilla de terciopelo rojo y sinti¨® que a sus 22 a?os estaba en plena forma. Las medallas del Santo ?ngel de la Guarda y de la Virgen del Asilo se besaban en la solapa, mientras, en el retrete, la prima de Carmuchi rezaba de rodillas con esa intensidad de los 13 a?os por la que una virgen pide algo a otra Virgen: "Madre m¨ªa del Remedio, que no le pase nada, y que salga todo bien, y que le paguen las 70.000 pesetas".
Luego, cogidas de la mano, Carmuchi y su primita pasaron por delante de la habitaci¨®n 111, donde los de la cuadrilla, Antonio M¨¢rmol y Mariano Vi?a, blancuzcos y en calzoncillos, se revolv¨ªan en sus camas de una siesta imposible. Esos cuerpos desnudos, sudando y como sufriendo habr¨ªan de embutirse en unos trajes llenos de filigranas de plata y con alg¨²n remiendo.
Carmuchi les vio por la puerta entreabierta y les dijo: "Voy a la plaza, a poner a punto los caballos". No era demasiado religiosa, "ni siquiera voy a misa los domingos".
Cruzaron la carretera nacional entre coches de matr¨ªcula extranjera, y sinti¨® c¨®mo la miraban. Tambi¨¦n sinti¨® un ligero ardor de est¨®mago: hab¨ªa comido sopa de cocido y filete de cerdo en el bar que hay frente a la plaza.
A un reportero, con aspecto de Hemingway antes de la depresi¨®n nerviosa y el premio Nobel, le dijo que matar desde el caballo no le daba miedo: "Est¨¢s caliente y le metes el rej¨®n con furia. Pero si tengo que echarme a tierra porque la cosa va mal, noto el miedo y me lo aguanto; procuro no o¨ªr los gritos ni los pitidos del p¨²blico".
Un dram¨¢tico patinazo
El p¨²blico. No sab¨ªa el p¨²blico de la misa la mitad. Era un p¨²blico que llegaba en traje de ba?o dispuesto a nadar en el terror de una tarde por 1.000 pesetas sobre el tendido, en sombra. No sab¨ªan que ?ngel Peralta le hab¨ªa regalado a Carmuchi un caballo cuando el caballo le fallaba, de manos, a ?ngel Peralta. Y que dos de los cuatro caballos de esta rejoneadora eran malos. Y que la plaza era mala: el piso malo y peque?o. Pero era una plaza de toros, alemanes por aqu¨ª, y brit¨¢nicos por all¨¢. Un p¨²blico capaz de insultar en lenguas incomprensibles. O de aplaudirle como si fuera el Papa dando vueltas, con las manos en alto, en medio de la multitud."Esta mano se me qued¨® colgando de una cornada; me veo la cicatriz", le dec¨ªa al periodista del Star, "y no me lo creo porque me colgaba de un hilillo".
Uno de la plaza dec¨ªa que no le hicieran charcos, que los caballos podr¨ªan patinar. Carmuchi acarici¨® al S¨¦neca, que era el tordo, y a Romero, que era casta?o y el mejor. El sargento de la Guardia Civil, a quien parec¨ªa que el sol le hab¨ªa arreado una bofetada por lo mucho que sudaba en su rojez, pidi¨® que los auxiliares ense?aran papeles: "Tenemos una denuncia de que hay dos que no son profesionales. A ver, carn¨¦".
Cargados de moscas verdes, los caballos s¨®lo ense?aban un sexo extendido hacia la tierra llena de orines y bo?igas. Estaban muy excitados estos caballos. Calor de fiesta. Y el almohadillero grit¨®: "?El que tenga un duro se cuide el culo!", aunque los extranjeros cre¨ªan que con el precio pagado en Alemania todo estaba incluido en el ruedo.
El pe¨®n veterano reventaba el traje al hinchar el pecho: "?Que se desnude el aspirante, joder, que hay uno de m¨¢s!".
Ya tocaba la m¨²sica entre el regocijo del respetable. El vino pasaba en una bota de mano en mano. Hab¨ªa amistad de razas. Un acomodador dijo: "Ah¨ª, en tendido de sol, no tardar¨¢n las t¨ªas en quitarse el sost¨¦n. Ya veo humo".
Fue as¨ª como sali¨® Carmuchi a recibir a su primero. Le meti¨® un buen pincho. Luego otro, que despleg¨® una bandera espa?ola de pl¨¢stico. Y cuando fue a clavar el tercer rej¨®n patin¨® el caballo, y la rejoneadora sali¨® entre las orejas, empujada por el grito atroz del p¨²blico. Carmuchi ten¨ªa lejos al toro, pero su caballo la pateaba con una especie de rabia loca.
El teniente baj¨® a la enfermer¨ªa, y en la puerta dijo que no dejaran entrar a nadie: "?Vaya racha!", dec¨ªa. Se asom¨® el pe¨®n M¨¢rmol con la mirada muy fr¨ªa: "?Ya nos la ha pateado! ?Qu¨¦ dice el m¨¦dico?".
Poco despu¨¦s sali¨® Carmuchi muy p¨¢lida, con su camisa blanca llena de tierra y una extra?a sonrisa. La llevaban de los brazos dos hombres. "Aqu¨ª, me duele mucho aqu¨ª detr¨¢s", indicaba la nuca, "un dolor muy raro". Y nada m¨¢s decir eso, Carmuchi se desvaneci¨®, y el doctor, nervioso, exig¨ªa que la metieran de nuevo en la enfermer¨ªa. Un aviso clavado con chinchetas dec¨ªa: "Respeten el candado".
En la plaza actuaba ahora el rejoneador Gonz¨¢lez para liquidar al toro de Carmuchi, cosa que hizo finalmente un auxiliar grueso vali¨¦ndose de la puntilla varias veces. Alguna turista se mare¨®. "El domingo pasado se nos desmayaron 40; vomitaban y todo", dijo el empleado Vicente Bielsa. Pero otras parec¨ªan derretirse de gust¨® ante la estampa del caballista altivo y valeroso, cuyas lanzas de distintos tama?os hac¨ªan brotar sangre del animal. Y estas otras mujeres tambi¨¦n rug¨ªan como fieras en celo.
La camilla de la Cruz Roja no entraba en la enfermer¨ªa ni por la puerta, que era estrecha, ni por la ventana, que a¨²n lo era m¨¢s. La dejaron en tierra y arrastraron a la rejoneadora, con una manta, hasta el umbral. Ya no llevaba su chaquetilla con el Santo ?ngel ni la Virgen del Asilo. Pero se le o¨ªa suspirar: "?Ay!, Dios m¨ªo, ?ay!", camino de la ambulancia.
La fiesta, no obstante, recuperaba su emoci¨®n alegre. El rejoneador le puso una flor de hierro al toro, bes¨¢ndolo casi en una reverencia a galope. Era una flor dolorosa que mereci¨® otros compases de la banda. Aunque el toro acabara como un colador, perforado por todas partes, estos j¨®venes maestros del toreo a caballo segu¨ªan hundiendo su instrumental inagotable.
Para el p¨²blico, gritar "?Ol¨¦!" significaba reclamar m¨¢s sangre, y el p¨²blico, con su piedad n¨®rdica y conocimiento de la carta de los derechos humanos de los animales, gritaba muy poco "?Ol¨¦!". Gritaban "?Guau!", "?Oh!" y "?Uy! seg¨²n sectores y nacionalidades.
Eutanasia involuntaria
El inmun¨®logo holand¨¦s Robert Geursen se sent¨ªa en ¨¦xtasis de fervor taurino. "Me encanta, me encanta la fiesta, es sublime", dec¨ªa el doctor debajo de su visera europea.Un toro falleci¨® al sufrir el primer rejoncillo de manos de Correas. Y el torero, at¨®nito en su elevada silla, grit¨®: "?Se me ha muerto! ?Muerto! ?Se acab¨®!".
Si, se hab¨ªa acabado de modo inusual y edificante, en una especie de eutanasia involuntaria. Y el bicho era empujado con desprecio hacia el callej¨®n, y sacaba una lengua burlona, y, miraba con su ojo desorbitado por la sorpresa de su propio fin.
Para el doctor inmun¨®logo Geursen, la causa de ese fulminante fallecimiento no era otra que el "da?o irreparable en columna vertebral, zona vital".
Su esposa, como otras esposas importadas para el est¨ªo, bramaba al ver a un tal Higinio Trigueros, todav¨ªa imberbe, quien dejaba que el toro embistiera a su caballo por el culo sin llegar a que la cornamenta afeitada lo malhiriera.
Unas muchachas lloraban en la grada posterior, no se podr¨ªa decir si por el toro o por el torero (o por ambos), ya que Higinio tambi¨¦n sufri¨® da?o en la frente. "?Cuidado, Higinio, que ese toro es un hijo de puta.'" Y el hijo de puta alz¨® la testuz cuando Higinio bajaba el rej¨®n, y este rej¨®n casi se le llev¨® el occipital: "?Co?o! ?Esparadrapo! ?Un parche, y los puntos que me los pongan en Murcia!", se oy¨® gritar a Higinio cuando el sol empezaba a ponerse.
Una joven italiana pregunt¨® por qu¨¦ no llevan casco los toreros; eso, ?por qu¨¦ no llevan casco como los motoristas?
Y el toro se debat¨ªa entre la vida y la muerte, y llevaba pinchos hasta en el rabo, flores por el culo y los lomos, y agujeros sangrientos en las mismas patas.
"Esto es una carnicer¨ªa. ?Bestias!", vocifer¨® un hombre de edad a quien el cigarro le temblaba en la mano. Pero nadie le entend¨ªa, nadie iba a escucharle. La apoteosis fue brillante, con dos rejoneadores, al un¨ªsono, para un solo y desconcertado animal. Los caballos babeaban a chorros por el bocado. Los jinetes sudaban y saludaban. El p¨²blico a¨²n esperaba que estos corceles, en su huida rumbosa del toro, colisionaran y el choque fuera mortal. La tarde acab¨® con golpes de bombo y trinos de clarinete, como una tarde de fiesta nacional para admiraci¨®n del mundo.
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