La escuela de la humanidad
Nos queda de Richard Burton un rostro trabajado por el patetismo, el gesto sobrio, pero suficiente para expresar cualquier dolor, esa enormidad indescriptible de los grandes actores que, sin dejar de ser nunca ellos mismos y reconocibles bajo cualquier disfraz, son capaces de convencernos de todo; y las voces de sus dobladores, y los chismes de su vida privada inagotable, pasional y sedienta, con su eterno retorno a la misma mujer y al mismo bar, como si fuera un adicto o un marcado por el destino. Es as¨ª como se hace una gran figura de actor en nuestro tiempo, en parte por s¨ª misma y en parte por pr¨¦stamos de otros: dobladores, iluminadores, camar¨®grafos, directores, amantes de vida y escena, publicistas, fot¨®grafos apostados en cualquier esquina o en la penumbra de cualquier bar. Cuando una personalidad sobrevive a todo ello y se impone, puede asegurarse que es superior.Nos despedimos de Richard Burton sin apenas haber o¨ªdo su voz, que fue la voz de la tragedia cotidiana en el cine, pero tambi¨¦n la voz de la otra tragedia, la que se expresa en el verso rico y con vuelo. Era una voz profunda, tan pat¨¦tica como el gesto marcado en su rostro; algunos dijeron, cuando arranc¨® con Hamlet en el Old Vic (despu¨¦s de haber interpretado la l¨ªrica metaf¨ªsica moderna de Christopher Fry), que era ya el sucesor de Laurence Olivier. No una sucesi¨®n din¨¢stica o de jerarqu¨ªa, sino de estilo. De la escuela de lo que se llama el actor extravertido, que trabaja de dentro a fuera, volcando su emoci¨®n hacia el p¨²blico, por oposici¨®n al actor introvertido, que conduce al p¨²blico hacia dentro de s¨ª mismo y de la hondura de su personaje, y hasta esa hondura de s¨ª mismo corno persona, que es la grandeza de algunos actores elegidos. Su tiempo de teatro fue breve: un tiempo de Otelo y tambi¨¦n de Yago, de Hamlet, del Sir Toby Belch de Noche de Reyes. Aunque m¨¢s recientemente volviera al teatro en Estados, Unidos, otra vez con Hamlet y con alguno de esos musicales intelectualizados con los que se intent¨® un salvamento del teatro, ya era un hombre de cine. Estas ¨²ltimas incursiones teatrales no fueron excesivamente bien recibidas y se ve¨ªa ya m¨¢s en ¨¦l al gran monstruo del genio desordenado, como fueron los actores del pasado -su precedente, Kean-, y al protagonista del reportaje indiscreto que al gran int¨¦rprete. Hab¨ªa llegado a ese momento en que los espectadores escrutan en el rostro del actor los estragos del tiempo y de la pasi¨®n, de la renuncia a las limitaciones. Era de esas figuras de las que se est¨¢ esperando su primera aparici¨®n para exclamar: "?Qu¨¦ viejo est¨¢!". Y lo estaba para su edad muy aceptable y muy creadora -en este tiempo de longevos- de 59 a?os. Pero quiz¨¢ sin ese desorden vital tambi¨¦n extravertido, tambi¨¦n proyectado hacia todas las revistas del coraz¨®n, alej¨¢ndose y acerc¨¢ndose a otra pat¨¦tica criatura de mirada verde y desdichada, Elizabeth Taylor, durante toda su vida -durante toda nuestra vida de espectadores- no habr¨ªa alcanzado nunca la calidad humana de sus interpretaciones, que traspasaban todas las barreras del cine. Ni ese rostro trabajado desde fuera y desde dentro de quien est¨¢ viviendo. Nunca se ha conseguido otra verdadera f¨®rmula para el gran actor que la del ser profundamente humano, y todas las teor¨ªas de la interpretaci¨®n, desde Diderot a Strasberg, no han conseguido ninguna descripci¨®n mejor ni, desde luego, ning¨²n producto mejor. Incluso en los actores de escuela, taller y trabajo continuo de preparaci¨®n, como pudo serlo Marlon Brando, s¨®lo la humanidad y el sufrimiento reales son capaces de trascender una interpretaci¨®n.
Los espectadores de Burton en el cine y en la lejan¨ªa nos hemos quedado, inevitablemente, sin alguna de sus dimensiones. Aun as¨ª, la p¨¦rdida de su mirada azul, la angustia de su rostro trabajado y maduro, la dimensi¨®n que era capaz de dar no s¨®lo a Shakespeare sino a cualquier personaje, incluso inventado r¨ªgido por un gui¨®n y una direcci¨®n de cart¨®n piedra, es irreparable. Porque pertenec¨ªa a una raza que, lentamente, se va extinguiendo.
Babelia
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