La gran acampada
Las noches eran largas, sensuales y maravillosas en el 'camping' de tercera categon¨ªa. El aroma a barbacoa de carne humana se prolongaba muchas horas
El sol de agosto era realmente incendiario. La patria chisporroteaba, convertida en un inmenso campamento multinacional. La patria era como un le?o que se acaba.Ya no quedaban metros cuadrados de tierra batida sin ocupar por las tribus n¨®madas. Estas tribus lo tra¨ªan todo: la nevera el¨¦ctrica, el horno de gas, la tele a color, el palmito matamoscas y la colchoneta hinchable. Alguno tra¨ªa adem¨¢s la mu?eca que se infla para la siesta y se desinfla despu¨¦s de la siesta.
La demanda de suelo para la acampada tur¨ªstica hab¨ªa sido descomunal a lo largo de la franja costera. Los pozos ciegos empezaban a abrir su terrible ojo. Escaseaba el agua potable. Sub¨ªa el precio de la gaseosa. La ducha funcionaba por goteo y la luz la cortaban.
Pero las noches eran largas, sensuales y maravillosas en este camping de tercera categor¨ªa. El aroma a barbacoa de carne humana se prolongaba muchas horas. La esposa fiel pod¨ªa escuchar a Julio Iglesias con el auricular de? transistor metido en el o¨ªdo. Y el marido pod¨ªa roncar envuelto en repelentes para los mosquitos que chupan sangre. Los enamorados hac¨ªan el amor con efectos ac¨²sticos especiales para deleite de los vecinos. Las tiendas se alzaban como hongos, a dos palmos unas de otras.
"No hay m¨¢s remedio. Los tengo que apretar. Pero est¨¢n muy contentos. En el camping, una tienda es como una casa. No se puede allanar. Y lo que se oye, se ignora", dijo el propietario de La Cometa.
Por 150 pesetas diarias se ten¨ªa aqu¨ª derecho a meter el coche, plantar la tienda, encamar a un campista y hacer abluciones en los lavabos. "Ponemos un retrete por cada diez clientes, y no hay limitaci¨®n al n¨²mero de duchas que se quieran dar".
La vida del campista empezaba a las nueve de la ma?ana. En cuesti¨®n de minutos todos acud¨ªan al pabell¨®n de higiene corporal, unos con m¨¢s urgencia que otros. Pero era tal la solidaridad y camarader¨ªa de los campistas, que cada caso se atend¨ªa de acuerdo con sus m¨¦ritos y necesidades.
Ve¨ªamos ahora a una se?ora que ven¨ªa muy veloz, agarr¨¢ndose el vientre, y ped¨ªa paso, y todos le abrieron paso, y ella se desplom¨® detr¨¢s de la puerta y desde all¨ª tuvo unas palabras de agradecimiento: "Gracias, gracias; perdonen, pero es que no me aguantaba". La cosa era as¨ª de simple y l¨®gica: hoy por ti y ma?ana por m¨ª. "Hace m¨¢s humano el camping que el hotel o el apartamento", dec¨ªa el propietario de La Cometa, "porque participas de la intimidad de los vecinos, y si uno sufre una noche de pedorreras, luego de un plato de fabada, nadie se lo echa en cara".
En efecto, esos estallidos atronadores s¨®lo alarmaban a la clientela extranjera. Un suizo lamentaba las descargas del campista murciano que le toc¨® a la derecha: "Monsieur tiene problema aire en barriga, mucho problema; nosotros o¨ªr ?pum!, ?pum!, siempre de noche".
Sinfon¨ªa de ollas a presi¨®n
Luego de comprar ensaimada y galletas en el camping, los clientes lo abandonaban para bajar a la playa. All¨ª, igualadas todas las clases sociales hasta el nivel del ombligo, permanec¨ªan varias horas ba?¨¢ndose y solaz¨¢ndose al sol.
Regularmente, todos regresaban a comer a sus tiendas. Y el recinto vallado era muy pronto una sinfon¨ªa de ollas a presi¨®n y de sartenes con humeante aceite de oliva: "Hoy he preparado una sopa de pescado, y luego, huevos rellenos de at¨²n", dijo, removiendo -el puchero, do?a Natividad Abad, de 60 a?os, clienta fija de este camping desde hac¨ªa tres lustros. Su marido, don F¨¦lix Siguero, terci¨® para a?adir que no hay nada como prepararse sopita en el lugar elegido, respirando aire puro a pleno pulm¨®n: "Nos traemos al nieto y lo tenemos dos meses con nosotros, y luego viene nuestra hija y se pasa otro mes aqu¨ª". La hija, Beatriz, dijo: "Aqu¨ª, ni roban ni nada; es cosa familiar, y como la tienda tiene dos habitaciones, se preserva la intimidad".
S¨®lo nos novatos, esos campistas en rodaje, voceaban por las noches, perforando su vivienda sin saberlo: "Pero si lo que oyes te molesta, se les dice y acaban callando", concluy¨® Beatriz.
La familia limpiaba el polvo de sus electrodom¨¦sticos y celebraba la buena compra que hicieron con esta tienda, que ya val¨ªa m¨¢s de 40.000 pesetas. Dijo don F¨¦lix: "Me cost¨® s¨®lo 20.000, y la puedo desmontar en 45 minutos".
Muy cerca, don Francisco de Juli¨¢n Colilla y su esposa, do?a Tomasa, ambos de Madrid, cortaban lonchas de jam¨®n para el aperitivo. Do?a Tomasa iba a preparar barbacoa de cerdo. "Es el cuarto a?o que venimos, y no hay nada como esto: la naturaleza alrededor y las comodidades de la tiendecita, la nevera con hielo, flores en el bucarito y vino en la bota, ?qu¨¦ m¨¢s vamos a pedir?", dec¨ªa do?a Tomasa. Al esposo le molesta ban los mosquitos: "Pero tambi¨¦n hay mosquitos en los chal¨¦s, ?no?, y en Coslada tenemos moscas, jop¨¦, pero ni alacranes ni culebras, que de eso aqu¨ª tampoco hay".
Una familia de caravan hab¨ªa extendido vituallas en lo que llaman el avance, esa semiterraza sin la que la asfixia es segura: "La pega del caravan es que ah¨ª dentro te ahogas durante el d¨ªa; todo est¨¢ bien guardado y a mano, pero te metes y sudas; eso es un ba?o turco", dijo un caravanista.
En la parcela 33 estaba do?a Antonia Rodr¨ªguez, casada y con tres hijos, esperando al pap¨¢ (en la ducha) para sentarse a la mesa y Jalar filetes con patatas. "?sta es de las mejores parcelas; yo la llamo el balconcito de Europa; sopla el aire y, como est¨¢ en un culo de saco, sin paso, es como si tuvieras una finca privada", dijo do?a Antonia.
Los ni?os de do?a Antonia jugaban con una t¨®rtola: "Cada a?o traemos un animal distinto. El a?o pasado trajimos dos pollos y correteaban por aqu¨ª, y unos d¨ªas antes de desmontar la tienda mi pap¨¢ los meti¨® en el puchero", explic¨® un ni?o. Pero a la t¨®rtola no se la pensaban comer por nada del mundo. Era una t¨®rtola cari?osa, que besaba en la boquita a la hija mayor.
Detr¨¢s se afanaba do?a Mar¨ªa Josefa de Andr¨¦s por darle de comer al cr¨ªo, que no quer¨ªa comer. Esta se?ora ocupaba la misma parcela durante los ¨²ltimos diez a?os: "Tiene grifo de agua, ?sabe usted?, y aunque no es agua potable, es buena para regar y quitar el polvo del estar-comedor". Aqu¨ª, en esta parte del camping, se reun¨ªan cinco familias amigas, y entre todos sumaban 45 campistas, que anhelaban que sus hijos se casaran con campistas y el mundo fuera, a ser posible, un camping civilizado: "La tienda de campa?a da euforia procreativa; nuestros hijos son todos unos hijos de camping', dijo Juan Tom¨¢s, profesor de EGB.
Nido de amor no insonorizado
Pero una ni?a dec¨ªa que ella no se sent¨ªa demasiado a gusto en el complejo campista. Ten¨ªa 15 a?os y se llamaba Mar?: "Yo prefiero apartamento, esto es inc¨®modo, y me gustar¨ªa echarme un novio belga con chal¨¦, eso me gustar¨ªa". Pero reconoc¨ªa que el camping es la f¨®rmula econ¨®mica proporcionada a muchos presupuestos modestos: "Veraneamos un mes, y si mi padre tuviera que alquilar una casa, no podr¨ªamos estar ni una semana".
De las casitas de lona sal¨ªan sonidos localizables a horas fijas por los campistas que se manten¨ªan atentos. "De dos a tres de la madrugada, la pareja francesa de aquel rinc¨®n monta el n¨²mero", dijo el propietario de la acampada; "vuelven calentitos de la discoteca y se meten en la tienda, y, !catap¨²n!, en un momento ya est¨¢ ella suspirando y be rreando, y varios vecinos se acercan a o¨ªr; oyen y oyen hasta que la cosa acaba".
La lona era un nido de amor no insonorizado, y propagaba deseos por contagio auditivo. "Nosotros sabemos que hay polvito d¨ªa s¨ª y d¨ªa no, un polvo alterno, y aguantamos hasta las tres de la madrugada para o¨ªr el concierto de los bufidos", dijo un campista cachondo y entrado en a?os.
?C¨®mo terminaban su aventura auditiva estos voyeuristas de oreja? ?No les o¨ªan los interesados? "Procuramos estar callados, sin re¨ªrnos, para no perdernos nada", a?adi¨® un chaval, secundado por sus amigos.
Las duchas se quedaban silenciosas al atardecer. Los extranjeros cenaban temprano y nunca miraban al vecino. Beb¨ªan tinto, sintonizaban la emisora de radio France-Inter, mov¨ªan las cabezas al un¨ªsono y despu¨¦s del mel¨®n soltaban un eructo franc¨¦s.
Luego, un joven sacaba la guitarra y rasgueaba una flamencada con la camisa abirta sobre un pecho negro de pelaje ib¨¦rico. Las muchachas helv¨¦ticas lo miraban como a un oso salido de la selva. Y el propietario de La Cometa ofrec¨ªa Ricard y gritaba:?Venga, que Espa?a es una maravilla, venga! ?Invita el camping!'.
Todos beb¨ªan despacio para que durase, igual que en las terrazas de los hoteles de lujo en la Costa Azul. Nadie era aqu¨ª menos que su vecino.
La campista m¨¢s veterana hab¨ªa dicho al fre¨ªr las patatas de la cena: "Esto de que las tiendas est¨¦n tan pegadas unas a otras es una suerte; te sientes en familia, todos somos una gran familia acampada". Gui?¨® el ojo y se le iban los pies con el fandango.
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