La hamburguesa
LUIS GOYTISOLOLo dif¨ªcil que a veces resulta establecer un diagn¨®stico. Algo as¨ª como levantarse con la impresi¨®n de que uno tiene un mal d¨ªa hasta que cae en la cuenta de que lo que tiene es un gripazo. Consideremos, por ejemplo, a ese finsemanero que cubre sus pelajos grises con una gorra de marino b¨¢ltico. Tiene cara de gato, en parte a causa de la forma de las gafas y en parte a causa de su apaisada mueca -ya rasgo impreso- de malhumor; un gato viejo y malhumorado. ?Por qu¨¦ ese mal humor? Hay razones obvias: las cosas van mal; para ese hombre socialmente asimilable a las ¨¢reas de la peque?a y mediana empresa, con lo de la crisis econ¨®mica, las cosas van mal. La edad es en s¨ª misma otra raz¨®n si cabe todav¨ªa m¨¢s obvia. ?Qu¨¦ alternativa adoptar, pongamos por caso, ante esas estrafalarias -no por ello inatractivas- jovencitas de hoy? ?Una actitud beligerante, asumiendo el riesgo de ganarse el m¨¢s escarnecedor de los sarcasmos? O bien la actitud opuesta, la del hombre que ha vivido lo suyo y que, aunque ya desactivado, se siente muy compenetrado con los j¨®venes, etc¨¦tera; sin meterse en m¨¢s honduras. Porque no ser¨ªa ya cuesti¨®n de decir que uno no es el de hace 10 a?os, sino el de hace 35; y eso, qu¨¦ duda cabe, resulta duro.
Pero hay m¨¢s; algo que, al margen de los problemas econ¨®micos, familiares y profesionales que puedan afectar a nuestro hombre, le produce una imprecisa sensaci¨®n de disgusto cuya verdadera naturaleza se le escapa. ?Disgusto respecto a qu¨¦? Eso es precisamente lo que se le escapa tanto a nuestro hombre como a la mayor parte de sus amigos y convecinos. ?Es una sensaci¨®n tan vaga! En el fondo, le disgusta todo lo que se supone que debiera gustarle. Empezando por ese horror de los fines de semana: las caravanas de coches tanto a la ida como a la vuelta; el apartamento en la playa o el chal¨¦ en la monta?a; los vecinos m¨¢s pr¨®ximos, excesivamente pr¨®ximos, con sus ruidosas expansiones delatoras de que su nivel cultural y social no responde a su presunto nivel econ¨®mico. ?Con la ilusi¨®n que hab¨ªa puesto en ese coche que s¨®lo sirve para hacerle perder el tiempo en atascos y embotellamientos! ?Y qu¨¦ tiene de divertido un apartamento en la playa o un chal¨¦ en la monta?a? ?Qu¨¦ hacer despu¨¦s de haber regado el jard¨ªn? ?Pasear por la carretera en una u otra direcci¨®n, constantemente rebasado por las bicis de ni?os rollizos, cuando no francamente celul¨ªticos, que pedalean embutidos en sus relampagueantes camisetas y pantalones de deporte, v¨ªctimas precoces de una dieta excesivamente rica en alimentos concentrados y de ahorro? ?Y la playa, una playa en la que para llegar al agua ha de abrirse paso entre cuerpos y m¨¢s cuerpos, haciendo como que ni se fija en las tetas de todo tipo que despuntan aqu¨ª y all¨¢ con la mayor naturalidad del mundo? ?Y de repente, que llega Manolito anunciando a gritos que ha visto un preservativo flotando delante de sus narices! El infierno de los veranos azules, el hacinamiento y sus secuelas, diarreas, infecciones cut¨¢neas, restricciones de agua, el calor, las picaduras de insecto, el ruido, los discos, los rockeros, el olor a cremas protectoras que lo pringa todo, el problema de la compra y el de preparar algo en una cocina donde nada funciona, sin que sea posible que alguien arregle lo que no funciona. Hasta que uno opta por entrar en un snack y tomarse una hamburguesa con huevo a caballo y cebolla y patatas fritas, como hacen los j¨®venes.
?Problemas relacionados con lo que ha dado en llamarse calidad de la vida? No exactamente. La gente lucha por obtener esta clase de vida. Nada es lo que parece ser, esto es m¨¢s que sabido; pero a nadie le importa ya confesar que est¨¢ esperando las rebajas para comprarse ropa; las dificultades propias de los tiempos que corren lo justifican. Lo que uno no puede permitirse es quedarse rezagado: el coche, la segunda residencia, los fines de semana, aunque s¨®lo sea para comprobar que no le han limpiado el chal¨¦ o, a la vuelta, que no le han limpiado el piso. Pasa lo mismo que con las hamburguesas: aunque a Manolito le gusten las hamburguesas m¨¢s que nada en el mundo, lo cierto es que -a menos que uno empiece a calentarse los cascos- tampoco son tan malas y la presentaci¨®n suele ser francamente buena. Y, como en todo, lo que cuenta es la presentaci¨®n.
En Espa?a, cuando en Estados Unidos la gente ya ten¨ªa el h¨¢bito de almorzar una hamburguesa acompa?ada de lo que fuera en alg¨²n peque?o restaurante de confianza pr¨®ximo al lugar de trabajo, el llamado bistec ruso era un plato casi tradicional de la cocina casera. Un plato honorable: un bistec de carne picada, con ajo y perejil en vez de cebolla y rebozado en vez de preparado a la plancha; un plato que cabe relacionar con diversas especialidades centroeuropeas, eslavas, otomanas, etc¨¦tera. La hamburguesa propiamente dicha lleg¨® m¨¢s tarde, bien de Alemania, bien -en la mayor¨ªa de los casos- de Estados Unidos. Pero la hamburguesa de hamburgueser¨ªa, propagada aqu¨ª -como en todo el mundo, excepto Hamburgo- con muy pocos a?os de retraso respecto a las grandes cadenas elaboradoras del producto establecidas en Estados Unidos, es un fen¨®meno bastante m¨¢s reciente que sobrepasa con mucho el ¨¢mbito puramente gastron¨®mico. A diferencia del ya cl¨¢sico hot-dog, por ejemplo, la hamburguesa supone un cambio solapado, pero inexorable, que incide en los m¨¢s diversos ¨®rdenes de la vida. Una o dos hamburguesas acompa?adas de lo que sea, una gigantesca copa de helado en el mejor estilo rococ¨®, un caf¨¦, y listos. Ni siquiera se requieren horarios fijos: uno come cuando tiene hambre. En la actualidad, el ama o amo de casa puede apa?¨¢rselas perfectamente sin m¨¢s ayuda que la de un gran refrigerador y la de una minicocina que le permita calentar esos platos precocidos tan ricos o alguna que otra pizza congelada de cuando en cuando. La existencia de la hamburguesa es algo que est¨¢ ya repercutiendo en diversos planteamientos dom¨¦sticos, en las relaciones familiares, en los h¨¢bitos m¨¢s cotidianos. En otras palabras: lo que hoy se entiende por hamburguesa llega al consumidor en el momento adecuado. Esto es: cuando esa masa compuesta de diversos ingredientes, enriquecida y aderezada con aditivos y atractivamente presentada, es ya el alimento m¨¢s id¨®neo para la hamburguesa social de la que es emblema.
El caf¨¦ instant¨¢neo, y los bolsos de pl¨¢stico, y las medias de pl¨¢stico tambi¨¦n tuvieron su momento; pero se trataba de novedades, de s¨ªntomas precursores, a lo sumo, no de toda una propuesta de modo de vida comparable al que hoy nos ofrece la sociedad hamburguesa. ?Que las masas est¨¢n al margen de esa masa de hamburguesa? En absoluto, por muchos que sean los marginados. Pues si est¨¢n marginados es por un fallo t¨¦cnico no imputable a la sociedad hamburguesa, que, en virtud de su propia naturaleza, tiende a extenderse a la totalidad del cuerpo social. Obs¨¦rvese que lo que esos marginados exigen, sea porque est¨¢n en el paro, sea porque est¨¢n en huelga, lo que reivindican, es el derecho a integrarse en la sociedad-hamburguesa del modo m¨¢s completo posible: el coche, la segunda residencia, los veranos azules, todo. Una aspiraci¨®n, por otra parte, que no es patrimonio exclusivo del mundo occidental. El pasota moscovita que se pirra por el ¨²ltimo ¨¦xito de Elton John o el pastor de Chad que apacienta sus cabras con un transistor a cuestas est¨¢n ya entrando a formar parte de la masa con la que se elabora la hamburguesa. Algo similar a lo que sucede con nuestro hombre con cara de gato y gorra de marino b¨¢ltico: est¨¢, forma ya parte de la hamburguesa social, y ni siquiera se ha enterado.
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