?Quiere usted una magdalena?
En una playa solitaria de Normand¨ªa, frente a un mar largo y acerado, se levanta el Grand Hotel de Cabourg, un establecimiento de ba?os envuelto ahora en una elegancia de invierno. El Grand Hotel, de aire decimon¨®nico, conserva el esplendor decadente de un tiempo perdido. Columnas de falso alabastro, altos techos con l¨¢mparas, frescos con ninfas danzantes sobre un fondo de miel, cortinas con rosetones de terciopelo verde manzana, cristales con dibujos biselados formando una enorme pecera que da a la terraza donde se dibuja contra un horizonte de agua el templete de la m¨²sica, toldos de color naranja. En esta ¨¦poca del a?o el hotel est¨¢ abierto y deshabitado. Las salas de juego, los espacios de baile, el antiguo teatro del casino, el vest¨ªbulo, los aposentos, parecen abandonados y por ellos vaga el ectoplasma de Marcel Proust. Un busto del escritor plantado en el mostrador de recepci¨®n recuerda su paso por aqu¨ª, pero el ejecutivo de IBM no sabe qui¨¦n era ese tipo. Marcel Proust, aquel ni?o asm¨¢tico con sombrerito blanco de paja dura, lleg¨® por primera vez al Grand Hotel de Cabourg en 1881 llevado de la mano de su abuela, y durante su adolescencia y madurez, hasta 1914, nunca ces¨® de pasar temporadas de verano en este lugar donde a¨²n perdura su fantasma a la sombra de unas muchachas en flor que ya se han esfumado. Tendido en una cama con dosel, muerto de melancol¨ªa, desde su habitaci¨®n o¨ªa al atardecer el sonido de cuernos de caza y trompetines que tocaban valses en la playa. A la hora de la cena bajaba al comedor inundado de luz, convertido en un maravilloso acuario, y all¨ª dentro se mec¨ªan en oleadas de oro marquesas con pamelas, arist¨®cratas patinados, burgueses anillados, ni?as de n¨¢car con lazos, instantes evanescentes como peces y moluscos extra?os en una fosforecencia submarina. Amparados en la oscuridad de la noche, los pescadores, los obreros del pueblo, pegaban la nariz a las vidrieras para contemplar la vida lujosa de esta fauna mar¨ªtima y el escritor dudaba si aquella pared de cristal proteger¨ªa por siempre el fest¨ªn de estos animales extraordinarios o, al contrario, si la pobre gente armada un d¨ªa con la ira social irrumpir¨ªa en la pecera y devorar¨ªa aquellos crust¨¢ceos vestidos de esmoquin, adornados con encajes. Hoy, el acuario del comedor sigue intacto y vac¨ªo, el asalto no se ha producido, pero aquel mundo ha pasado.Mientras la recepcionista del Grand Hotel rellena la ficha del primer ejecutivo reci¨¦n llegado, ¨¦ste se entretiene acariciando con la yema de los dedos el bigote de espadach¨ªn, la orqu¨ªdea de bronce oscuro de un busto cuyo nombre ignora.
-?Qui¨¦n es este se?or?
-Marcel Proust. Lo pone ah¨ª, en el pedestal.
-El fundador de este establecimiento. ?Me equivoco?
-Perd¨®n. ?No lo sabe usted? Marcel Proust es un escritor muy famoso.
-Disc¨²lpeme, se?orita. Yo soy t¨¦cnico en computadoras. H¨¢gase cargo, uno se pasa el d¨ªa vendiendo m¨¢quinas y no puede estar en todo. Veo que he metido la pata.
-No, por Dios.
-?Escribi¨® algo importante este caballero?-Confieso que tampoco yo le he le¨ªdo nunca. Lo tenemos aqu¨ª porque al parecer fue un buen cliente del hotel. Creo que escribi¨® la historia de una magdalena. Un t¨¦ con bollos o cosa parecida.
-?Ah, s¨ª? Precisamente, se?orita, yo acabo de informatizar una vieja f¨¢brica de galletas, magdalenas y bizcochos para ponerla al d¨ªa.
-?Qu¨¦ casualidad! Tome la llave, se?or. Habitaci¨®n 216. Tiene una magn¨ªfica vista al mar. Bienvenido.
Antes de seguir al botones del hotel detr¨¢s de las maletas hasta el ascensor junto a la escalinata de m¨¢rmol imitado, el ejecutivo a¨²n se permiti¨® acariciar otra vez golosamente con la pulpa del ¨ªndice la silueta de Marcel Proust, su flequillo partido, el perfil de las mejillas, la naricilla afilada, los pliegues del cuello de piqu¨¦, los p¨¦talos de la orqu¨ªdea de bronce. Alivi¨® su ignorancia con una sonrisa ir¨®nica, dio un cari?oso coscorr¨®n en la cresta del busto y a continuaci¨®n olvid¨® por completo a este personaje. ?l no era m¨¢s que un t¨¦cnico comercial de IBM dotado de una moderna y esmerada ferocidad. Acababa de arribar a este balneario desierto para realizar durante el fin de semana un cursillo de promoci¨®n dentro de la empresa, una puesta a punto frente a los nuevos ordenadores. Un centenar de compa?eros hab¨ªa bajado tambi¨¦n de los autocares, hab¨ªa invadido ya el vest¨ªbulo y muy pronto los salones desolados, las alfombras floridas, los desvanecidos canap¨¦s entre paneles con ninfas, cortinas de terciopelo, espejos y ¨®leos de la escuela de Wateau se llenaron de ese j¨²bilo tecnocr¨¢tico que emanan los ejecutivos, vendedores y programadores de inform¨¢tica. Para esa misma tarde estaba fijada la primera reuni¨®n de trabajo y la enorme pecera del comedor con vista a la terraza de la playa, aquel acuario imaginado por Marcel Proust donde flotaban engalanados los crust¨¢ceos de la alta sociedad antes de la Gran Guerra, hab¨ªa sido habilitado para esta convenci¨®n de IBM. Largas hileras de mesas funcionales con carpetas, cuadernos, bol¨ªgrafos y papeles listados estaban dispuestas en forma de herradura y en el tabladillo de la antigua m¨²sica que amenizaba las cenas op¨ªparas de los veraneantes con jipijapa ahora hab¨ªa una pantalla port¨¢til y un conjunto de aparatos, monitores y ordenadores no lanzados todav¨ªa al mercado.
El ejecutivo abri¨® la ventana de la habitaci¨®n y el largo, acerado mar de Normand¨ªa se ofreci¨® ante ¨¦l con la dibujada l¨ªnea del dique que cerraba la bah¨ªa. En la arena se ve¨ªan casetas de ba?o desmanteladas bajo la balaustrada de un paseo con farolas modernistas. No pens¨® absolutamente nada. En ese momento llam¨® a su amante por tel¨¦fono para decirle que hab¨ªa llegado bien.
-?El hotel? No s¨¦. Parece muy viejo. Suenan las ca?er¨ªas. Cuando le das al grifo se oye un ruido espantoso.
-?Qu¨¦ quieres? El mar es como todos los mares del mundo. Azul. O verde. D¨¦jame que lo mire. Ahora est¨¢ gris. ?Yo qu¨¦ s¨¦!
-No digas tonter¨ªas. Uno ha venido a trabajar. ?Qu¨¦ te crees?
-S¨ª, s¨ª, s¨ª, te quiero. ?Naturalmente!
-?Vacas? No he visto ninguna vaca todav¨ªa. Escucha una cosa. No te olvides de comprarme las pesas. Y el equipo de judo. Necesito estar en forma.
-Aqu¨ª s¨®lo hay quesos. Te llevar¨¦ un queso.
La atm¨®sfera del Grand Hotel de Cabourg no le despert¨® ninguna sensaci¨®n, puesto que no sab¨ªa nada de sus fantasmas. Le pareci¨® un vetusto balneario poco rentable con una belleza pasada de moda. Y ¨¦l era un tecn¨®crata robusto con reflejos de tigre en la dentadura, demasiado joven todav¨ªa para experimentar cualquier clase de nostalgia, que el hombre asimilaba siempre a una falta de salud, a un morbo de car¨¢cter tuberculoso. Ten¨ªa la cabeza totalmente ocupada por la electr¨®nica. Las m¨¢quinas modernas le daban de comer y el ejecutivo les hab¨ªa entregado el alma con una fren¨¦tica agresividad de vendedor no exento de erotismo. De modo que esa tarde, durante la primera reuni¨®n de trabajo, no sucedi¨® nada en absoluto, aunque la direcci¨®n del hotel hab¨ªa ofrecido a todos los congregados de IBM una merienda galante al estilo antiguo en se?al de bienvenida all¨ª mismo, en la gran pecera. T¨¦ o caf¨¦ junto con un exquisito c¨²mulo de pastas, magdalenas y bizcochos servido en bandejas de plata vieja y labrada, en tazas de porcelana trasl¨²cida y servilletas bordadas a principio de siglo. ?l opt¨® por tomar t¨¦ con leche, y mientras elevaba a los labios sucesivamente la magdalena mojada, en el tabladillo del fondo donde en otro tiempo los m¨²sicos amenizaban las veladas, ahora un directivo de la empresa indicando con un puntero las cifras del v¨ªdeo en la pantalla no hac¨ªa sino hablar de cotas de rentabilidad, curvas de beneficio y opciones alternativas ilustradas con dibujos animados.
La pared de cristal estaba dividida por la raya de un mar color malva. Desde el acuario del comedor se ve¨ªa el perfil de la balaustrada, el paseo sobre la playa con la l¨ªnea de farolas modernistas y a lo lejos la silueta del dique difuminada por la bruma que llenaba de oro el alveolo de la bah¨ªa. Pero nadie osaba mirar hacia all¨ª. El ejecutivo tampoco pod¨ªa permitirse esta frivolidad. Se trataba de una reuni¨®n de t¨¦cnicos de empresa, no de poetas, y la ¨²nica realidad se encontraba en la pantalla. ?Ten¨ªa algo que ver el vuelo l¨¢nguido de las gaviotas con la inform¨¢tica? El acuario de Marcel Proust se hallaba repleto de fieras curtidas por la modernidad comercial que agitaban papeles listados, descifraban datos financieros en torno a unos monstruos met¨¢licos en cuya tripa herv¨ªa una aplicaci¨®n de matem¨¢ticas al servicio del lucro. Por detr¨¢s de la vidriera de flores biseladas, sobre el horizonte, navegaba un velero. El ejecutivo, en un momento de cansancio, apart¨® los ojos de la pantalla y mir¨® el mar un breve instante de forma distra¨ªda, sin dejar de o¨ªr la voz del monitor, y de pronto qued¨® sorprendido al descubrir envuelta en el atardecer a una dama con pamela y sombrilla blanca con arabescos azules que cruzaba por la terraza con elegante paso, como si un rastro de seda se ondulara alrededor de un eje de huesos p¨¢lidos, casi invisible. El ejecutivo cogi¨® del brazo al compa?ero de mesa.
-F¨ªjate en eso.
-Qu¨¦.
-La se?ora de la terraza.
-No veo nada.
-No seas idiota. Detr¨¢s del cristal.
-Ah¨ª no hay nadie. ?Qu¨¦ te pasa, muchacho?
Aquella dama pod¨ªa ser la marquesa de Villeparisis o tal vez la princesa de Luxemburgo, pero su aparici¨®n s¨®lo dur¨® unos segundos y el ejecutivo, cogido de nuevo por el inter¨¦s de los n¨²meros, se olvid¨® de ella s¨²bitamente. No obstante, aquella noche el hombre tuvo sue?os de infancia, cosa que nunca le hab¨ªa sucedido hasta entonces, si bien al d¨ªa siguiente s¨®lo recordaba cierto aroma de hierba segada que no le abandon¨® en toda la jornada. A la hora del desayuno volvi¨® a tomar t¨¦ con una magdalena en el acuario del comedor entre cartapacios y listas de precios antes de empezar la reuni¨®n de trabajo, y cuando el directivo de IBM subi¨® al estrado para explicar la nueva estrategia de ventas ensalzando las virtudes del ¨²ltimo ordenador personal, ya no fue lo mismo. El ejecutivo pensaba en aquella madrugada de su ni?ez en que o¨ªa el silbido del tren atravesando la campa donde sus abuelos ten¨ªan una casa solariega, percib¨ªa el sonido de la lluvia en la azotea desde una cama muy lejana en la memoria, ol¨ªa el sabor de tierra mojada y la figura de una muchacha evanescente que se re¨ªa en el cobertizo le inund¨® por completo. Mientras el monitor hablaba de inform¨¢tica, los peque?os placeres olvidados invadieron su cerebro, pero el ejecutivo era incapaz de asimilarlos a una magdalena. Fue en el acto de clausura de la convenci¨®n cuando el hombre tuvo la visi¨®n definitiva. La direcci¨®n del hotel hab¨ªa invitado a los congregantes de IBM a un t¨¦ social sin salir del acuario del comedor. En el momento en que el ejecutivo elev¨® el bollo a los labios humedecidos a¨²n por la camomila, toda la oscuridad que hab¨ªa detr¨¢s de la pecera se llen¨® de una luz de oro y dentro de ella comenzaron a flotar en la terraza marquesas con pamelas, arist¨®cratas patinados, burgueses anillados, ni?as de n¨¢car, infantes. desvanecidos en medio de un baile de ninfas que danzaban al son de unos cuernos de caza. Entre el centenar de ejecutivos que llenaba el comedor s¨®lo ¨¦l se daba cuenta de eso. Pero no lo dijo a nadie. De pronto, aquellos extra?os seres del exterior detuvieron la m¨²sica y pegaron la nariz a la vidriera para contemplar las m¨¢quinas computadoras y a los t¨¦cnicos de la pecera. ?Proteger¨ªa por siempre aquella pared de cristal el fest¨ªn tecnocr¨¢tico, o bien las marquesas entrar¨ªan en tromba llenas de ira en el acuario y derribar¨ªan a sombrillazos los ordenadores? El ejecutivo pidi¨® al camarero otra magdalena.
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