?Qui¨¦n teme a Charles Darwin?
Admiro a todo ser humano que, sin masoquismo materialista ni triunfalismo de primate parvenu, es decir, con humor y precisi¨®n, se considera heredero de una tradici¨®n zool¨®gica: a fin de cuentas, la mayor parte de las evidencias est¨¢n en contra suya. No entiendo, en cambio, a quien se subleva con histerismo de ¨¢ngel mal reciclado contra las noticias que peri¨®dicamente nos llegan -desde el bar¨®n D'Holbach y La Mettrie hasta el sociobi¨®logo Wilson, pasando por Charles Darwin- acerca de las determinaciones estrictamente biol¨®gicas que sellan nuestros comportamientos y condicionan nuestros valores. Cualquier ¨¢ngel m¨ªnimamente seguro de s¨ª mismo hallar¨ªa gran fuente de contento, a no dudar, en f¨¢bular sobre su pasado bestial. Ser a la vez espiritual y quisquilloso con la materia, eso s¨ª que resulta verdaderamente degradante... Hay que aceptar la contrapartida del justamente c¨¦lebre dictamen de Cassirer: el hombre-no s¨®lo es un animal simb¨®lico, sino que tambi¨¦n es simb¨®licamente un animal. Y con nuestra animalidad (hoy, con nuestra condici¨®n biol¨®gica) simbolizamos muchas cosas inseparables de nuestro equilibrio ps¨ªquico: lo no elegido de tantos datos que nos configuran, la ferocidad vital que hace en¨¦rgicas nuestras inclinaciones m¨¢s espirituales, los meandros que afilian inextricablemente la sociabilidad al ego¨ªsmo, la espont¨¢nea urgencia del amor y el odio -que son los fundamentos ¨ªntimos de todo conocimiento... Pascal nos advirti¨® que quien se empe?a demasiado en hacerse el ¨¢ngel termina haciendo el animal sin querer; el problema moderno es m¨¢s bien convencer a los entusiastas aficionados a la animalidad -o al genetismo como nuevo cretinismo- de que su opci¨®n no les dispensa de nuestra com¨²n obligaci¨®n ang¨¦lica. No vaya a ser que reivindicando cierta c¨ªnica inocencia animal desemboquen en ¨¢ngeles exterminadores.Lo anterior viene a prop¨®sito de las querellas sociobiol¨®gicas que ¨²ltimamente alarman a ¨¦ticos anglosajones y que tambi¨¦n preocupan -aunque mesuradamente- a estudiosos de nuestras tierras. Mi colega Camilo J. Cela Conde ha dedicado a la cuesti¨®n un interesante libro, rumbosamente titulado De genes, dioses y tiranos, cuyo subt¨ªtulo anuncia que, versa sobre La determinaci¨®n biol¨®gica de la moral. Es un estudio completo y sensato, que ayudar¨¢, sin duda, valiosamente a quien desee estar al loro -perdonen este folclorismo, pero la ocasi¨®n no lo repele- en el litigio aludido. Por lo visto, algunos sociobi¨¢logos -E. O. Wilson es, sin duda, su portavoz m¨¢s acreditado- han llegado a la conclusi¨®n de que diferentes comportamientos que suelen ser elogiados como morales responden a mecanismos biol¨®gicos destinados a proteger y perpetuar la carga gen¨¦tica cuya custodia es el aut¨¦ntico fin ¨²ltimo de la vida de cada individuo. El sentido de la existencia de cada ser vivo no es otro que el de resguardar y propagar los genes, a partir de los cuales se fabricar¨¢n otros individuos sometidos a la misma obligaci¨®n reproductora. El altruismo, que los psic¨®logos anglosajones siempre han considerado antonomasia del comportamiento moral (Nietzsche, en su Genealog¨ªa, les asesta alguna maldad al respecto), viene a ser, a fin de cuentas, otra manifestaci¨®n defensiva m¨¢s de ese ego¨ªsmo espec¨ªfico: ya Charles Darwin, en The descent of man, cuenta la saga de babuinos que dan su vida luchando contra el leopardo en defensa de su grupo; yo recuerdo haber visto en alg¨²n documental cient¨ªfico c¨®mo las termitas-soldados sal¨ªan a defender el termitero atacado por hormigas hostiles, en tanto que las obreras reparaban a toda prisa las fortificaciones accidentalmente derribadas: las peque?as termitas se colgaban a racimos de sus enormes enemigas para dificultar su avance, mientras las entradas a su fortaleza iban cerr¨¢ndose, y las dejaban abandonadas a su suerte fatal. Los babuinos, las termitas, el noble H¨¦ctor y el bombero que se arriesga entre las llamas para salvar al ni?o que llora en la cuna, todos son ¨¦picas presas del imperio de los genes. Tampoco hay motivo para desesperarse por esta constataci¨®n, que no habr¨ªa dejado de parecer muy veros¨ªmil al sereno Spinoza. Quiz¨¢ s¨®lo Schopenhauer -cuya visi¨®n global de mundo, por otra parte, es tan sociobiol¨®gica- se hubiera sentido molesto ante esta complicidad del altruismo con la voluntad de la especie, activa en cada aparente individuo. ?Qu¨¦ notable descubrimiento y a qu¨¦ conclusiones a¨²n m¨¢s desencantadas hubiera llevado a don Arturo, al saber que nuestro ego¨ªsmo biol¨®gico es tan, profundo que por ¨¦l debemos sacrificar en ocasiones incluso nuestra ilusi¨®n m¨¢s acendrada, la individualidad!
La reducci¨®n de la ¨¦tica a urgencias biol¨®gicas para mejor conservaci¨®n de la especie (o del grupo de individuos, o de los genes de tal o cual individuo) es vista hoy como una iniciativa m¨¢s bien reaccionaria. Alg¨²n severo objetivista me se?alar¨¢ que, en cualquier caso, tal supuesto reaccionarismo no puede alterar su verdad f¨¢ctica -caso de que ¨¦sta se diera-. Nada menos obvio: la objetividad de la ciencia es el dogma teol¨®gico m¨¢s f¨¢cilmente cuestionable de todos, y algunos puntos de vista parcialmente razonables pueden ser sin ,escr¨²pulo denunciados por los usos perversos que posibilitan. De todas formas, nada hay de intr¨ªnsecamente derechista en considerar ciertas pr¨¢cticas morales como biol¨®gicamente condicionadas. Al contrario, el m¨¢s ilustre progresismo cientificista de comienzos de siglo se atrincher¨® belicosamente en tal planteamiento. Hace unos 80 a?os, la Biolog¨ªa de la ¨¦tica, de Max Nordau, formaba parte inevitable de todas las bibliotecas avanzadas y honradamente progresistas del d¨ªa. Nordau era sano y tonifican-
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te como el airecillo de una ma?ana campestre, pero adem¨¢s de izquierdas. Nuestros mejores-impulsos ¨¦ticos son dispositivos biol¨®gico-culturales destinados a inhibir cierta ferocidad natural y la tendencia a la rapi?a en pro de una sociabilidad sin la que, a fin de cuentas, no sabr¨ªamos valernos. La decencia social -eso que, en nuestra ¨¦poca, se ha llamado ser de izquierdas- tiene b¨¢sico arraigo en la dif¨ªcil pero a fin de cuentas sabia Madre Naturaleza. A la cual, por cierto, Spinoza, al que tanto trajinan hoy quien es quieren hacer de ¨¦l una especie de proto-brigadista arrepentido, llamaba Dios o tambi¨¦n sustancia. La sabidur¨ªa popular mexicana dice de aquel capaz de cualquier felon¨ªa que "no tiene madre"; correspondientemente, Max Nordau recordaba more biol¨®gico que ser digno y deudor de civilizada compa?¨ªa es permanecer fiel a lo mejor de nuestro linaje. Ni que decir tiene que eran otros tiempos. Los genes, en la actualidad, recomiendan m¨¢s bien el despedazamiento del adversario, la batalla irrestricta de todos contra todos, la superioridad indiscutible de quienes triunfan por la fuerza, el expolio econ¨®mico de los que son tan ineptos o tan d¨¦biles que no pueden evitarlo, la amenaza al vecino como ¨²nica autodefensa eficaz. Por lo que constatamos, la biolog¨ªa anta?o se acercaba a la ¨¦tica como un reforzamiento zool¨®gico de lo humano, mientras que hoy se nos impone como una deshumanizaci¨®n zool¨®gica de lo social.
Lo que est¨¢ en juego, como siempre que se habla de ¨¦tica medianamente en serio, es el punto de vista desde el que enjuiciar y valorar la acci¨®n humana. Vistos desde fuera, los comportamientos llamados morales son probablemente reductibles a condicionamientos biol¨®gicos, sociales, econ¨®micos, psicol¨®gicos, culturales, etc¨¦tera. Y la reducci¨®n a la gen¨¦tica no es m¨¢s escandalosa ni degradante -es decir, no es m¨¢s anti¨¦tica- que la reducci¨®n sociol¨®gica o historicista, por no hablar de la psicol¨®gica. ?Cu¨¢ndo nos convenceremos de que los valores no se deshumanizan por ser referidos a la biolog¨ªa o a la econom¨ªa, sino por ser vistos tan s¨®lo desde el exterior? Cuando se la considera desde dentro, en cambio, la opci¨®n moral se convierte en una exigencia total de sentido para la acci¨®n, que ning¨²n c¨®digo -ni penal ni gen¨¦tico- puede obviar. En cuanto perdemos el punto de vista interior para enjuiciar los gestos de la libertad (en cuanto abandonamos el terreno del alma, al que pertenecen los ideales, para someternos al esp¨ªritu, fundador de instituciones) nos salimos de la ¨²nica especificidad a que puede aspirar la reflexi¨®n ¨¦tica. Con permiso de nuestro com¨²n padre Kant, la b¨²squeda de la excelencia se inspira ante todo en las categor¨ªas de la imaginaci¨®n y no en las de la raz¨®n. Pero el esp¨ªritu se ha acostumbrado a vivir fuera de s¨ª, y eso se nota: lo que corresponde al alma, a la vivencia interior, es patol¨®gico, ilusorio, irreal. Todo debe poder reducirse a exterioridad: cada sue?o tendr¨¢ su interpretaci¨®n, cada comportamiento se explicar¨¢ por su determinaci¨®n sociobiol¨®gica. No es caso pretender desautorizar globalmente este procedimiento a menudo ¨²til, sino se?alar lo en ¨¦l demasiado sumariamente sacrificado. Y habr¨¢ que intentar recuperarlo, cuando nos decidimos, zarandeados por unas cuantas oportunas crisis -?consistir¨¢ en esto lo menos vacuo de la posmodernidad?-, a entender sin tapujos. Un excelente antrop¨®logo, Marshall Sahlins, en su visi¨®n cr¨ªtica de la sociobiolog¨ªa, hace notar como de pasada que nuestra cultura es la ¨²nica que se ha proclamado derivada de la animalidad y la barbarie: todas las dem¨¢s se han tenido por divinas. Somos tan espiritualmente ingenuos que consideramos esa pretensi¨®n del alma primitiva como una ingenuidad. Y, sin embargo, sentimos un dolor inexplicable y una sublevaci¨®n ¨ªntima cuando alguien, con regodeo darwinista, explica el sacrificio de H¨¦ctor a partir del comportamiento de alg¨²n babuino. Presentimos que la demas¨ªa razonante de lo exterior nos enga?a: pues es la chispa del h¨¦roe la que ilumina y rescata el coraje autom¨¢tico del simio, no al rev¨¦s.
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