El tinglado la farsa
HACE MUCHOS a?os que se espera una ley del teatro que repare los grandes destrozos creados en este antiguo y perseguido arte y deje lugar para su libertad; lo que ha aparecido, en cambio, es una orden ministerial que tiende a institucionalizar una situaci¨®n de hecho que todo el mundo reconoce como mala y a comprar con dinero p¨²blico el derecho a representar.El teatro depende hoy de un enjambre de ministerios: el de Justicia, que le arrebata el impuesto de menores, surgido de una filosof¨ªa de castigo (reparar el mal moral que brota de los escenarios ayudando con ese dinero a los menores desvalidos); el de Hacienda, que no considera su inter¨¦s cultural y artesano a la hora de la fiscalidad; el de Interior, que mantiene leyes prohibitivas sobre salas y representaciones -lo que se entiende por polic¨ªa de espect¨¢culos-; el de Educaci¨®n, que tiene el monopolio de la ense?anza, con una escuela que es un gueto de catedr¨¢ticos mal pagados trabajando en aulas s¨®rdidas; y el de Obras P¨²blicas, que est¨¢ reconstruyendo antiguas salas. Luego est¨¢, claro, el de Cultura, y la fronda a?adida de los organismos auton¨®micos.
Se esperaba que el cambio socialista hiciera desaparecer cargas, trabas y tutelas; todas, sin embargo, permanecen y se consagra ahora una dependencia m¨¢s: la del Instituto Nacional de Artes Esc¨¦nicas y Musicales (INAEM), nombre espectacular que toma ahora la anterior Direcci¨®n General de Teatro y M¨²sica. El Instituto ser¨¢ el administrador de la orden que va a totalizar el teatro todav¨ªa piadosamente llamado privado en Espa?a, junto a los teatros p¨²blicos de los que ya directamente es empresario. Invocando la libertad, se hace desaparecer la libertad. El INAEM va a dar dinero, en cantidades hasta ahora no fijadas y a personas o entidades cuyo n¨²mero se desconoce, a cambio de unas obligaciones de programaci¨®n y de re presentaci¨®n, a unos viajes y a unos precios de localidades. Va a seleccionar los autores haciendo encargos de obras, que aceptar¨¢ o rechazar¨¢ seg¨²n su gusto y a los que las compa?¨ªas o los teatros concertados tendr¨¢n que acudir; crea la confusa profesi¨®n de dramaturgo y la institucionaliza.
La orden tiene la suficiente hipocres¨ªa como para respetar la libertad de quienes quieran hacer teatro al margen; pero en una situaci¨®n cultural como la que padecemos quien no tenga a su disposici¨®n el dinero p¨²blico, las salas reconstruidas o la renovaci¨®n tecnol¨®gica no podr¨¢ trabajar, pues se encontrar¨¢ con la concurrencia de los precios pol¨ªticos y el teatro de lujo que va a emanar del sector p¨²blico y semip¨²blico, mientras sobre ¨¦l pesar¨¢n las cargas y tutelas que no se suprimen.
El Estado promover¨¢ as¨ª las programaciones que le apetezcan o le convengan y sustituir¨¢ un elemento que hasta ahora hab¨ªa sido considerado como imprescindible en el mundo del espect¨¢culo: el p¨²blico. Hasta el punto de que puede darse ¨¦l caso de que haya que retirar obras en pleno ¨¦xito por obligaciones con la orden, o el contrario, que haya que mantener en cartel lo que nadie va a ver.
Puede que una profesi¨®n que agoniza por sequedad econ¨®mica acoja con alivio la posibilidad de cazar dinero y poder seguir trabajando, y puede tambi¨¦n que la antigua capacidad de burla de esa profesi¨®n le permita en alg¨²n caso hacer lo de siempre, lo que ha hecho durante siglos con leyes y persecuciones duras: colocar su mercanc¨ªa cultural e ideol¨®gica por encima de sus tutores. Ser tutor es una forma de ser censor. Pero la realidad es que a lo largo del extenso articulada de la orden que comentamos se ve claramente que todo va a depender de la persona que ejerza el cargo de director general y, en ¨²ltimo caso, del ministro del ramo. Mediante este reglamento el teatro queda en manos de una persona, y de las ideas a las que sirva. He aqu¨ª el tinglado de la nueva farsa.
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