Sinti¨¦ndolo mucho
La tarde pasa sin compensaciones. El lento fluir de feriantes ocasionales que hojean sin pasi¨®n ni pasmo los libros expuestos en las casetas o piden cat¨¢logos es un discurso de prosodia lenta. Un p¨¢rrafo largo, de aburridos meandros e insulsas disquisiciones, la p¨¢gina polvorienta de un Proust lobotomizado.-La historia interminable, qu¨¦ t¨ªtulo m¨¢s idiota -remuerde dentro el viejo maestro-. Enf¨¢tico gusto pueril por palabras absolutas, vagas, que empiezan por "in". Nada hay interminable, afortunadamente, ni siquiera el dolorido sentir. Sin fin no hay historia; es el final lo que cuenta en lo contado. Todas las historias empiezan por el final, salvo las que no tienen ni pies ni cabeza, y ¨¦sas no cuentan. Por ejemplo, yo, ahora, en m¨ª desenlace, alcanzo nii leg¨ªtimo estatuto narrativo: en tiempos -?en mis buenos tiempos?- tuve tan s¨®lo cronolog¨ªa, pero ahora ya merezco una historia. Es el galard¨®n atroz de los a?os, es la fatalidad.
Tiene delante el viejo maestro una pila mediana de ejemplares de su ¨²ltima novela. Cabe pensar que es la ¨²ltima, en la m¨¢s definitiva acepci¨®n de la palabra. En realidad, todo est¨¢ ya dicho; lo estaba, en efecto, tres o cuatro novelas antes, tal como sancion¨® al un¨ªsono el fastidio cort¨¦s de la cr¨ªtica y la indiferencia del p¨²blico. Pero despu¨¦s de todo, existir es insistir, y ¨¦l nunca se sinti¨®, realmente preparado para renunciar; ni aun ahora conoce de veras tanto atrevimiento. La vida es una forma de petulancia, una serie m¨¢s bien descort¨¦s de reclarnaciones y agravios. Ser petulante es s¨®lo medio disculpable en la juventud, pero llega a hacerse obsceno con los a?os. La vejez quita todos los derechos, pone las cosas en su sitio. As¨ª dicen las letras negras sobre el Pondo azul p¨¢lido en la.portada del ejemplar superior de la pila: "Las cosas en su sitio". Una tirada de 2.000 ejemplares, sin adelanto, en la editorial casi artesana de un antiguo amigo, tambi¨¦n en v¨ªas de extinci¨®n. Lleva hora y media pasando calor en la caseta rehogad¨¢ por el sol de junio y s¨®lo ha firmado dos novelas: una a un se?or suramericano de m¨¢s que mediana edad y otra a una vecina de su difunta esposa, brotada inesperadamente de recuerdos no demasiado gratos.
-La verdad es que se edita cada vez peor -resiente sin palabras el viejo maestro, mientras con vaiv¨¦n algo desabrido de la mano rechaza la posibilidad de alguna bebida que le ofrece compasivamente la dependienta- Hay que elegir entre la vulgaridad llamativa de las grandes editoriales y la sobriedad ex¨¢nime de las que se creen m¨¢s selectas. Unas pintar¨¢n en la cubierta de la edici¨®n de bolsillo del Quijote a Dulcinea desnuda jugando equ¨ªvocamente con el lanz¨®n; las otras convierten a base de desde?osa sencillez cualquier novela interesante en el poemario ganador de alg¨²n concurso provincial patrocinado por la caja de ahorros. Vaya mierda. Soy un autor literariamente exigente pero popular; quiero ser le¨ªdo, no consultado o estudiado. Me niego a aburrir desde la portada, s¨®lo por rechazar el exhibicionismo de mal gusto. El bueno de Ra¨²l, con la mejor intenci¨®n del mundo, a no dudar, le ha dado a Las cosas en su sitio una presentaci¨®n de museo. Se la ve f¨²nebre, impotente, desasistida. Parece editada a cuenta del autor. Y a eso desde luego a¨²n no he llegado.
Media hora m¨¢s. En la caseta de enfrente se agolpan 10 o 12 personas, j¨®venes en su mayor¨ªa. Firma Garz¨®n, Gast¨®n, cualquier cosa por el estilo; ?qui¨¦n puede recordar semejante nombre? Rid¨ªculo h¨¦roe de un d¨ªa, pero por el momento acorazado con la fr¨¢gil invulnerabilidad del ¨¦xito. El viejo maestro sabe que podr¨ªa decir mil cosas contra ¨¦l si se tomara la molestia de leer su soficitada novela. Aun sin tal p¨¦rdida de tiempo, no duda que la culpa de la effinera fascinaci¨®n a cuyo despl¨ªegue asiste se debe a la televisi¨®n, a un premio ama?ado, al amiguismo de cuatro cr¨ªticos, a la vileza consentida de un estilo atento a los sobresaltos degradados del d¨ªa. Sin embargo, es tan dif¨ªcil burlarse con prestancia del ¨¦xito cuando a¨²n no se tiene como cuando ya no se tiene. S¨®lo el coraz¨®n puro y vacuo que aborreciese realmente el aplauso -todo aplauso, aun el m¨¢s merecido, la humillaci¨®n ¨ªntima de ser vas,tamente aceptado, el malentendido forzoso de cualquier ¨¦xito- podr¨ªa con una gentil sonrisa desmontar de su caballo blanco al m¨¢s celebrado de los pr¨ªncipes. Y ¨¦se ciertamente no se molestar¨ªa en desempe?ar tal oficio justiciero. Sentirse ofendido por lo extempor¨¢neo del triundo ajeno nunca es buena se?al. Al viejo maestro le molesta m¨¢s su propia desaz¨®n que la moment¨¢nea celebridad rival que la provoca.
-Hace cuatro a?os, cuando publiqu¨¦ El otro abandono, algunos j¨®venes no se portaron mal conmigo. Un rotundo fracaso fue esa novela, y a m¨ª a¨²n me sigue gustando. La cr¨ªtica no percibi¨® nada de nada, como es de rigor: en este pa¨ªs no hay cr¨ªtica seria. Vaya usted a saber, quiz¨¢ en ninguna parte haya cr¨ªtica seria. Pero cuando al menos le elog¨ªan a uno o se cargan al competidor, sus equivocaciones resultan m¨¢s gratas... "Un estilo que pretende seguir obteniendo recursos modernistas pero se limita a girar cheques sin fondos contra una cuentta ya hace tiempo saldada". "Una visi¨®n pesimita hasta el t¨®pico de las relaciones humanas, juzgadas a partir de una sensibilidad exhausta...". Algunos me reprochaban ser demasiado evidente y reiteradamente yo mismo; otros, no haber conseguido su supuesto prop¨®sito de convertirme en tal o cual respetado cl¨¢sico extranjero. No vieron la aut¨¦ntica novedad de ese Ebro en el que lo que antes fue pesimismo se hab¨ªa convertido al fin en desesperaci¨®n. En el fondo no me hicieron ni caso. Yo ya estoy catalogado, me han dado el finiquito. Pero algunos j¨®venes...
Un hombre que viste ch¨¢ndal y botas deportivas, con el rostro todav¨ªa enrojecido y h¨²medo por el ejercicio, manipula con cierta brusquedad impaciente la novela en oferta.
-Por lo que veo vuelven a aparecer algunos personajes de El otro abandono.
-S¨ª, son los n¨²sinos. En este relato han pasado cinco o seis a?os desde el suicidio de Marta. Es curioso, hace un instante recordaba El otro abandono y el vapuleo que recibi¨® de la cr¨ªtica. A mi modo de ver, injusto, pero claro, yo qu¨¦ voy a decir... -hizo una pausa, como esperando la confirmaci¨®n imparcial del otro de su punto de vista, pero no fue satisfecho-. Al p¨²blico en general tampoco le gust¨®, fue muy poco comprada y supongo que a¨²n menos le¨ªda. Pero algunos escritores j¨®venes, de los m¨¢s prometedores, no la desde?aron.
-Para m¨ª es una novela inolvidable.
-?Le gust¨® realmente?
-No, no demasiado. La encontr¨¦ algo pretenciosa, poco... sentida. Pero a m¨ª no se me borrar¨¢ nunca. Fue el ¨²ltimo Ebro que ella me regal¨®, antes de... Fig¨²rese, con semejante titulo, como una especie de advertencia.
El viejo maestro deplora este sesgo inoportunamente confesional de una charla que parec¨ªa agradablemente centrada en cuestiones literarias. As¨ª que decide recuperar de nuevo el cariiino m¨¢s prometedor.
-Aquel a?o estuve en esta misma caseta. y, tal como hoy, muy poca gente se acerc¨® para que le firmara libros. Un poco absurdo, ?no?, este fetichismo de las firmas a personas desconocidas. Yo nunca s¨¦ qu¨¦ poner. Ser¨ªa mejor que el prop¨ªetario del ejemplar escribiera de su pu?o y letra lo que desea leer all¨ª, fuese homenaje o reproche, y yo lo rubricar¨ªa sin empacho. Bueno, pues varios autores j¨®venes, de los que estaban firinando en otras casetas, dejaron por un momento sus clientelas y vinieron aqu¨ª con El otro abandono para que yo se lo dedicase. Me pareci¨® un homenaje espont¨¢neo, bonito. El ¨²nico al que aspira quien, como yo, desde?a el embaIsan¨ªamiento traidor de academias y galardones oficiales.
-Sol¨ªa regalarme libros frecuentemente. Aunque en realidad no se trataba de regalos, sino de propuestas para una lectura conjunta. Primero lo le¨ªa yo y luego ella, o al rev¨¦s. Despu¨¦s coment¨¢bamos lo le¨ªdo. Por lo com¨²n est¨¢bamos en desacuerdo, pero as¨ª los debates resultaban m¨¢s provechosos. Me encantaba discutir con ella; nunca me sent¨ªa inferior o herido, aunque desde luego ella sol¨ªa saber mejor que yo de lo que estaba hablando, y sobre todo lo expresaba muy bien. Yo no soy del tipo intelectual, pero tengo intuici¨®n para estas cosas. Me gustan los libros deacci¨®n, con viajes y aventuras; tambi¨¦n los estudios sobre cosas de la naturaleza, como los sue?os o la muerte. Ella prefer¨ªa retratos psicol¨®gicos, conflictos sentimentales y ensayos pol¨ªticos. Aunque a veces alter¨¢bamos nuestras previas fidefidades y nos apasion¨¢bamos con obras que en principio no parec¨ªan correspondernos: a m¨ª me entusiasm¨® Bajo el volc¨¢n, por ejemplo, y a ella le gust¨® enormemente Victoria, de Conrad. Nunca era m¨¢s-divertido discutir que cuando ten¨ªamos que defender frente al otro un Ebro del g¨¦nero que menos respond¨ªa a nuestras aficiones.
Conocer personalmente a los lectores es una eventualidad decepcionante -asume con resignaci¨®n el viejo maestro- La relaci¨®n que la mayor¨ªa de la gente establece con las obras literarias es puerilmente ¨ªdentificatoria. Buscan el trasunto inmediato de actitudes o ideas cuyo inter¨¦s -caso de tenerlo, lo que no siempre ocurre- en nada responde a la fuerza estrictamente literaria con que aparecen en la escritura. Esta ausencia de distancian¨²ento, esta deficiencia del gusto, es necesariamente hostil para autores como yo -ramia el viejo maestro-, que no renunciamos al inter¨¦s per se del contenido, pero desde?amos responsablemente cualquier concesi¨®n en la fonna. Los pedantes de la exquisitez vac¨ªa nos reprochan la curne y sangre de nuestras invenciones, mientras que el vulgumpecus resbala o rebota en el esfuerzo expresivo que nos distancia de los urdidores de melodramas televisivos y aren.gas politiqueras. As¨ª reflexiona el viejo maestro. Entre tanto, la dependienta se aproxima con interesada sutileza por ver si el hombre del ch¨¢ndal se decide a hacer gasto, pero lo ve tan instalado en el mostrador que retrocede discretamente a su caluroso aburrimiento.
-El tipo con el que se fue era un poco mayor que yo, de maneras suaves y agradable a su modo. Daba clases de piano en un instituto, y por lo visto se conocieron en un concierto. Yo no suelo ir a conciertos, se me hacen largu¨ªsimos, prefiero escuchar un disco tranquilamente en casa n¨²entras- tomo una copa o hago algo. Nunca oigo m¨²sica porque s¨ª, a secas, siempre como fondo de algo que estoy haciendo. A veces ella dedicaba una tarde a ense?arme formas musicales: "Esto es una sonata, una fuga; aquello un pizzicato.. .". Ten¨ªa much¨¢ paciencia, porque mi o¨ªdo esmuy malo. Aunque a veces yo exageraba un poco mi natural torpeza y me equivocaba a prop¨®sito, para hacerla re¨ªr. Nosre¨ªamos mucho juntos. Digo yo que si no me hubiera querido de veras no se habr¨ªa molestado en intentar ense?arme m¨²sica.
-Por in? parte. -puntualiza en voz firme el viejo maestro-, prefiero la opini¨®n de mil lectores que el dictamen ex cathedra de un cr¨ªtico. A fin de cuentas, el cr¨ªtico no es m¨¢s que otro lector, un lector que puede escribir en los peri¨®dicos. Eso no lo hace m¨¢s perspicaz, s¨®lo m¨¢s arrogante. Si usted me apura, deber¨¦ decirle a fuer de sincero que tampoco la opini¨®n de mil o dos mil lectores me quita el sue?o. Si mis lectores a¨²n no han nacido, ya llegar¨¢ la hora que me justifique; pero si sucediese que todos mis lectores han muerto, no me importar¨ªa pe- rderme en la noche con ellos. Recuerde usted el verso de Borges dedicado a un poeta menor: "La meta es el olvido; t¨² has llegado antes".
-Entonces ella me dijo que segu¨ªa sintiendo mucho cari?o por mi, pero que se hab¨ªa enamorado del otro. Me cost¨® creerla. Supongo que a todo el mundo le ocurre esa incredulidad en circunstancias semejantes. Vivieron no muy lejos de nuestra antigua casa y yo me los encontr¨¦ juntos dos o tres veces en una cafeter¨ªa a la que ella y yo sol¨ªamos ir mucho antes. Luego tuvieron un accidente este verano, cuando iban en coche a Santander para unos cursos en la universidad Men¨¦ndez y Pelayo. Ella muri¨® y ¨¦l qued¨® casi fleso; yo digo que en los accidentes cuenta sobre todo la suerte, y nunca se sabe.
?No deber¨ªa uno sentirse contento de haber completado finalmente el camino? -se pregunta sin convicci¨®n el viejo maestro- Su obra tiene una coherencia, una l¨®gica intema que no puede dejar de ser noticia en cuanto se la estudie con un m¨ªnimo de seriedad. Y si, despu¨¦s de todo, su papel es quedar como un escritor menor, ?qu¨¦ m¨¢s da? ?Acaso no le han sido siempre m¨¢s simp¨¢ticos Charles Lamb o Marcel Schowb que Goethe? Al menos quiso decir algo y ha tenido fuerza y medios para decirlo. Muchas cosas que conspiraron para impedir este logro fueron vencidas. Es imposible a estas alturas saber si ha dicho lo que quer¨ªa, aunque desde luego ya quiere lo que ha dicho. Ser¨ªa exagerado hablar de victoria, pero al menos ha salido bien librado.
-Por eso tuve que matarle a ¨¦l, sinti¨¦ndolo mucho. A causa del recuerdo de ella. Ah¨ª s¨ª que no estaba ya dispuesto a compartir. Vivir con otro despu¨¦s de haber v¨ªvido como nosotros vivimos era quiz¨¢ un mensaje, una especie de gui?o desgarrador y dif¨ªcil de interpretar, el medio de ense?arme algo que yo no me habr¨ªa atrevido por m¨ª mismo a aprender. Pero una vez muerta s¨®lo pod¨ªamos quedar ella y yo, es decir, ella en m¨ª. Compartir su amor fue un destino misterioso, pero compartir su falta resultaba intolerable, obsceno. Un d¨ªa me lo encontr¨¦ en la cafeter¨ªa, ante una copa, sombr¨ªo, sin verme ni a m¨ª ni a nadie; de pronto se abati¨® sobre la mesa lanzando un ronquido y qued¨® con la cabeza entre las manos. Eso no -pens¨¦, sabiendo demasiado bien lo que sent¨ªan-; eso no te est¨¢ permitido. Hubiera preferido matarme yo . , pero aquello no ven¨ªa al caso. No tuve m¨¢s remedio que hacerle el ¨²ltimo favor. Bueno, cuando leo ese t¨ªtulo, Las cosas en su sitio, veo resumido en cinco palabras todo lo que le estoy queriendo contar.
-Entonces ?le firmo el ejemplar?
-No, deje, estoy haciendo deporte y no he tra¨ªdo monedero. Quiz¨¢ me pase de nuevo ma?ana por la feria.
El viejo maestro pens¨® que-cuando ¨¦se volviera, si volv¨ªa, ya no le encontrar¨ªa a ¨¦l. No estaba dispuesto a arrostrar de nuevo una espera tan humillante y est¨¦ril como la de esa tarde.
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