Memoria personal
Desde que conoc¨ª a Manuel Sacrist¨¢n, hace cerca de 30 a?os, mi sentimiento dominante hacia ¨¦l fue el respeto. Aunque ¨¦ramos de la misma edad y a¨²n j¨®venes, yo me sent¨ªa intimidado por su rigurosa honradez, vital e intelectual -que pod¨ªa llegar a disimular su gran afectuosidad- Sacrist¨¢n queda para m¨ª como uno de los pocos amigos inc¨®modos que me ha hecho ver m¨¢s claro y me han planteado as¨ª una exigencia de ser y pensar mejor. Y no era por simple ejemplaridad personal: ¨¦l fue la ocasi¨®n m¨¢s inmediata -aunque no la ¨²nica ni aun la m¨¢s decisiva, por supuesto- para que yo acabara por reconocer reluctantemente que el marxismo no se limita a ser la ideolog¨ªa de un necesario cambio de las estructuras econ¨®micas del mundo, sino que, si es marxismo vivo, es una honda moral, incluso con dimensi¨®n verdaderamente religiosa. Ahora ya puedo escribirlo: Manuel Sacrist¨¢n, aun poco dado a las confidencias ¨ªntimas, una vez crey¨® oportuno aciararme su sentir m¨¢s radical, cont¨¢ndome c¨®mo, en cierto peligro de muerte, sinti¨® que pod¨ªa entregarse confiado al Ser, al Ser a cuyo favor siempre hab¨ªa estado ¨¦l, encomendando su vida a lo que diera sentido y raz¨®n al mundo.Pero ¨¦se fue un momento excepcional: ambos prefer¨ªamos limitarnos a hablar de tareas comunes, editoriales y universitarias. Manuel Sacrist¨¢n entonces, por sus notorias ideas pol¨ªticas, s¨®lo pod¨ªa ense?ar de modo marginado e intermitente. Pero se me permitir¨¢ la gloria de recordar que ¨¦l y yo fuimos quienes asurnimos en la Universidad cierta responsabilidad solenme: en la primavera de 1965, los estudiantes de Barcelona, casi a la vez que los de Madrid, hicieron una gran asamblea para formular sus reivindicaciones, de ineludible alcance pol¨ªtico. Manuel Sacrist¨¢n y yo actuamos entonces como introductores de embajadores de los representantes estudiantiles en el rectorado para entregar sus mutiles peticiones. Ciertamente no hubo peligro f¨ªsico en ello, por no tener que salir a la calle -llena de amenazas grises-, mientras que en Madrid, en an¨¢logo acto, al salir a la calle la polic¨ªa hab¨ªa cargado contra los asamble¨ªstas, siendo luego expulsados los profesores que los encabezaban. Pero, en todo caso, al llegar el nuevo curso, Sacrist¨¢n estaba definitivamente excluido de la Universidad y yo hab¨ªa dimitido. Cuento esto ahora para reconocer que, sin duda, yo no habr¨ªa asumido tal papel de no haber sido por la presencia, silenciosamente exigente, de Sacrist¨¢n.
Pero acaso debo acabar estas l¨ªneas, precipitadas y agitadas, volviendo al plano de antes: aun a riesgo de disonar en un contexto de homenaje que cabe prever m¨¢s bien cultural y pol¨ªtico, querr¨ªa probar a hablar en cristiano para decir que Manuel Sacrist¨¢n, en mi memoria, queda como un santo: uno entre ese g¨¦nero de santos que, sin formular el nombre de Dios, lo aman y lo sirven en el pr¨®jimo, pudiendo as¨ª afrontar confiadamente el juicio ¨²ltimo, el del Juez que dice a los buenos: "Venid los benditos de mi Padre... porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber...". Y cuando los justos, sorprendidos, pregunten cu¨¢ndo hicieron tal cosa, el Rey les contestar¨¢: "En cuanto lo hicisteis a uno de mis hermanos m¨¢s peque?os, a m¨ª me lo hicisteis".
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