La decisi¨®n del emperador
Melanc¨®lico y febril, con el pesado cuerpo ca¨ªdo a lo largo de la cama, el Emperador de los cristianos, asustado por el aullar de siete lobos hambrientos que en la oscuridad fr¨ªa y pr¨®xima del bosque reclamaban carne bautizada, le¨ªa y rele¨ªa, a la incierta luz de una vela, la ¨²ltima carta del Papa de Roma. La respuesta, maliciosamente demorada durante medio a?o, la hab¨ªa ya decidido aquella misma ma?ana. En el transcurso de la misa solemne en el preciso instante de la elevaci¨®n, el obispo Bruno, rubicundo de color y todav¨ªa joven, cay¨® redondo al suelo, fulminado sin piedad por el Alt¨ªsimo, que le cobraba de ese modo 27 pecados espantosos, para purgar los cu¨¢les hab¨ªa recibido un plazo que se agotaba precisamente aquel d¨ªa y que aquel grand¨ªsimo cabr¨®n se hab¨ªa negado a confesar por una cuesti¨®n de soberbia. Eran pecados sucios, manifestaci¨®n quiz¨¢ de un alma enferma antes que de un ser perverso y depravado, como el feo asunto del ni?o Eusticio o los rumores que corr¨ªan sobre la historia de la mula del se?or mayordomo del Imperio.Era una de aquellas muertes que tanto le gustaba citar a maestro Gerardo en los sermones, mandada por Dios como aviso, pero que hab¨ªa perdido toda ejemplaridad edificante por el prodigio de que fue seguida: la hostia qued¨® suspendida a dos metros del suelo, en la altura exacta a donde la hab¨ªan alzado los fornidos brazos del celebrante. Despu¨¦s, entre los primeros gritos de terror y las primeras l¨¢grimas, la sagrada forma ascendi¨® dos cuartas m¨¢s, gir¨® solemnemente sobre s¨ª misma y se dirigi¨® a continuaci¨®n hacia el lugar que ocupaba el Emperador Soberano, a la derecha del altar. Su Majestad, vestido con t¨²nica verde y corona de oro sobre la cabeza, cay¨® de rodillas en medio de la emoci¨®n general y se dispuso a recibir la comuni¨®n tra¨ªda por las manos invisibles de Dios. Pero no sucedi¨® lo que todos esperaban. Al llegar a su altura, inesperadamente, la hostia torci¨® a la izquierda y entr¨® de forma precipitada en la boca del santo obispo de Hildesheim, que asist¨ªa a la ceremonia a su lado.
Al recordar aquel suceso, con la carta papal todav¨ªa entre las manos y con los ojos distra¨ªdos en el respirar profundo y pausado de sus perros, que dorm¨ªan rodeando la cama, un calor h¨²medo le recorr¨ªa las carnes desde las nalgas hasta el pescuezo. No hab¨ªa tenido tiempo de avergonzarse, tan abrumado se sinti¨® al ver pasar el cuerpo de Cristo Sacramentado por delante de ¨¦l, ignorando p¨²blicamente de una manera tan clara su presencia, como si pretendiese descubrir delante de sus s¨²bditos la intimidad de aquella alma suya, desde hac¨ªa meses atrapada en las zarzas espinosas de la pasi¨®n. Se acord¨® de ella, de sus grandes labios rojos y de su frente limpia, hermosamente resaltada por la turgencia del cabello liso que conflu¨ªa en una larga trenza, dorada y brillante, cayendo sobre el abultamiento afrutado de su pecho juvenil. Pero el recuerdo, como un rel¨¢mpago, desapareci¨® con el desasosiego que en forma de p¨¢lpito atolondrado se le puso de nuevo en la garganta, testimonio de la humillaci¨®n que hab¨ªa sufrido aquel d¨ªa.
No fue s¨®lo el suceso ocurrido en la capilla palatina, sino tambi¨¦n el consejo que se celebr¨® despu¨¦s, impuesto sin miramientos por la emperatriz viuda y la abuela Adelaida, con asistencia del canciller Teodomiro y el arzobispo de Maguncia, el ¨²nico rostro humano en aquella asamblea de buitres. La madre era de la opini¨®n de que se trataba del signo m¨¢s claro de cuantos Dios Nuestro Se?or hab¨ªa enviado hasta entonces para advertir a los hombres de que se acercaba el fin. Mucho m¨¢s claro que el ofrecido el mismo d¨ªa de Pentecost¨¦s del a?o anterior, cuando sin que mediara intervenci¨®n humana de ning¨²n tipo se pusieron a tocar al mismo tiempo todas las campanas de la cristiandad, desencadenando un viento descomunal que en dos horas corri¨® para Occidente una peste que llevaba siete a?os produciendo estragos del otro lado del Elba y que hasta entonces hab¨ªa sido contenida a base de penitencias y oraciones.
M¨¢s mortificante, por insidiosa, le hab¨ªa parecido la actitud de la abuela Adelaida, aquella v¨ªbora, que no comprend¨ªa por qu¨¦ la hostia no hab¨ªa entrado en la boca de su nieto. Por eso quiso saber si el Emperador estaba aquella ma?ana en disposici¨®n de recibir, a lo cual respondi¨® aqu¨¦l diciendo que todav¨ªa se hab¨ªa confesado la v¨ªspera, por lo cual pensaba que se hallaba en paz con Dios, y que la ¨²nica duda que le quedaba era una manzana camuesa que le hab¨ªa tentado con su color rojo y su fragancia al atravesar el comedor real camino de la alcoba, pero que ten¨ªa para s¨ª que le hab¨ªa dado el ¨²ltimo bocado antes de las doce, pues en el momento en que escuch¨® los pasos de los soldados que en el patio hac¨ªan el cambio de la guardia limpiaba ya ¨¦l con los dedos los restos que le quedaban entre los dientes y las enc¨ªas, con la intenci¨®n de no violar las leyes del ayuno y poder recibir la comuni¨®n por la ma?ana, durante la misa solemne.
El recuerdo de la manzana vino a liberar al Emperador de las negras tribulaciones que asaltaban su coraz¨®n. A ello contribuy¨® tambi¨¦n la peque?a alegr¨ªa que moment¨¢neamente sinti¨® al acordarse del se?or arzobispo de Maguncia, el cual asist¨ªa a los consejos sentado por privilegio imperial, y que aquel d¨ªa lo hab¨ªa hecho de pie, paseando nervioso de un lado para otro, arrastrando la cojera e irritando al canciller Teodomiro, que le pidi¨® con mal humor poco disimulado si no ten¨ªa inconveniente en hacer uso del privilegio, pues ya en dos ocasiones lo hab¨ªa distra¨ªdo en el preciso momento en que le ven¨ªan a la cabeza tres ideas distintas y complementarias para explicar el suceso de la misa de la ma?ana y que las tres ideas se le hab¨ªan borrado como consecuencia del ruido que hac¨ªa el bot¨ªn izquierdo del se?or arzobispo cojo al arrastrarse por las tablas del piso, algunas de las cu¨¢les rechinaban precisamente por culpa de esa circunstancia.
La opini¨®n del canciller Teodomiro, un asceta antip¨¢tico y apergaminado, fue la menos amable de todas. Lo mismo que la abuela Adelaida, aquel odioso fan¨¢tico se preguntaba por qu¨¦ la sagrada forma se hab¨ªa comportado de tal modo. Lo extra?o no era que ¨¦sta entrase en la boca del prelado elegido, de cuya santidad hab¨ªa pruebas suficientes desde el d¨ªa en que por especial gracia de Dios hab¨ªa pasado toda la tarde de un s¨¢bado en el cielo, sino que prefiriere la dignidad imperial, incluso de un modo escandaloso. Porque nadie dudaba que cuando la hostia inici¨® su marcha hacia la derecha del altar lo hac¨ªa con la intenci¨®n de servir de comuni¨®n al Emperador, el cual, por otra parte, as¨ª lo hab¨ªa entendido tambi¨¦n, pues ya estaba con los ojos cerrados y la lengua insinu¨¢ndose fuera de la boca en el momento en que Dios Sacramentado pas¨® por delante de ¨¦l y se fue derecho hacia el obispo de Hildesheim.
Era una insinuaci¨®n torcida, que ¨¦l conoc¨ªa de otras ocasiones, porque sab¨ªa de los tormentos que crucificaban el alma de su canciller, tan severo consigo y con los dem¨¢s y tan pesimista. Contrastaba su car¨¢cter con el del arzobispo cojo de Maguncia, que hab¨ªa pasado m¨¢s de la mitad del consejo moviendo los labios como si rezara, preocupado quiz¨¢ por disimular el disgusto que le causaban las palabras pronuncidas por su antecesor, llenas de reticencias respecto de la virtud de Su Majestad Imperial. Llegado su turno, el arzobispo dijo que el problema no estaba en la libre elecci¨®n de la sagrada forma, entre el obispo de Hildesheim y el Emperador de los cristianos, sino en la misma naturaleza del fen¨®meno, que ¨¦l interpretaba de la manera m¨¢s sencilla posible, es decir, como la voluntad expresa de Dios de preservar la excelsitud del misterio eucar¨ªstico, evitando con su poder omn¨ªmodo la ca¨ªda de la hostia en el suelo y quiz¨¢ su profanaci¨®n involuntaria por parte de las personas que de un modo espont¨¢neo y generoso estuvieran dispuestas a auxiliar al obispo pecador.
Era una opini¨®n ben¨¦vola, que el Emperador agradeci¨®, pero que no le consolaba. Pensaba entonces y segu¨ªa pensando a solas en su alcoba, en la realidad bastante menos agradable, pero m¨¢s cierta, de los reproches del maestro Gerardo, repetidos todav¨ªa durante la confesi¨®n de la v¨ªspera: si el penitente no hac¨ªa el prop¨®sito de combatir la obsesi¨®n pecaminosa que desde hac¨ªa meses llevaba enrollada en su coraz¨®n, aquel humilde confesor de Cristo se ver¨ªa obligado no s¨®lo a negarle la absoluci¨®n, sino tambi¨¦n a impedir p¨²blicamente que cometiera sacrilegio acerc¨¢ndose al banquete eucar¨ªstico, aunque una tal decisi¨®n le costara la vida. No hizo falta. Al final hab¨ªa sido el mismo Dios en persona quien le hab¨ªa negado la comuni¨®n en presencia de sus s¨²bditos, en la capilla palatina, a pocos pasos del sarc¨®fago del fundador del Imperio, en la amada ciudad de Aquisgr¨¢n.
A medida que iba calando dentro de s¨ª la enormidad del suceso que acababa de vivir, el sudor se redoblaba y la vista se le perd¨ªa. Volv¨ªa entonces a leer la carta del Papa Juan tratando de encontrar en ella un resquicio, la tranquilidad perdida, tal vez. En Santa Mar¨ªa Aventina, muy cerca del palacio pontificio, hab¨ªa aparecido un escrito dentro del sagrario, cuyas letras s¨®lo se tornaban visibles en las ma?anas de los domingos y durante el tiempo justo que duraba el rezo del credo. Dec¨ªa que 33 d¨ªas antes del fin de los tiempos se ver¨ªa a Dios renegar p¨²blicamente del Emperador de los cristianos y que el mundo entero desaparecer¨ªa aplastado por las esferas, a no ser que aqu¨¦l aceptase ser solemnemente coronado por el vicario de Cristo en la bas¨ªlica de San Pe- dro. Por eso le rogaba que no demorase ya m¨¢s el viaje a Roma, que de su ¨²nica voluntad imperial depend¨ªa la suerte del mundo y de todas sus criaturas.
En realidad, ¨¦l no se opon¨ªa a ser coronado en la capital de los cristianos. M¨¢s a¨²n, maestro Gerardo sab¨ªa bien que ¨¦se era su deseo desde ni?o, cuando una tarde de primavera, sentados ambos en el suelo a orillas del r¨ªo, reciente todav¨ªa su orfandad, el preceptor le hab¨ªa hablado con entusiasmo de las bellezas de la ciudad de los c¨¦sares, del intenso resplandor p¨²rpura de sus tardes veraniegas y de la pasi¨®n clamorosa de sus habitantes los d¨ªas de liturgia y ceremonia. Un sue?o que hab¨ªa mantenido en alto hasta hac¨ªa pocos meses y al que no renunciaba, pero que hab¨ªa ido aplazando sucesivamente con m¨²ltiples disculpas, atado por el placer pecaminoso y adulterino de descubrir antes la rubia alegr¨ªa del cuerpo duro y joven de la conesa Edith.
La imaginaba en aquel mismo lecho en donde ahora yac¨ªa ¨¦l triste y abatido, tendida a su lado, la firme curva del vientre dispuesta para el encuentro, de pronto tan dif¨ªcil e imposible. Hab¨ªa jurado no amar a ninguna mujer antes de amarla a ella, la m¨¢s hermosa de todas, la cierva m¨¢s graciosa de los anchos prados del norte, blanca y esbelta como un abedul de los hondos bosques de Minden. Privada de hombre por la infausta guerra de Lorena, que le hab¨ªa llevado al suyo y lo manten¨ªa cerrado en la h¨²meda oscuridad de las mazmorras del castillo de Varzy, prisionero del odio fr¨ªo e implacable del conde Ludger, llevaba con recatada decencia su desgracia. Se hab¨ªa dado a s¨ª misma y a su virtud el plazo de un a?o. Si al cabo de ese tiempo el preso no volv¨ªa, entregar¨ªa su cuerpo al deseo virginal del Emperador. Se lo hab¨ªa prometido con l¨¢grimas en los ojos, con un temblor inmaculado en la ternura transparente de sus manos de ni?a.
Era la causa de sus terrores nocturnos, la frente inagotable de los miedos que le tra¨ªa maestro Gerardo por las tardes, cuando despu¨¦s de la puesta del sol, siempre tan hermosa en los amados bosques del W¨¹rm, hac¨ªan juntos la meditaci¨®n de los nov¨ªsimos. Cada d¨ªa le hablaba, con los ojos abismados dentro de s¨ª, de un signo nuevo: el ni?o de Freising que sali¨® del vientre de su madre diciendo una horrible blasfemia y que provoc¨® en el acto el incendio de 29 casas, la mayor parte de ellas de conocidos puta?eros; el cura sacr¨ªlego de Berney, que despu¨¦s de comulgar en pecado revent¨® en el medio y medio de la iglesia y se convirti¨® en un trueno maligno que desde entonces aparece todas las ma?anas sobre el cielo de aquella villa y que arruina toda hierba y toda simiente ya desde antes de nacer; el zapatero cojo de Ratisbona, qu¨¦ est¨¢ en el infierno y que sufre y grita tanto que no deja dormir a sus antiguos vecinos de este mundo. Todo por los pecados de los hombres y por los designios de Dios, que s¨®lo le concedi¨® mil a?os de vida a este universo creado por ?l.
Lo sab¨ªa desde ni?o, cuando por las noches, despu¨¦s de re¨ªr con las divertidas ocurrencias del enano Tuotilo, ven¨ªa maestro Gerardo a buscarlo para las ¨²ltimas oraciones del d¨ªa. Al final acababa siempre con aquella consideraci¨®n sobre el fin del mundo, tan pr¨®ximo, tan inevitable. En lo m¨¢s ¨ªntimo, a ¨¦l ya no le importaba. Hab¨ªa crecido con la idea en la cabeza, sabiendo que por voluntad de Dios su vida, todav¨ªa adolescente, estaba destinada a perecer en el cataclismo universal, deshecha por el encuentro de los elementos, triturada por la piedra, devorada por el fuego, machacada. Hasta que hac¨ªa poco m¨¢s de un a?o, una noche de Navidad, Fulberto de Reims, sabio y alucinado, se hab¨ªa echado a los caminos para predicar la nueva profec¨ªa, deducida de complicados c¨¢lculos de la lectura de San Juan: si el tercero de los emperadores recibiese la corona de las manos del Papa antes de que aqu¨¦l cumpliera 20 a?os, el mundo durar¨ªa un milenio m¨¢s.
Nunca hab¨ªa cre¨ªdo en tal cosa. Las cuentas, tal como hab¨ªa aprendido de labios de maestro Gerardo, estaban bien echadas y los signos, adem¨¢s, eran lo suficientemente claros y evidentes en su significado. Nadie iba a impedir ya la destrucci¨®n anunciada, la cat¨¢strofe de las esferas, la furia de los astros. Sin embargo, ya hab¨ªa decidido el viaje. Sali¨® convencido de la iglesia por la ma?ana y se afianz¨® todav¨ªa m¨¢s por la tarde, cuando una multitud gimiente se acerc¨®. a las puertas de palacio implorando la partida del Emperador, suplicando por sus vidas, pero tambi¨¦n por sus vacas y sus cerdos, los conejos y las gallinas. Eran cientos y cientos, muchos de ellos llegados desde m¨¢s de 20 leguas, a pesar de la nieve y los bandidos. Desde el inc¨®modo escondrijo de la torre del homenaje todav¨ªa pudo ver por entre las lanzas de los soldados el rostro apretado y seco de una mujer que llevaba un ni?o en los brazos. Miraba con espanto, acaso con una cierta dulzura resignada y fatal, incr¨¦dula de la generosidad de los poderosos, desconfiada.
Con el romper del d¨ªa salt¨® de la cama. Los ladridos de los perros, que corrieron r¨¢pidos hacia la cocina, desencadenaron de repente un movimiento nervioso por todo el palacio, convertido en poco tiempo en un rumor musical de perolas, de martillos, de hierros de forja, de herraduras de caballo, de armas reci¨¦n templadas. Como una tormenta, el Emperador caminaba a grandes pasos por los corredores, sub¨ªa escaleras, daba ¨®rdenes sobre la marcha, dispon¨ªa correos, adelantaba emisarios. Una actividad alocada, puesta en movimiento por su voluntad poderosa, que s¨®lo ¨¦l sab¨ªa que en el fondo ocultaba el dramatismo inconfesable del convencimiento ¨ªntimo que ten¨ªa de que todo aquello no serv¨ªa para nada. fue precisamente en ese momento cuando le vino a la cabeza la imagen de la condesa Edith y volvi¨® a sentir el coraz¨®n galopando por las venas, incluso en los ojos.
A las doce de la ma?ana, con el viento norte mortificando como un cuchillo el aire caliente de los pulmones, la comitiva estaba ya dispuesta. Una masa vociferante y ruidosa, euf¨®rica, gritaba por la vida del Emperador, que desde el alto del caballo contemplaba la cinta blanca del r¨ªo, remansado y perezoso en la amplia curva de las termas, del otro lado de la iglesia de Santa Cecilia. Un poco m¨¢s a la derecha, una casa grande, con el tejado cubierto de nieve y las siete chimeneas echando humo, le oblig¨® a apretar los dientes y tragar una blasfemia. Para ayudarse levant¨® solemne y decidido el brazo izquierdo, y el imperio se puso en marcha con ¨¦l a la cabeza. Al mismo tiempo empezaron a tocar las 362 campanas de la ciudad. Con la emoci¨®n del momento nadie, absolutamente nadie, vio que de los ojos del Emperador bajaba una l¨¢grima, una sola. Corri¨® por la mejilla, dej¨® un breve recuerdo amargo en la comisura derecha de la boca y despu¨¦s rod¨® hasta perderse entre las crines del caballo.
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