'Un estrecho arroyo'
Felipe Mellizo, periodista y escritor. Premio Nacional de Periodismo 1984 V¨ªctor de la Serna de la Asociaci¨®n de la Prensa de Madrid por su labor en TVE (1985). Naci¨® en C¨®rdoba en 1932 y es autor de obras como El lenguaje de los pol¨ªticos, Arturo Rey, Literatura y enfermedad, Notas alemanas y Escritos. Conocido m¨¢s por su trabajo en los medios de comunicaci¨®n, Felipe Mellizo es, sin embargo, un gran conocedor y amante de la literatura. Su respeto a ella seguramente le ha impedido prodigar m¨¢s este otro oficio de narrador que aqu¨ª muestra.
"Perfection, of a kind, was what he was after and the pectry he invented was easy to understand". (Wilbam Auden: Epitafio a un tirano)Melissa trataba, infructuosamente, de evitar la inolvidable sala de t¨¦ de Cosmo Place y a veces lo consegu¨ªa durante semanas, incluso meses. Bueno, eran temporadas de amor, o de tensi¨®n, o de miedo, que la llevaban a recluirse en los brazos del amado o en su piso, bonito y vulgar como cualquier otro piso de joven burguesa, suficientemente educada, suficientemente divorciada. En esas temporadas de miedo, Melissa no recordaba la sala de t¨¦ de Cosmo Place. Se zambull¨ªa, severa, en las siempre semiinventadas tareas de la oficina, compraba libros de magia china en Arthur Probsthian, llevaba al ni?o a visitar abuelos y museos, guisaba a solas cuidadosos condumios aprendidos en manuales japoneses y hac¨ªa gimnasia sueca en Lincoln's Inn Fields.
Luego, siempre s¨²bitamente, el miedo desaparec¨ªa, una tarde cualquiera, quiz¨¢ cuando llamaba por tel¨¦fono Perla: "?C¨®mo est¨¢s? ?Vamos a la exposici¨®n de Modigliani?", aunque luego perdieran horas hablando de amores falfidos y dispositivos intrauterinos. Las llamadas de Peter, que viv¨ªa en Estocolmo desde que se divorciaron, sol¨ªan provocar en Melissa un repentino valor. O un furor. Peter, que s¨®lo ven¨ªa a Londres cada dos o tres meses, siempre con un buen regalo para el ni?o y una excesiva sonrisa, ofend¨ªa a Melissa con su sola existencia. Ni siquiera ella misma pod¨ªa entender por qu¨¦. Vagas ternuras lejanas interrump¨ªan su odio, de cuando en cuando, y entonces se sent¨ªa incapaz de dominar sus propios sentimientos de culpabilidad. Beb¨ªa entonces, y lloraba, llamaba a Perla o se lanzaba, al anochecer, a bordo de su diminuto autom¨®vil italiano, y tomaba una o dos copas en las tabernas elegantes de Mayfair, temblorosa y guapa, bien inm¨®vil en la barra de cobre, advirtiendo en su nuca y en su cintura las mirada de los hombres abandonados, los maridos sin mujer.
O se iba a casa de Martin, cuya puerta siempre estaba abierta. Se pod¨ªa dormir all¨ª, junto a los otros, respirando la atm¨®sfera dulce de marihuana, frente a los posters con paisajes australianos, soleados y, sobre todo, aquella fotograf¨ªa nocturna: Botany Bay, bajo un cielo como un espejo azul profundo, de pronto sacralizado por la Cruz del Sur. En casa de Martin dorm¨ªa Melissa, emparejada con los muchachos y las muchachas sin nombre.
Era, all¨ª, con Martin, que ten¨ªa algo de reptil prematuro, untuoso, una p¨¢lida mirada de hielo tras sus ligeras gafas sin montura, cierta monstruosidad en sus flacas clav¨ªculas, donde Melissa hablaba del hemisferio Sur, una Australia de ombligos floreados, la ¨²ltima canci¨®n de John Lennon, acaso collares de miga de pan, you know waht I mean., alguna confidencia para asesinar a los ausentes.
Pero, inevitablemente, volv¨ªa y, sin pensarlo, se encontraba tomando un hirviente t¨¦ ma?anero en la salita de Cosmo Place, frente a la enorme tetera de viejo y reluciente cobre rojizo. Entonces se asombraba de que la chica filipina que atend¨ªa el mostrador la recordase y respond¨ªa con una amable sonrisa. En otro tiempo, Derek la esperaba all¨ª, cada ma?ana, antes de ir cada uno a su trabajo. Derek, que todo lo hab¨ªa aprendido en los libros, lentamente, se hizo, durante unos meses, tan imprescindible en la ma?ana con la ma?ana misma. Tan necesario en la noche como la ma?ana misma. Se citaban a la puerta del British Museum, o en el pub de Edgar Wallace, en el Temple, a veces cenaban en The First Edition o a bordo de La Hispaniola, anclada en Charing Cross sobre la grasa del T¨¢mesis, y luego se iban a la cama, a casa de Perla durante alg¨²n tiempo y, luego, al refugio que Derek alquil¨®, en Fetter Lane y que nunca fueron capaces de barrer. En un cart¨®n sujeto a la pared con chinchetas, Derek hab¨ªa escrito una sentencia implacable de Blas Pascual: "El ¨²ltimo acto es sangriento, por bello que sea el resto de la comedia". Melissa llevaba, de cuando en cuando, caviar, champa?a, una perla solitaria prendida en el pelo.
Derek intentaba a veces leer en voz alta un libro, La guerra de las Galias, por ejemplo, pero Melissa pon¨ªa un poco de m¨²sica, bailaba ¨¢gil, dulcemente, mov¨ªa sus manos audazmente hacia las ingles del hombre. Se duchaban juntos y Melissa, inevitablemente, hablaba entonces a Derek del hemisferio Sur, aquella foto nocturna de Botany Bay, qui¨¦n sabe si de la selva de Nueva Guinea, los cultos f¨¢licos, la libertad de los can¨ªbales felizmente irredentos, Martin.
Bueno, el sentimentalismo pon¨ªa en peligro a Melissa; as¨ª es que, cuando el azar la llevaba a la Cosmo Place, se resist¨ªa a entrar en la salita. Pero entraba. Demasiadas palabras de Derek hab¨ªan permanecido, como impresas, en aquellas paredes.
Luego ocurri¨® el incidente de Semenwarden. Ely Semenwarden hab¨ªa nacido en Varsovia, alrededor de 1909. Sus padres emigraron a Londres en 1921. Hac¨ªa, no se sabe en qu¨¦, d¨¦biles tareas en la imprenta de su primo, Da Cohen, en un cul de sac de Farrington Street, y all¨ª iba Derek de cuando en cuando a retirar pruebas de imprenta. Melissa lo acompa?¨® en alguna ocasi¨®n, liberada moment¨¢neamente del hijo, la onerosa evidencia de sus padres -el ex miembro tory del Parlamento Duncan Watkins y la gruesa se?ora Watkins, anglicana furibunda y helada, amante de las joyas y los veranos en el cottage de Cornualles-, y la s¨®rdida oficina del Ministerio de Defensa, en la zona helada, inhumana, de Theobald's Road.
Una tarde, mientras Derek correg¨ªa pruebas en una mesa arrinconada de la imprenta, Melissa se acerc¨® a Semenwarden, que doblaba pliegos de papel. El hombrote la mir¨® torpemente, y de pronto se desabroch¨® el pantal¨®n y mostr¨®, iracundo, a la mujer su grueso y colgante falo circunciso mientras gritaba en hebrero: ?Nav'nad, na-vnad! Hubo un revuelo. Los cajistas se abalanzaron sobre Semenwarden y Derek cogi¨® del brazo a la helada Melissa y la llev¨® al despachito de Da Cohen, que acogotaba a su primo grit¨¢ndole algo en yiddish. Fue luego Cohen el que dir¨ªa a Melissa lo que significaba el gru?ido aterrado de Semenwarden.
-Nada... Es una palabra vieja... Quiere decir fugitiva, aventurera, insegura... Algunos creen que quiere decir muerta.
Esa noche, en el piso, Melissa dijo a Derek que iba a pasar unos d¨ªas con Martin y sus amigos en una casita de Brighton, a descansar. Ni siquiera ella misma sab¨ªa que estaba cumpliendo su inexorable tarea en el gran mecanismo de la traici¨®n, que es el principio de la vida. Brighton no era el hemisferio Sur, pero s¨ª lo m¨¢s parecido al hemisferio Sur que puede encontrar un brit¨¢nico desolado por el miedo, los seguros, los empleos, los impuestos, los hijos, el alcohol, las compras a plazos, el sexo y los escrupulosos horarios.
-Bueno, divi¨¦rtete y ten cuidado -dijo Derek.
Al d¨ªa siguiente, los irlandeses mataron a lord Mountbatten. Derek estuvo muy ocupado en el semanario y, a la noche, fue un rato al cafet¨ªn de Ben, Annabel. Hablaron de Semenwarden.
-Tampoco t¨² entender¨¢s nunca a los jud¨ªos -dec¨ªa Ben.
-?Y t¨² a los cristianos?
-Claro que s¨ª. Jes¨²s quer¨ªa que todos nosotros adopt¨¢semos la postura de los dioses, perdonar las ofensas, pagar el odio con el amor, cosas as¨ª... ?Qui¨¦n puede mantener a su familia arriesg¨¢ndose cada d¨ªa a que lo cruficiquen?
Derek comprendi¨® que la llegada del Mes¨ªas pone en peligro la vida diaria, los cr¨¦ditos, la huerta, la dulce necesidad de la venganza. Al salir, subi¨® hasta Theobald's Road y tom¨® una o dos copas en una o dos tabernas.
En ese mismo instante, Melissa, conmovida por un gesto, irritada contra una inexistente prisi¨®n, adormecida por la marihuana, dejaba a Martin que acariciase sus muslos mientras, con su
'Un estrecho arroyo'
larga mano enjoyada, bajaba la cremallera de? pantal¨®n del hombre, lejano, acostumbrado a recibir donativos de la carne y del bolsillo.Ni siquiera hab¨ªan ido a Brighton. Melissa llev¨® a Martin al piso de Derek, segura de su capacidad para la perfecci¨®n, y all¨ª se entreg¨®. Copul¨® con una extra?a sensaci¨®n de novedad y liberaci¨®n. Jam¨¢s hab¨ªa estado tan cerca del hemisferio Sur, grandes ballenas saltando en el horizonte caliente del mar, cocos y caderas, casas blanqueadas, hijos de todos, humo.
S¨®lo al d¨ªa siguiente, de regreso a la Cosmo Place, al turbado Derek, a la vida general e inevitable, tuvo que mentir, con la tranquila inocencia del superviviente, muerto ya de alguna manera Martin, lejos ya de aquella debilidad inexplicable. A la entrada del metro de Holborn hab¨ªa un viejo enarbolando una pancarta: "Hay cuatro cosas que Dios quiere que usted sepa". Pero las mentiras eran f¨¢ciles, porque Derek navegaba en otros mares, absorto ante la precisi¨®n metaf¨ªsica del horror evang¨¦lico. Ser recibido con palmas y ramos de olivo, perdonar a la ad¨²ltera, resucitar a los muertos, recibir el beso de Judas en la ¨²ltima cena, posiblemente en The First Edition, acaso sentir c¨®mo se disuelven las arterias en el Huerto de los Olivos, esperar los tres d¨ªas en el sepulcro para volver, intocable ya, a oficiar la despedida antes de partir para el Pa¨ªs de Nunca Nunca Jam¨¢s, a jugar con Peter Pan y los ni?os perdidos.
Eso permiti¨® a Melissa convertir su traici¨®n en obra de arte. Utiliz¨® con Martin el lecho de Derek, regal¨® a Martin con el dinero de Derek, ofreci¨® a Martin sus delicados guisos japoneses en lugares que a Derek le estuvieron siempre prohibidos, dio a Martin las camisas de Derek, suplic¨® a Derek, con emocionante y hermosa vileza, que hiciera a Martin meditados favores, repiti¨®, desnuda, debajo de Martin, los gestos y las palabras que inventara para Derek. Elev¨® as¨ª la mentira a la condici¨®n de estatua: construy¨® un monumento de sue?os y asesinatos.
Melissa visit¨®, dos veces, a Semenwarden en el hospital psiqui¨¢trico al que Da Cohen hab¨ªa llevado al gigant¨®n. Enterr¨® en un s¨²bito olvido los regalos de Derek. Huy¨® de la Cosmo Place, tensa la voluntad para no incurrir en miradas ni en recuerdos, a veces inclin¨¢ndose sobre instantes lejanos, los relieves de Tigrath Pilesser, la un¨¢nime melancol¨ªa de las piezas de cer¨¢mica etrusca amontonadas en una vitrina. "Perla, darling, ya te llamar¨¦ ?Salimos? Hay una oferta de collares en Selfridges".
Los chicos, bajo la tenue llovizna, jugaban al tenis, sin gloria, frente a la Escuela de Farmacia, imitando la fantas¨ªa indolente del hemisferio Sur, el capit¨¢n Cook. Si se inyecta uno una chispa, lo que se dice una chispa, de LSD en la punta del pene, la erecci¨®n dura seis horas.
La huida de Martin y la muerte de Derek -que a¨²n anduvo, como una ovejuela enferma, rondando unas semanas entre el asombro y la nostalgia, la ira y la repulsi¨®n- dejaron a Melissa en manos de los otros: grupos de hombres que est¨¢n siempre en alg¨²n bar, productores de cine, expertos de la ICL duchos en la b¨²squeda de divorciadas. Olvid¨® parcialmente su propia vileza ante Martin. Hizo concienzudos ejercicios gimn¨¢sticos. Mejor¨® su maquillaje para evitar a la historia el drama de las mejillas ca¨ªdas. Escribi¨® a Martin cartas displicentes, modernas, que s¨®lo recibieron la respuesta de un balbuceo. En esos d¨ªas, Peter vino de Estocolmo, para una breve visita, y Melissa durmi¨® con ¨¦l, entreviendo una diminuta y s¨®rdida oportunidad. Luego recuper¨® la dureza alegre de las viejas ma?anas. Era Melissa Watkins, el imperio brit¨¢nico encarnado, una magn¨ªfica combinaci¨®n de besos y orinales, de dignidad y gargajos de burdel, de gracia ang¨¦lica y asperezas de marinero, de risotadas y soledades inmensas, sobrecogedoras.
Sorbi¨® con placer el ¨²ltimo trago de t¨¦ hirviente, sonri¨® a la filipina y sali¨® a la calle. Atraves¨® la Queen's Square, entre presurosas enfermeras. Descendi¨® a Ho1born. por Lamb's Conduit. Camin¨® hacia la Shoe Lane, la hermosura de las grandes bobinas de papel de peri¨®dico, el olor a tinta, los peque?os e inc¨®modos restaurantes de urgencia, el r¨ªo. all¨ª abajo, siempre como una amable sorpresa gris¨¢cea, rumbo al hemisferio Sur. Y de pronto, ya en Ludgate Circus, donde se remansa y dispersa la multitud, que estalla en una met¨¢stasis fulgurante, que penetra en los cuchitriles y las bocas del metro, en las tiendas de discos y los urinarios, se sinti¨® nueva, otra, dura, invencible, Melissa, enfrentada a la vida, esta vez para siempre, heroicamente dispuesta a no volver nunca a confundir el coraz¨®n con el co?o, libre, madre, fuerte, limpia, ¨²nica.
Suspir¨® hondamente. Subi¨® hasta St. Paul. Se sent¨ªa joven. En la iglesuca de St. Martin-within-Ludgate vio anunciado un concierto del mediod¨ªa. Una polaca, Irene Grossmann, tocar¨ªa cosas de Debussy. Cuando entraba, tres vagabundos la adelantaron. Uno de ellos se volvi¨® un instante a mirarla y Melissa pudo ver, bajo aquellos ojos gastados, oscuros, la fascinante huella del tiempo perdido. En seguida empez¨® el concierto.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.