Las p¨¢ginas 'silencias'
A las p¨¢ginas en blanco que dejaba en sus relatos las llamaba silencias. Eran p¨¢ginas silencias. Y sol¨ªa decir Juan Rulfo, cuando los eruditos implacables le preguntaban por la man¨ªa, que las constru¨ªa limpias de escritura para que el lector las rellenara a su antojo. Como todos, yo conoc¨ª a Rulfo en la habitaci¨®n de un hotel. Recuerdo las primeras p¨¢ginas silencias con las que me obsequi¨® cuando aquel t¨ªmido y esc¨¦ptico mito de la literatura contempor¨¢nea, que tropezaba al hablar, fing¨ªa tristeza por mera educaci¨®n y jam¨¢s aprendi¨® a pronunciar un no rotundo, descubri¨® mis pelmazas intenciones charlatanas.Hab¨ªa algo que a Rulfo le enmudec¨ªa a¨²n m¨¢s que hablar de literatura: someterse a entrevistas. Y si la charla period¨ªstica pretend¨ªa centrarse en' su literatura, al cabo de los monos¨ªlabos de amabilidad, soltaba por la habitaci¨®n del hotel una tonelada del silencio reconocible con el que hab¨ªa edificado aquellas soledades geogr¨¢ficas de Comala y Luvina. Un silencio que hac¨ªa ladrar a los perros.
A?os despu¨¦s de aquel primer encuentro lamentable en Canarias, cuando aprend¨ª a no charlar con Rulfo de literatura y de autores, supe que su silenci¨® no era de raza novelera, sino de estirpe biol¨®gica. Era la autodefensa que los hombres de su tierra, al suroeste de Jalisco, hab¨ªan levantado contra los forasteros. "Mis gentes no cuentan nada si aparece un extra?o. En las tardes, los importantes se sientan en alg¨²n quicio a conversar. Supongamos que llegas t¨². No se callan, no se van, pero empiezan a decir cosas sin sentido, que no son de ellos: 'Qu¨¦ pas¨® con aquel cami¨®n. Parece que va a llover. Se est¨¢ haciendo tarde'. Luego, cuando te vas, seguro vuelven a contarse sus cosas, las cosas que pasan en el pueblo".
Con Rulfo s¨®lo hab¨ªa una manera de conjurar en la charla sus famosas y desarmantes p¨¢ginas silencias, que frustraron a tantos entrevistadores, ¨¢vidos de intimar con el fundador de Comala, el primer territorio fant¨¢stico de la literatura hispanoamericana; la regla era hablar de la vida y nunca de la literatura. Evitar por todos los medios las referencias a Juan Preciado, Pedro P¨¢ramo, Dolores, Dyada, Don¨ªs, Anacleto Morones o Susana San Juan.
Con el escueto escritor mexicano hab¨ªa que charlar de lo mismo que con los viejos de San Gabriel que charlaban en los quicios: de vientos mayores y menores, de los olores de la tierra, de ¨¢rboles, de flores con nombres aparatosos. De naturaleza, jam¨¢s de cultura. Rulfo transgred¨ªa su silencio y hablaba. Hablaba incluso inmoderadamente, contaba historias de su tierra peque?a, ironizaba con ret¨®rica anglosajona debajo de su bien trabajada m¨¢scara de tristeza, se le escapaban referencias biogr¨¢ficas y, sin pretenderlo, te contaba a su manera, con viejo estilo campesino, las claves secretas de una obra que, un d¨ªa de 1955, conmovi¨® los cimientos realistas de la narrativa moderna en lengua espa?ola.
Seguramente hab¨ªa muchos rulfos y un mont¨®n de juanes tras aquella menuda y titubeante figura siempre huidiza, permanentemente abrumada por los elogios y que le profesaba al ¨¦xito, especialmente al suyo, un horror de rango bioqu¨ªmico. Pero la doble imagen que ha quedado grabada en mi memoria es la de un silencioso Rulfo p¨²blico y la de un ameno Juan privado. Recuerdo la ¨²ltima charla. Todav¨ªa ten¨ªa en sus manos el enorme pergamino real, solemnemente laceado, que lo acreditaba como premio Pr¨ªncipe de Asturias de las Letras. Estaba fugado de los flashes, de los micr¨®fonos, de las grabadoras y de los hispanistas en un rinc¨®n bastante inexpugnable del hotel de la Reconquista de Oviedo. Su ¨²nico inter¨¦s, en aquellos momentos, era conocer los pormenores bot¨¢nicos y m¨ªticos de los bosques norte?os que el d¨ªa anterior hab¨ªa visitado. Estaba fascinado por el bosque de la rama dorada, por el sagrado mu¨¦rdago curalotodo que rodea el roble, donde canta el urogallo en celo, corretean los diosecillos de la humedad y un d¨ªa trotaron aquellos caballeros que iban en pos del Santo Grial.
Para decirlo con precisi¨®n: estaba seducido por un escenario mitol¨®gico que se situaba en las ant¨ªpodas narrativas y cartogr¨¢ficas de ese ya cl¨¢sico cosmos literario de sus historias; un universo construido de vientos negros de Luvina, con intenso olor a sombras recalentadas por el sol, sabores agrios de naranjos y arrayanas, aquel polvo sin sombra del camino real de Talpa, atronadores silencios de ultratumba y el ya c¨¦lebre calor infernal que golpe¨® a Juan Preciado al iniciar el descenso de Comala, el mismo comal acalorado que osan atravesar los ingenuos errantes del cuento Nos han dado la tierra. Conversar alegremente del bosque de la rama dorada, en el quicio de aquel rinc¨®n a prueba de entrevistas y ch¨¢charas literatas, era la manera que Juan ten¨ªa de olvidarse de Rulfo, su carga y su destino nunca plenamente asumido.
No lamento haber desaprovechado las horas que pas¨¦ con el autor de Pedro P¨¢ramo y El llano en llamas sin mencionar en las relajadas conversaciones su obra y sus personajes, ni siquiera una sola vez. Eso me ha permitido conocer a un hombre esencialmente honrado, que descre¨ªa con vehemencia de los fastos culturales y al que le parec¨ªa mucho m¨¢s importante la vida que la literatura. Precisamente en unos tiempos en los que es norma todo lo contrario.
Pero Rulfo nunca renunci¨® a la literatura. La traslad¨® a su vida privada, la despoj¨® de todos los elementos p¨²blicos y la territorializ¨® en la vida ¨ªntima. Su ¨²nico inter¨¦s, siempre lo dec¨ªa, era que lo leyeran "dos o tres amigos". Todo lo dem¨¢s le parec¨ªa accesorio, trivial y vanidoso. Pero sigui¨® escribiendo Rulfo todo este tiempo, aunque pocos de sus textos hayan logrado sobrevivir a su feroz autocr¨ªtica. En cualquier caso, lo importante no es lo que este peque?o campesino de Jalisco agobiado por el triunfo literario haya podido hacer, sino lo hecho.
Al sur del condado faulkneriano de Yoknapatawha, al oeste del jard¨ªn de los senderos que se bifurcan, un d¨ªa de 1955, el arquitecto Rulfo fund¨® la ancha franja de Comala, territorio in¨¦dito para la novela hispanoamericana que proyect¨® en la escala fant¨¢stica y fantasmag¨®rica. Despu¨¦s, surgir¨ªan las fundaciones de Macondo, Santa Mar¨ªa, Cholula, la isla de Willings, la ciudad cin¨¦fila del infante difunto, los barrios de Rayuela, Piura e Iquitos, Canudos y Favella. Y al s¨¦ptimo d¨ªa, claro, Juan cay¨®.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.