Fascinaci¨®n
Era una de esas noticias breves que aparecen enterradas en las p¨¢ginas interiores de cualquier peri¨®dico, metralla de teletipo destinada a rellenar un hueco ¨ªnfimo. Fechada en Jap¨®n, hablaba del suicidio de Yukiko Okada, una popular cantante. Tan popular, que cerca de 30 adolescentes niponas hab¨ªan tomado posteriormente la extraordinaria decisi¨®n de acompa?arla en su viaje a lo desconocido.Algunas informaciones producen tanto desasosiego por su contenido como por lo que se intuye del tel¨®n de fondo del suceso. No es extra?o Jap¨®n a las epidemias de suicidios, pero ?morir por una figura de la canci¨®n? El lector sacude la cabeza con perplejidad y se pregunta por la personalidad de Yukiko Okada, las circunstancias de su muerte, los motivos de sus macabras imitadoras. Nada. Otro dato nebuloso m¨¢s que a?adir a la historia secreta de la relaci¨®n entre los ¨ªdolos y sus fans.
Se supone que las estrellas son un reflejo, m¨¢s o menos directo, de las ansias subterr¨¢neas de la sociedad que les cobija, que sirven de espejo para que el p¨²blico contemple y perfile su propia imagen, aumentada y engrandecida. Que funcionan como un mecanismo compensatorio que satisface simb¨®licamente los deseos que sus seguidores no podemos realizar en nuestras vidas vulgares. Un mecanismo aberrante, a?aden cr¨ªticos ce?udos.
Sabemos todo sobre las estrellas -biograf¨ªa ¨ªntima, carrera profesional, fobias y filias-, pero desconocemos lo esencial: los complejos usos que de ellas hacen sus s¨²bditos. Funcionan como alegor¨ªas polivalentes. En el caso de las estrellas ca¨ªdas en desgracia, el mensaje es moralista: avisos sobre el lado oscuro del impulso hacia el triunfo social. Esas trayectorias tr¨¢gicas nos advierten sobre los peligros que acechan en la cumbre: decadencia, derroche, corrupci¨®n, infidelidad, locura, muerte. En su vertiente m¨¢s radiante, sin embargo, las estrellas transmiten sugerencias reconfortantes: su victoria sostiene el ideal democr¨¢tico de la sociedad abierta y accesible. La semblanza arquet¨ªpica de la estrella recalca que nos hallamos ante un ser humano normal, incluso de origen modesto, dotado de un cierto talento que hace que recalgan las miradas en ¨¦l; una combinaci¨®n de circunstancias -nunca falta la diosa Fortuna- permite su acceso al estrellato, desde donde se quita importancia al milagro, "esto est¨¢ al alcance de cualquiera que tenga arte y audacia".
Gran enga?o: la estrella puede ser, a efectos electorales, uno m¨¢s de nosotros, pero goza de propiedades intangibles que le distancian de la multitud. Tiene una capacidad para crear algo, evidentemente, pero reforzada por ese intangible que llaman carisma: las cualidades excepcionales que algunos llegan a considerar sobrehumanas, una magia part¨ªcular que hace que sintamos una afinidad emocional con su persona. Seg¨²n el grado de enamoramiento particular, esa admiraci¨®n puede quedarse en una identificaci¨®n superficial o llegar a la imitaci¨®n de las caracter¨ªsticas fisicas y al comportamiento p¨²blico del personaje elegido, como aquellas efervescentes madonnitas del pasado a?o. Actitudes que resultan rid¨ªculas o desmedidas para los no creyentes, pero que, a la postre, tienen una funci¨®n psicoterap¨¦utica en un sistema social que g¨¹era soledad y alienaci¨®n.
La estrella, consciente de su papel, baila un primoroso minu¨¦ con la bestia del mill¨®n de cabezas. Mediante un met¨®dico proceso de seducci¨®n, aprovechando todas las plataformas de los medios de masas, consigue llegar a las alturas, donde r¨¢pidamente establece sistemas de defensa contra sus devotos: "Soy del pueblo y me debo al pueblo, pero prefiero que se quede al otro lado de la tapia de mi residencia". No obstante, sigue azuzando los deseos an¨®nimos. Para diferenciarse de los famosos-de-quince-minutos, producto de la opulencia comunicacional, el ¨ªdolo debe acenturar los signos externos para que no quepa duda de que se trata del art¨ªculo genuino. As¨ª ofrece a la curiosidad p¨²blica una forma de vida envidiable, recordatorio de su capacidad para consumir con alegr¨ªa y sin l¨ªmites aparentes: los anhelos que lubrican las ruedas de nuestra cultura, presentados en p¨¢ginas satinadas para envidia del resto de los mortales.
Un juego que puede llegar a ser cruel. La maquinaria de explotaci¨®n de su talento pone piezas inertes de la estrella en el mercado, atractivos mendrugos que deben saciar el hambre de sus seguidores. Algunos de ellos no se conforman con vaciar sus bolsillos: quieren transformar su adoraci¨®n metaf¨ªsica en una experiencia de persona a persona. Necesitan palpar, confesarse o un pasaporte a la fama, como aquel memorable Rupert Pupk¨ªn, protagonista de El rey de la comedia. En la pel¨ªcula de Scorsese, el intruso consigue lo que desea; en la realidad, se estrellan contra las murallas. Y cuando esa frustraci¨®n se agria nace una hostilidad que puede desembocar en el absurdo de un Mark Champan disparando contra John Lennon, la persona idolatrada.
El drama del 8 de diciembre de 1980 -har¨¢ el lunes seis a?os- impresiona precisamente por lo que tiene de disparate. Un chico de 25 a?os, que unas horas antes ha expresado su deleite ante el hecho de que el cantante le autograf¨ªe una copia de su ¨²ltimo disco, espera a la puerta de su domicilio, se dirige a ¨¦l respetuosamente -"?Mr. Lennon!"- y vac¨ªa el cargador de su pistola, tras lo cual abre su copia de El guardia entre el centeno, la novela de J. D. Salinger, y espera la llegada de la polic¨ªa. Luego es el turno de las especulaciones, de la b¨²squeda de claves. ?Puede significar algo que Champan tenga un grabado de Dal¨ª que se refiere al asesinato de Abraham. Lincoln? ?Qu¨¦ debe deducirse de ese deslumbramiento por Lennon que le lleva a firmar con el nombre del m¨²sico? ?Cabe hablar de suicidio psicol¨®gico cuando se mata a la persona que uno hubiera deseado ser?
Un homicidio se convierte, qu¨¦ paradoja, en la consumaci¨®n de un amor imposible. Como las fans de Yukiko Okada, inmol¨¢ndose en recuerdo de su adorada desaparecxida, es la expresi¨®n de la intensidad de unos sentimientos que el destinatario ignora o asume como un tributo habitual. Champan es un improvisado sacerdote del culto a la celebridad, que rompe la baraja de lo que es permisible -el consumo pasivo de los productos lanzados por la industria del entretenimiento- para recordar, con la contundencia de lo irreversible, su derecho a ser tomado en cuenta. Contra la banalizaci¨®n del v¨ªnculo entre divinidad y admirador, una acci¨®n salvaje y perversamente rom¨¢ntica, fuera de la l¨®gica que exige el mercado. Durante unos instantes, crujen los engranajes ante ese reto desesperado al menosprecio de esa pasi¨®n tan sabiamente encendida por los experws en la venta de sue?os. Luego, una vez reforzada la vigilancia, todo vuelve a ponerse en marcha.
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