Peor el remedio que la enfermedad
Un conocido estudioso del derecho ha dedicado con notable fortuna parte de sus esfuerzos a llamar la atenci¨®n sobre la dependencia ling¨¹¨ªstica de la organizaci¨®n jur¨ªdica. Aquello que hace que los contenidos normativos se transmitan por medio del lenguaje, y que ¨¦ste haya de ser siempre objeto de interpretaci¨®n, puesto que tambi¨¦n siempre lleva consigo una carga de sentido, de sentidos posibles. Ello supone as¨ª que las reglas desplacen una parte de su eficacia ordenadora hacia el int¨¦rprete y especialmente sobre el juez.Este dato, connatural a la experiencia jur¨ªdica, no es en s¨ª mismo ni bueno ni malo, simplemente es como es y no podr¨ªa ser de otro modo. Pero, eso s¨ª, tiene una importancia fundamental -quiero decir un peligro- sobre todo para la salud y estab¨ªlidad de ciertas libertades, y entre ellas, m¨¢s que ninguna otra, la de expresi¨®n. Precisamente porque los detentadores del poder de administrar su uso legal, adem¨¢s de declarar lo que la ley dice en cada caso, establecen por v¨ªa de autoridad lo que el sujeto emisor a quien se juzga hab¨ªa querido decir o dicho realmente, y quiz¨¢ sin saberlo.
?sta es una circunstancia que hace a aqu¨¦llos doblemente poderosos, puesto que ampl¨ªa hasta duplicarlo el ¨¢mbito de la interpretaci¨®n; y doblemente necesitados de garant¨ªa a sus administrados, tanto m¨¢s vulnerables en cuanto que no son sus hechos sino sus palabras lo que se valora, y no con fines de debate, sino de castigo. Es decir, se enjuicia una forma de la conducta que es ambivalente por excelencia y, cuando es oral, irreproducible en la mayor parte de los rasgos -el gesto, el tono, la emotividad- que la distinguen. Una forma de la conducta las m¨¢s de las veces inverificable y dif¨ªcilmente reproducible en su contexto original.
La libertad de expresi¨®n es una de las fundamentales se?as de identidad del sistema democr¨¢tico. A tal punto que s¨®lo podr¨ªa decirse que existe democracia all¨ª donde el inconformismo se encuentra efectivamente tutelado; y tanta democracia como posibilidades de disentir p¨²blicamente del poder, de las instituciones, de los valores consagrados por el establishment.
Pero el derecho a la manifestaci¨®n del pensamiento, como todos los otros fundamentales, se ha abierto camino hist¨®ricamente enfrentado a la idea de l¨ªmite, que es como vive -en ocasiones malvive- en la actualidad. Ello supone, en consecuencia, que la concreci¨®n del alcance de la primera se resuelve necesariamente en la determinaci¨®n del espacio acotado por el segundo, del qu¨¦, c¨®mo y de qui¨¦n se puede decir o no decir. Una tarea que est¨¢ encomendada a los jueces y con el C¨®digo Penal como punto de referencia.
La palabra
La atribulada genealog¨ªa del derecho que nos ocupa se ha escrito por eso sobre todo en negativo y en papel de oficio. En monta?as de papel de oficio lanzadas desde las tarimas sobre los deslenguados, en defensa de valores relativamente diversos seg¨²n las ¨¦pocas, pero siempre en funci¨®n de una u otra forma de poder. Poder que se ha ido retirando estrat¨¦gicamente de algunos campos, pero que sigue atrincherado en otros frente a la palabra. Poder que tiene buena parte de su ra¨ªz, como dec¨ªa, en la gesti¨®n de un imponente espacio de discrecionalidad, y al que interesa bastante m¨¢s que la circunstancia de defender este o aquel bien o principio concreto el hecho de sentirse obedecido. La posibilidad de imponer coactivamente cierto tipo de convenciones o actitudes, para que quede claro qui¨¦n es qui¨¦n.
En este sentido, lo que menos importa es cu¨¢l de las articulaciones de ese poder tenga la iniciativa. Cierto que por razones obvias es la tercera, la judicial, a la que corresponde dar la cara o poner el culo a azotes, seg¨²n se mire. Y cierto tambi¨¦n que no faltar¨¢ quien lo haga incluso con satisfacci¨®n, sea ¨¦sta o no la del deber cumplido.
Pero aqu¨ª el protagonismo es la an¨¦cdota. Lo fundamental, lo grave, es que sigan existiendo algunas leyes, que para algo estar¨¢n cuando ah¨ª est¨¢n. Lo tremendo y tremendamente absurdo es dar lugar a que alguien pueda creer con apoyo legal que hay libertades, como la de expresi¨®n, capaces de vivir bajo la sombra del C¨®digo Penal.
En ese marco de contradicciones se mueve la figura delictiva que recibe el nombre de desacato; que aqu¨ª interesa en aquella de sus modalidades comisivas consistente en dirigir "calumnias, injurias o insultos" contra los exponentes de determinadas instituciones del Estado. Sobre todo de la judicial, pues en su caso el ofendido -la corporaci¨®n supuestamente lesionada en su prestigio- y el vindicador de la ofensa coinciden, quebrantando as¨ª la regla de oro del oficio de juzgar, la imparcialidad. Porque quienes reprimen en este caso -jur¨ªdicamente con raz¨®n o sin raz¨®n, ahora no importa- est¨¢n decidiendo clar¨ªsimamente en cosa propia.
Delitos de opini¨®n
Pues bien, la permanencia de esa modalidad del desacato plantea la cuesti¨®n de fondo que subyace a los delitos de opini¨®n en general. ?Hay raz¨®n democr¨¢tica alguna que pueda justificar su permanencia en el ordenamiento democr¨¢tico? Francamente no lo parece.
Dejando a salvo el honor de las personas, cuya garant¨ªa se mueve sin duda en otra dimensi¨®n, lo cierto es que los valores ideales no se han llevado nunca bien con el guardia de la porra. Ni siquiera o mucho menos cuando el mismo ha estado supuestamente a su servicio.
?Y el prestigio de las instituciones de un Estado que busca su legitimaci¨®n en el consenso? Aqu¨ª seguramente habr¨¢ que convenir que cuando aqu¨¦l sea real y bien ganado resultar¨¢ pr¨¢cticamente inatacable, y, atacado, podr¨ªa defenderse por s¨ª solo. En otro caso, ser¨¢ moral y pol¨ªticamente indefendible.
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