Bajo el infierno blanco
M¨¢s de 3.000 personas aisladas, sin pan, en el alto Bierzo y los Ancares, mientras un helic¨®ptero les filma para Televisi¨®n
Eluu¨ª non vel naide. Eiuu¨ª non vein nin a enterrarnos.La abuela Perpetua se recuesta en la tr¨¦bede y se coloca una vez m¨¢s la vieja y desgastada pa?oleta. La abuela Perpetua, 81, 82 a?os -"?y qui¨¦n lo sabe!"- est¨¢ enferma y muy cansada y es la ¨²ltima mujer de Ruydeferros, una m¨ªsera aldea perdida entre monta?as, all¨¢ en las altas tierras de Balboa, por los confines tortuosos y espectrales del laberinto galaico-leon¨¦s.
Hemos llegado a Ruydeferros despu¨¦s de una penosa y larga marcha entre la nieve, monte arriba, con el sendero de herradura borrado totalmente y la ventisca y el silencio azont¨¢ndonos la cara. La expedici¨®n parti¨® de Trabadelo muy temprano. Nos acompa?an el cartero de Balboa y sus dos perros -Thor y Effia- y Yuma, una especie de trampero, visionario o vagabundo, caminante enamorado e incansable de estos montes, que conoce como la propia palma de su mano. Hasta Chan de Villar, pasadas ya las vegas de Balboa, el Land-Rover del cartero ha trepado a duras penas, hundi¨¦ndose en la nieve a cada instante y acelerando el coraz¨®n de los viajeros en cada una de las m¨²ltiples revueltas del camino. La carretera sube entre casta?os, con el hielo atraves¨¢ndola en las curvas y el precipicio creciendo peligrosa y lentamente a sus costados. A lo lejos, por las monta?as y barrancos infinitos que las alturas del camino van mostr¨¢ndonos, surgen los pueblos y las aldeas perdidas, manchas apenas de pizarra negra bajo el inmenso infierno de la nieve. Pumar¨ªn, Cantejeira, Valverde, Ruydelamas.
Y, m¨¢s all¨¢, Villanueva, Paraj¨ªs, Lamagrande, Villari?os. Y, m¨¢s all¨¢, al otro lado de las cumbres, Casta?eiras, Comeal, Fuente de Oliva. Y, m¨¢s all¨¢... pero, ?por qu¨¦ seguir?. Ese largo rosario de los montes malditos, de los pueblos perdidos que la nieve y el miedo sepultan como a muertos durante dos y tres meses al a?o.
Con la nieve a la cintura
A la entrada de Chan de Villar, el Land-Rover del cartero se detiene. No puede m¨¢s. Est¨¢ enterrado m¨¢s de un metro entre la nieve y las ruedas resbalan sobre el hielo, pese a la dentadura cruel de las cadenas. Hay que bajar, cargar al hombro el equipaje y andar a pie el resto del camino. Desde las puertas de sus casas, las gentes nos saludan. Preguntan al cartero la situaci¨®n de otras aldeas e intentan hacernos desistir de la idea de subir a Ruydeferros. "Estais locos", nos dicen. Desde el postigo de su casa, Antolino, viejo y sordo, se deja fotografiar mientras sonrie.
Los apenas tres kil¨®metros entre Chan de Villar y Ruydeferros se convierten en hora y media de camino. El sendero va trepando por el monte y la nieve nos llega ya hasta la cintura. La marcha se hace cada vez m¨¢s dura y m¨¢s penosa. La ventisca golpea de costado, como un cuchillo fr¨ªo. Por fin, al mediod¨ªa, coronamos la cumbre y divisamos ya las casas de la aldea. Muchas est¨¢n ca¨ªdas, arrumbadas definitiva y totalmente por la nieve del tiempo y el olvido. El resto sostiene a duras penas la miseria de sus piedras hasta el d¨ªa en que se mueran o se marchen sus ¨²ltimos vecinos.
S¨®lo hay tres. Perpetua y su hijo Antonio y Mero, un viejo solitario que nos recibe a la puerta de su casa. La nieve acumulada por las calles es ya tanta que Mero hace tres d¨ªas que no ve a sus ¨²nicos vecinos. Mientras comemos y nos secamos junto al fuego, Mero atiende a sus dos vacas, que est¨¢n abajo, encerradas en la cuadra, y no podr¨¢n salir al campo en muchos d¨ªas. La hierba se la arroja por un hueco abierto a nuestros pies, entre las tablas, en el piso desigual de la cocina.
Entre las casas de Mero y Perpetua apenas hay 100 metros, pero son 10 minutos de camino. La ventisca ha amontonado la nieve en las paredes y las cellas se abren en el suelo como pozos sin fondo que pueden sepultarnos por entero. Antonio, el hijo de Perpetua, que estuvo en Francia siete a?os y regres¨® al morir su padre a Ruydeferros, nos recibe nervioso y aturdido. El hombre quiere agasajarnos, pero teme que todo nos parezca pobre y ruin. Pobre Antonio. Hace caf¨¦, busca en alg¨²n armario unas pastas enmohecidas por el fr¨ªo y nos invita a orujo con ar¨¢ndanos mientras atiende al mismo tiempo las quejas de su madre, que est¨¢ muy p¨¢lida, encogida junto al fuego en la cocina. La mujer llora de soledad, llora de fr¨ªo, llora por la emoci¨®n de la visita. De esta visita que, seguramente, habr¨¢ de ser la ¨²nica en muchos d¨ªas. Cuando nos despedimos, Antonio sigue a¨²n nervioso y aturdido y su madre nos pide todav¨ªa perdon desde la puerta por estar tan enferma y no habernos atendido, seg¨²n ella, como merec¨ªamos.
De regreso a Chan de Villar, monta?a abajo, la ventisca arrecia. Ciega ya nuestros ojos impidi¨¦ndonos ver el rastro del sendero y el comienzo sin fin y sin retorno del abismo. Atr¨¢s quedan los tejados helados de Ruydeferros y las l¨¢grimas enfermas de Perpetua.
La solitaria de Ruydelamas
En la cantina de Quintela, de nuevo ya en el valle, los obreros de la pala quitanieves comen junto a la estufa cachelos con chorizo. Vuelven de Villanueva. Quer¨ªan haber llegado hasta el Portelo, pero la nieve era ya tanta que se les ven¨ªa encima. Los medios adem¨¢s de que disponen no son muy buenos. Ni siquiera poseen una pala quitanieves, sino una simple m¨¢quina de allanar gravilla. Para todas las carreteras y caminos de la zona dependientes de la Junta. Ah¨ª al lado, apenas a cinco o seis kil¨®metros, la Nacional VI ve pasar cada muy poco las imponentes quitanieves de Obras P¨²blicas. Los obreros se encogen de hombros. Ellos hacen lo que pueden. Expalar metros de nieve con una simple pala de allanar gravilla. "Todav¨ªa", dice uno, "hay espa?oles de dos y tres categor¨ªas".
Por la pista que han abierto, el Land-Rover del cartero sube ahora a Ruydelamas. El precipicio es ahora a¨²n m¨¢s profundo, pero las ruedas se incrustan en el hielo con un crujido duro. Jos¨¦ Manuel, el cartero, va contando. All¨ª, en aquellas barrancadas, se emboscan las lobadas en invierno. All¨¢, en aquella otra monta?a, muri¨® un pastor de fr¨ªo. Y ah¨ª, a la derecha, a nuestro lado, se despe?o un Land-Rover como ¨¦ste hace ahora 20 a?os muriendo despedazados todos sus ocupantes. S¨®lo se salv¨® uno. Pero, de la impresi¨®n, se volvi¨® loco y ahora anda siempre solo por los montes y caminos maldiciendo y recordando aquella noche.
Ruydelamas est¨¢ en lo alto de una loma, entre casta?os gigantescos y avellanos. En Ruydelamas, s¨®lo hay un ¨²nico habitante. Una mujer de casi ya 70 a?os. Vive sola desde que, hace siete u ocho a?os, su marido muriera y su hija se casara y bajara a vivir a Portela. Mar¨ªa no le tiene miedo a la nieve, ni al lobo, ni a la soledad. Mar¨ªa tal vez no le tiene miedo a la muerte tan siquiera, que a lo mejor ha deseado muchas veces en los largos inviernos sin luz de Ruydelamas. Mar¨ªa s¨®lo le tiene miedo al hombre y, sobre todo, a la c¨¢mara fotogr¨¢fica. Y, atrincherada tras la puerta de su casa, mientras la noche cae entre los casta?os, nos pide a gritos que marchemos, que la dejemos en paz, que nos vayamos.
El coraz¨®n de los Ancares
A las nueve de la ma?ana, en el puesto de la Cruz Roja de Villafranca, Ram¨®n Cela y sus muchachos se ponen un d¨ªa m¨¢s en marcha. Hay, sin embargo, una actitud en todos de impotencia, quiz¨¢ resignaci¨®n, ante los pocos medios puestos en sus manos. Nueve soldados, un radiotel¨¦fono y un helipuerto del que despega ahora el helic¨®ptero llegado de Madrid para cubrir la informaci¨®n del accidente ferroviario ocurrido ayer cerca de aqu¨ª, en las canteras bercianas de Toral. El helic¨®ptero sobrevol¨® luego algunos pueblos aislados por la nieve en los Ancares. Alguien comenta, entre la resignaci¨®n y la
Bajo el infierno blanco
impotencia, la sinraz¨®n que re presenta el hecho de que haya un helic¨®ptero para tomar im¨¢genes de la tragedia desde el aire mientras que la Cruz Roja no dispone de ninguno en Villafranca para. tratar de remediarla.Mientras el helic¨®ptero des pega, un soldado llama por tel¨¦fono, uno por uno, a los pueblos m¨¢s aislados. Corrales, Mosteir¨®s, Barias, Rasinde, Velgas de Seo. La lista se hace interminable. Las noticias oficiales hablan de 20 pueblos aislados por la me ve en toda la provincia leonesa, pero seguramente hay m¨¢s de un, centenar y cerca de las 3.000 personas s¨®lo en el Bierzo Alto y los Ancares. Al otro lado del hilo del tel¨¦fono, voces lejanas, dif¨ªcil mente audibles, van desvelando los verdaderos datos. Sin pan sin provisiones, sepultados por la nieve y sin ninguna perspectiva a corto plazo. En alg¨²n sitio, comienza a escasear la hierba de ganado y, en Campodeliebre, varios enfermos incomunicados aunque afortunadamente ninguno grave, hacen recordar a Yuma, al viejo que el pasado invierno tuvieron que bajar en un. colch¨®n en ese mismo pueblo, caminando de noche entre la nieve, varios kil¨®metros hasta la carretera m¨¢s cercana.
Gentes devoradas
Nuestra ruta sigue ahora hacia e mism¨ªsimo coraz¨®n de los Ancares. Burbia arriba, por la carretera de Tejeira, el hielo y los abismos ponen un nudo sostenido en la garganta. Delante va una pala Arrastra grandes masas y las arroja hacia el vac¨ªo arrimando sus ruedas delanteras hasta e mismo talud del precipicio. Si resbalaran, no habr¨ªa ya ning¨²n remedio. Abajo, hay un abismo de 300 metros por cuyo fondo discurre encajonado el r¨ªo.
En una curva, adelantamos la pala y nos metemos r¨ªo arriba entre la nieve, hacia Paradaseca A la derecha, un camino se pierde entre las urces. Un letrero sepultado por la nieve impide conocer los nombres de los pueblos; que, en lo alto de los montes, est¨¢n tambi¨¦n, como el letrero, sepultados. De repente, el Land-Rever comienza a hacer un ruido extra?o. Algo, qui¨¦n sabe qu¨¦, en las entra?as del motor ha reventado. Mientras Jos¨¦ Manuel, el cartero, se afana en arreglarlo, una chica que viene en direcci¨®n contraria nos alcanza. Tiene en la cara impresas todas las lacras f¨ªsicas de los Ancares y s¨®lo 20 a?os. Se llama Isabel -"com'a Pantoja"- y baja caminando a ver a una t¨ªa enferma desde Paradaseca a Villafranca. 25 kil¨®metros ?da y vuelta en medio de la nieve y de la fantasmag¨®rica soledad de las monta?as. Pero Isabel tiene ganas de hablar y, como el motor ya est¨¢ arreglado se sube con nosotros al Land Rover mientras nos dice sonrien do en voz muy baja: "que le den a mi t¨ªa por o c¨²". Y regresa con nosotros a la aldea de la que hab¨ªa salido caminando muy temprano.
Estamos ya en el coraz¨®n de los Ancares. Aqu¨ª, las pallozas de los pueblos son el reducto ¨²ltimo de la m¨¢s cruel y dram¨¢tica endogamia. Aqu¨ª, el aislamiento, la pobreza, la subalimentaci¨®n y los cruces infinitos de la sangre son el terrible contrapunto a la belleza y majestad de las monta?as. Alcoholismo, raquitismo bocio, idiocia, meningitis, enanismo, los concretos nombres y ape llidos de la zona tal vez m¨¢s de primida de cuantas a¨²n se puedan encontrar hoy en Europa y en Espa?a. A partir de este momento, por los caminos y los pueblos que crucemos -Paradaseca, Rib¨®n, San Cosme- ya s¨®lo iremos viendo personas casi siempre devoradas por la depauperaci¨®n de la miseria y de la raza. Es como si, en el camino de subida a los Ancares, retrocedi¨¦ramos varios siglos en el tiempo y centenares de miles de kil¨®metros en el mapa.
En Villar de Acero, la gente sale toda a recibirnos a la calle. Somos los primeros que llegamos desde que, hace una semana, empezaran las nevadas. El pueblo es grande, con escuela y varios ni?os andan ahora tir¨¢ndose bolas de nieve entre las casas. Las mujeres posan para las fotograf¨ªas con una extra?a mezcla de coqueter¨ªa y desconfianza. En la penumbra secular de una palloza, Baltasar y Juan -que se qued¨® mudo de un miedo y muestra un gran bols¨®n de bocio en la garganta- comen el caldo junto al fuego como dos esfinges impasibles e hier¨¢ticas. Los dos han rebasado ya la frontera de los 80 a?os viven solos en la palloza con un tercer hermano que ahora est¨¢ en la cuadra con las vacas y tienen la suciedad, el raquitismo y la miseria metido en lo m¨¢s hondo de su alma. Nadie que all¨ª les viera podr¨ªa asegurar jam¨¢s que eso es Espa?a.
Ra¨²l y el demonio
En la cantina de Villar de Acero el pan es ya manjar insospechado. Hace d¨ªas que se les ha acabado. Una televisi¨®n vieja, apenas perceptible, est¨¢ ofreciendo justamente informaci¨®n sobre los pueblos aislados por la nieve en toda Espa?a.
Ara da Pedra es el ¨²ltimo hito en nuestra ruta por el nevado coraz¨®n de los Ancares. Desde Villar de Acero, el Land-Rover ha tenido que bajar, hundiendo las cadenas en el hielo, por una senda casi vertical que llega hasta la misma orilla del r¨ªo Burbia. El pueblo est¨¢ encajado en la cortada, hundido en lo m¨¢s hondo del barranco, al amparo feroz de las monta?as. 30 o 40 casas que apenas ven el sol durante 10 meses al a?o. Justo los meses que aqu¨ª ha de pasar aislada la maestra, Felisa, una joven leonesa que, cuando nosotros llegamos a la aldea, sale en el Jeep de Enrique -el ¨²nico veh¨ªculo que hasta ahora nos encontramos- para tratar de llegar a. Villafranca y, de all¨ª, en el autobus, a la capital de la provincia y a su casa.
Ra¨²l es el ¨²ltimo de Campo del Agua, la bra?a que los vecinos de Aira da Pedra poseen en el monte para llevar las vacas en verano. El es el ¨²nico que all¨ª sube todav¨ªa y el que pas¨® completamente solo, con Mar¨ªa, su mujer, tres meses aislado por la nieve durante el pasado a?o. Este invierno han bajado a Aira da Pedra, en Nochebuena, y ya no les cogeran arriba las nevadas. Tres; y cuatro metros de espesa nieve blanca que sepultan las casas y bloquean las puertas e impiden ver la luz y el cielo durante dos o tres semanas. Ra¨²l lo recuerda. todav¨ªa con espanto. "Cuando yo estuve solo all¨¢ arriba un invierno, en Campo del Agua, ¨¦l, ese", Ra¨²l jam¨¢s pronunciar¨¢ el nombre maldito, "entraba por la noche en la palloza y se me tumbaba encima y me dejaba coiripletamente inm¨®vil, sin respirar siquiera, hasta por la ma?ana. Yo le o¨ªa entrar y me pon¨ªa de lado y entonces no pod¨ªa hacerme nada. Pero, por la ma?ana, ve¨ªa las pisadas en la nieve de los lobos y sab¨ªa que ¨¦l, ese, hab¨ªa estado rondando toda la noche la palloza y la puerta de la cuadra de las vacas".
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