Mi t¨ªo C¨¦sar
Luis Mateo D¨ªez (Villablino, Le¨®n, 1942) es novelista y ha obtenido destacados premios literarios. Sus novelas Las estaciones provinciales y La fuente de la edad han sido ampliamente elogiadas por la cr¨ªtica y. favorablemente acogidas por el p¨²blico lector. En ellas se configura un universo de ritmo y l¨ªmites cotidianos en cuya transparencia se vislumbran las formas m¨¢s intensas de la emogi¨®n y el deseo. La intensidad de este autor tiene que ver con la proporci¨®n exacta de las cosas. Este relato es una muestra caracter¨ªstica de sus prop¨®sitos literarios. Una cierta lejan¨ªa y una cierta intriga desembocan en una verdad nost¨¢lgica.
Si de todos mis parientes guardo yo un recuerdo bastante detallado -porque dicen que no hay memoria familiar m¨¢s codiciosa que la del hu¨¦rfano, tan dado a aferrarse a lo poco que tiene, pues serlo supone, entre otras cosas, estar privado de lo m¨¢s importante-, del que me queda m¨¢s intenso es, sin duda, de mi t¨ªo C¨¦sar, y eso que pas¨® por mi vida -y no digamos por la de mi t¨ªa Eria- como una nube de verano.En el pueblo fui yo el primero en conocerle, aquella tarde de agosto que and¨¢bamos a la hierba, y de toda la familia -incluida mi propia t¨ªa-, el ¨²nico en decirle adi¨®s la madrugada de un d¨ªa de febrero en que la nieve afilaba la amenaza como una navaja abierta.
Casi lo mismo me dijo cuando le conoc¨ª y cuando se fue. Desde el primer momento me tuvo una especial confianza, y yo sent¨ª en seguida esa admiraci¨®n que comienza a fraguarse en el agradecimiento y que luego se abre sin l¨ªmite, porque nada hay m¨¢s generoso que la atenci¨®n ajena, que el hu¨¦rfano recibe con la sorpresa de que alguien se fije en ¨¦l.
Aquel hombre tan alto y tan delgado -un varal, dir¨ªa siempre mi abuela Aurelia cuando, despu¨¦s de tantas suspicacias y disgustos con la precipitada boda de mi t¨ªa, se refer¨ªa al yerno que ya la hab¨ªa ganado por completo- se me acerc¨® mientras llenaba yo el botijo en la fuente para volver al prado con el agua fresca para los segadores.
La tarde de agosto crec¨ªa como un incendio y lo primero que vi de mi t¨ªo C¨¦sar fue aquella perpetua sonrisa que le nac¨ªa en los ojos, haciendo olvidar la aspereza del rostro terciado por la barba de varios d¨ªas y la suciedad polvorienta de sus ropas vagabundas.
-Co?o, ros¨ªo -me dijo, acarici¨¢ndome la cresta pelirroja que apenas sobresal¨ªa sobre mi frente como un raro mech¨®n en la cabeza rapada-, ?tambi¨¦n aqu¨ª os pelan al gallo a los chavales?
Le mir¨¦ como si quisiera reconocer a alg¨²n familiar que regresa de Dios sabe d¨®nde, porque hasta en aquel primer momento se me hac¨ªa dificil, entender que se trataba de un extra?o: su caricia y sus palabras, envueltas ya en el mote con que siempre me llamar¨ªa, ten¨ªan el brote decidido de una confianza que no se improvisa, que se ofrece y se acepta sin m¨¢s alternativa que la de su propia naturalidad.
-?C¨®mo son las mozas de este pueblo? -me pregunt¨® despu¨¦s, cogiendo el botijo que todav¨ªa no se hab¨ªa llenado del todo-Con que sean de finas como este agua, me conformo -dijo, tras un largo trago.
Medio a?o m¨¢s tarde, en la madrugada de aquel febrero que tanta- nieve trajo, esperaba yo a mi t¨ªo C¨¦sar en la parte trasera del corral, despu¨¦s de haber sacado la yegua de la cuadra y haberle puesto la montura como ¨¦l me hab¨ªa dicho.
Hab¨ªa una luz rala que se esparc¨ªa con dificultad desde el horizonte huido de los montes y hac¨ªa estallar la helada los cristales del roc¨ªo sobre las hierbas arrecidas.
Mi t¨ªo salt¨® por la ventana de la habitaci¨®n donde mi t¨ªa Eria dormir¨ªa tranquila, se agarr¨® al ciruelo y se descolg¨® por las ramas. Luego vino sigiloso a donde yo le aguardaba, le pidi¨® calma a la yegua d¨¢ndole unos golpecitos, se aboton¨® la pelliza, y antes de coger el ronzal que yo le ofrec¨ªa, se me qued¨® mirando un momento y movi¨® la cabeza al tiempo que me acariciaba la cresta.
-Co?o, Ros¨ªo -dijo-, tienes que negarte a que te pelen al gallo. Los chavales de este pueblo no deb¨ªais consentirlo.
Mont¨® la yegua, y antes de emprender el leve trote con que se fue alejando, llev¨® la mano derecha a la sien.
-No me olvides, Ros¨ªo, que nunca tuve un sobrino m¨¢s bueno que t¨².
El caso es que aquel hombre tan alto y tan delgado, del que nunca se supo de d¨®nde ven¨ªa, dej¨® muy pronto de ser un forastero en el pueblo. Desde el comienzo quedaron claras sus intenciones de afincarse all¨ª, y apenas hab¨ªan pasado unos d¨ªas y todo el mundo comentaba lo ma?oso y dispuesto que era, el grato y apacible car¨¢cter, la esmerada educaci¨®n, sus condiciones de gran conversador. Estuvo segando hasta el final de la campa?a de una casa a otra y ech¨¢ndole una mano a quien lo necesitaba aunque no pudiera darle el jornal adecuado.
Ya el primer domingo -cuando yo le volv¨ª a ver- se hab¨ªa afeitado, y con las ropas planchadas y la camisa limpia, en el atrio de la iglesia, hablaba y saludaba a todos y era requerido por don Herminio, el p¨¢rroco, para cantar al d¨ªa siguiente en una misa de difuntos, porque ya se sab¨ªa tambi¨¦n que ten¨ªa una gran voz, que tocabael armonio y el acorde¨®n y era buen conocedor de todas las liturgias.
-?Sabes que me gusta tu pueblo, Ros¨ªo? -me dijo aquella ma?ana al salir de misaLas.mozas son finas, nada m¨¢s hay que verlas.
Por la tarde, en la era, amenizaban el baile Los Ciclones, que ten¨ªan un repertorio tan exiguo que todo acababa sonando como un mismo pasodoble repetido del atardecer a la noche y de un domingo a otro, como si aquella m¨²sica ratonera resbalara en el tiempo sin remedio. Acababan Los Ciclones y en los largos intermedios se escuchaba un suspiro de alivio. Los chavales aprovech¨¢bamos para corretear por el templete de los m¨²sicos y para hacerles alguna diablura en los instrumentos, una espiga incrustada en la boquilla del saxo, mientras ellos se iban a refrescar en la improvisada cantina.
Fue la primera vez que escuch¨¦ tocar a mi t¨ªo C¨¦sar.
Los Ciclones le dejaron subir al templete, y all¨ª se situ¨®, ¨¦l solo, con el acorde¨®n bien amarrado, sin decir una palabra, soslayando un instante aquella sonrisa que nunca perd¨ªa, alzando la mirada como para encontrar el recuerdo de alguna m¨²sica. Y de pronto su estirada figura, que all¨ª encima parec¨ªa haber crecido todav¨ªa m¨¢s, empez¨® a cimbrearse con un leve juego de inspirados movimientos que propiciaban el ondulante y sostenido serpenteo del fuelle del acorde¨®n.
Al principio nos quedamos todos como petrificados, vencidos por la magia de aquel asombroso virtuosismo, llevados por la rara emoci¨®n de esa m¨²sica que jam¨¢s hab¨ªamos escuchado tocar as¨ª. Luego algunos mozos y mozas se pusieron a bailar y el t¨ªo C¨¦sar fue variando las piezas entre los aplausos agradecidos. Cuando baj¨® del templete para dejar que Los Ciclones siguieran, yo le aguardaba con mis amigos y ¨¦l se acerc¨® y me palme¨® la cabeza antes de que se lo llevasen a la cantina.
-Ros¨ªo -me dijo-, a ti es al que voy a ense?ar yo a tocar el acorde¨®n.
Llegu¨¦ a aprenderlo, como tantas otras cosas en las que ¨¦l me inici¨®. Precisamente el d¨ªa de la boda, el 18 de noviembre, a los postres del banquete que se celebraba en el sal¨®n donde se hac¨ªan en el pueblo los bailes por el invierno, estren¨® el t¨ªo C¨¦sar el acorde¨®n que le regalaba mi t¨ªa, que era a su lado una novia feliz, apenas preocupada por el llanto de la abuela, que iba a pasarse todo el rato recordando al abuelo Ver¨ªn, fallecido tres a?os antes con la obsesi¨®n de ver que sus hijas quedaban solteras.
-Irse el pobre -dec¨ªa la abuela, apurando los hojaldres y las l¨¢grimas- con aquella aprensi¨®n, y luego las tres seguidas, cada a?o una. S¨®lo bodas y bautizos despu¨¦s de enterrarlo.
Recuerdo c¨®mo mi t¨ªo cogi¨® el acorde¨®n encarnado y brillante tras besar a mi t¨ªa, lo tent¨® un momento despu¨¦s de coloc¨¢rselo y, antes de que se hiciera un silencio total, dej¨® escapar unas notas, que se derramaron presurosas por los manteles anegando el tintineo de las copas.
-Voy a dedicar esta pieza -dijo mi t¨ªo C¨¦sar, mirando a la abuela- a la memoria de mi suegro y en homenaje a mi suegra, porque quien se lleva el ¨²ltimo fruto del ¨¢rbol debe ser, antes que nada, agradecido.
Aquella fue la primera vez que yo le escuch¨¦ tocar El sitio de Zaragoza. Los dedos del t¨ªo C¨¦sar se multiplicaban sobre el teclado, y en el anular de la mano derecha el anillo de bodas emit¨ªa un fulgor fugaz, de oro encendido, en el punto m¨¢s ¨¢lgido de la melod¨ªa heroica.
Lo cierto es que no supe que aquel hombre cortejaba a mi t¨ªa, a pesar de que aquel domingo de agosto ya les hab¨ªa visto bailar muchas piezas y acompa?arla a casa, hasta que no muchos d¨ªas despu¨¦s les encontr¨¦ paseando solos cuando iba yo al prado a recoger las vacas. Andaban perdidos por un sendero que bajaba entre las sebes hasta la orilla del r¨ªo.
-La m¨¢s fina de todas, Ros¨ªo -dijo ¨¦l al verme, cogiendo a mi t¨ªa por la cintura, mientras ella se re¨ªa nerviosa y complacida.
Luego, una vez, al oscurecer, los vi en las tapias de la huerta. Mi t¨ªa intentaba desprenderse de su abrazo y ¨¦l porfiaba agitado. Mi t¨ªa sali¨® corriendo y ¨¦l la llam¨® con voz suplicante. La vi pasar por mi lado con los ojos llenos de l¨¢grimas.
Ya entonces empec¨¦ a escuchar las discusiones de mi t¨ªa y mi abuela, que con dificultad callaban cuando yo aparec¨ªa. El silencio entre ellas vaticinaba aquel disgusto que la abuela Aurelia iba royendo con creciente desesperaci¨®n.
-No ser¨¢ un mangante le
Mi t¨ªo C¨¦sar
o¨ª decir un d¨ªa-, pero ni oficio ni beneficio se le conoce. Ni si en alg¨²n sitio alguien responde por ¨¦l. ?Es que los hombres pueden andar por el mundo como los perros?Las l¨¢grimas de la abuela flotaron en un mar de emociones incontenibles cuando el t¨ªo C¨¦sar culmin¨® El sitio de Zaragoza entre los aplausos y los v¨ªtores de los convidados, y ella se levant¨® para darle un beso.
-Hijo -dec¨ªa con ese entregado reconocimiento de quien se libera y disculpa de su obstinaci¨®n-, hijo m¨ªo.
Mi t¨ªo C¨¦sar, que aquellamisma ma?ana de la boda hab¨ªa tra¨ªdo para casa lo,poco que ten¨ªa, dej¨® el acorde¨®n en mi poder para sacar a bailar a la novia, y yo me qued¨¦ sentado con aquel enorme y brillante objeto sobre las rodillas, sin atreverme apenas a rozar el teclado, como si de una caja viva y m¨¢gica se tratase.
-Vas a aprender, Ros¨ªo. Te lo dice tu t¨ªo. S¨®lo hace falta afici¨®n.
Con dificultad, pero aprend¨ª. La paciencia de aquel hombre era tan infinita como sus conversaciones en la cantina o en el esca?o de la cocina, cuando en las noches inm¨®viles de diciembre alargaba las copas de orujo mientras la abuela y la t¨ªa tej¨ªan y yo segu¨ªa arrobado el relato de tantas historias y recuerdos.
Al d¨ªa siguiente de la noche de bodas la abuela andaba nerviosa, oteando por la escalera hacia la habitaci¨®n de los novios.
-No van a bajar -me dijo cuando el reloj del comedor dio las once y media.
Al cabo de un rato me llam¨®. En una bandeja hab¨ªa preparado dos tazones de chococolate, dos vasos de leche y dos platos con frisuelos y tostas.
-Toma -me orden¨®-. Llamas a la puerta y les dices que es el desayuno. Tiempo de dormir ya tuvieron bastante.
As¨ª lo hice. El t¨ªo C¨¦sar asom¨® a la puerta para coger la bandeja. Estaba en pijama.-Dile a la abuela que nos vamos a quedar aqu¨ª metidos unos d¨ªas, Ros¨ªo. Y que s¨®lo queremos esto que traes, que no nos haga otras comidas. S¨®lo. chocolate y tostas y frisuelos. Pero en vez de dos tazones nos subes laj¨ªcara y una buena jarra de leche fresca.
Me pas¨¦ los tres d¨ªas siguientes subiendo y bajando con la bandeja. A la t¨ªa Eria nunca la vi ni la o¨ª. El t¨ªo C¨¦sar asomaba sigiloso, siempre en pijama.
-Gracias, Ros¨ªo -dec¨ªa-. ?Qu¨¦ tiempo hace por ah¨ª?
A la abuela se la iba viendo cada d¨ªa m¨¢s nerviosa, sobre todo cuando ven¨ªan algunas vecinas o alguna de mis otras t¨ªas.
-Este hombre -rezongaba- y esta chica. ?No me dig¨¢is que es cabal esconderse de esa manera?
-A los novios hay que aguantarles los caprichos, do?a Aurelia.
-Quince j¨ªcaras, que se dice bien.
Fue la misma ma?ana en que los novios bajaron de la habitaci¨®n, mientras la buela s¨®lo hac¨ªa que suspirar para demostrarles lo contrariada que estaba, cuando mi t¨ªo C¨¦sar me llev¨® en la bicicleta a dar una vuelta hasta el molino.
-Ros¨ªo, voy a pedirte- un favor muy grande, y adem¨¢s quiero que lo guardes en secreto.
El respeto y la admiraci¨®n que yo le ten¨ªa se vieron como doblemente recompensados, porque para m¨ª no hab¨ªa nada comparable a poder prestarle alguna ayuda. '
-T¨², que andas mucho por ah¨ª, por las afueras; del pueblo, y que sabes qui¨¦n viene y qui¨¦n va, me vas a avisar en seguida cuando veas alg¨²n forastero. Sea el que sea, con tal de que no se trate de un mendigo, ?entiendes? Me buscas donde est¨¦ y me lo dices. La vida, Ros¨ªo, le hace recelar a uno de la gente extra?a. Ya te dar¨¢s cuenta cuando seas mayor.
Nunca volvimos; a hablar de ello. El invierno se ech¨® encima ,como un animal cansado y los d¨ªas se hicieron lentos sobre la harapienta soledad de los ¨¢rboles y las praderas. Yo cumpl¨ªa al pie de la letra lo que me hab¨ªa pedido mi t¨ªo C¨¦sar. Nunca dej¨¦ de ser un atento vig¨ªa entre las correr¨ªas y los juegos con n¨²s am¨ªgos por los alrededores del pueblo.
-Todo el santo d¨ªa andas por ah¨ª perdido -me recriminaba siempre la abuela- ?Cu¨¢ndo llegar¨¢ la hora en que sepas y quieras hacer caso a lo que se te dice?
Muchas tardes, desde que sal¨ªa de la escuela, las pasaba con mi t¨ªo, que andaba siempre entretenido arreglando alguna cosa.
-Este mocoso va todo el d¨ªa detr¨¢s de ti como un faldero.
-D¨¦jalo, que jam¨¢s tuve mejor ayudante.
Nunca vi a ning¨²n forastero en todo aquel tiempo. La nieve vino a alargar las distancias, dejando al pueblo anclado en el extrav¨ªo de la estepa. De cuando en cuando mi t¨ªa y m¨ª t¨ªa decid¨ªan quedarse el d¨ªa entero en la habitaci¨®n, y yo volv¨ªa a subirles la bandeja entre las agrias amonestaciones de la abuela.
-Esto es que es ya el acab¨®se.
Y un d¨ªa de febrero, cuando andaba yo tras alguna liebre de las que se atontan con el resol de la nieve, se me acerc¨® Emilio el pastor, que volv¨ªa de El Soto de entregar unos corderos.
-Hay dos, hombres -me dijo- que no me dieron buena espina. Preguntaban por alguien que bien pod¨ªa ser tu t¨ªo C¨¦sar. Parientes no parec¨ªan y conocidos tampoco.
Encontr¨¦ al t¨ªo C¨¦sar en el corral y se lo dije. No fue dif¨ªcil adivinar el gesto preocupado que en seguida recubri¨® su perenne sonrisa.
-As¨ª me gusta, Ros¨ªo -me dijo, tir¨¢ndome de la cresta-. Ahora s¨®lo te queda hacerme un ¨²ltimo favor, m¨¢s secreto que ninguno. Ma?ana, de amanecida me preparas la yegua y me aguardas all¨ª.
No dorm¨ª en toda la noche. El viento levant¨® la nieve cernida Bajaba del monte su aullido como un grito prolongado y fam¨¦lico. Tras la ventana observ¨¦ aquella rala luz que se abr¨ªa con dificultad entre las sombras heladas.
Mi t¨ªo C¨¦sar no dej¨® nada para nadie y yo a nadie coment¨¦ aquella secreta huida. Me guardaba la pena de saber que jam¨¢s volver¨ªa, con la amarga certeza de sentirme otra vez m¨¢s hu¨¦rfano que nunca.
Mi t¨ªa Eria cay¨® enferma y yo acompa?¨¦ a la abuela cuando la requirieron, en los primeros d¨ªa de marzo, para que se presentase en el cuartelillo de El Soto. El comandante del puesto nos recibi¨® tan obsequioso como compungido.
-Lo que tengo que comun¨ªcarle, do?a Aurel¨ªa, no es nada bueno -advirti¨®.
Hac¨ªa muchos a?os que la abuela hab¨ªa abandonado el llanto, como resignada en un silencio indignado y doloroso. Se dedicaba por completo a aquella hija, a la que cada vez parec¨ªa m¨¢s dif¨ªcil rescatar de la postraci¨®n.
-Todos los datos que tenemos coinciden, do?a Aurelia -dijo el comandante, repasando papeles de una carpeta-. Ese hombre que fue su yerno no se llamaba C¨¦sar Frade Regueral, sino Arsenio Gait¨¢n Fl¨®rez. En los ¨²ltimos a?os hay, al menos, noticia de siete matrimonios por ¨¦l contra¨ªdos en cinco provincias.
La abuela alz¨® la cabeza y mir¨® al comandante, con dos l¨¢grimas de rabia a punto de estallarle en los ojos.
-?No lo van a coger? -pregunt¨®, mientras su mano temblorosa buscaba el pa?uelo.
-Hay una razonable sospecha -dijo el comandante- de que ese hombre embarc¨® en Vigo la semana pasada. Si es as¨ª y ha saltado el charco, va a ser muy dif¨ªcil.
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