La playa solitaria
Cuando llego, en la Semana Santa, a la playa del ocio estival, la mar tiene un l¨ªmpido color de zafiro. Despu¨¦s de las lluvias incesantes del primer abril, el viento del Este ha barrido el techo de las nubes dejando paso al radiante anticicl¨®n. En el horizonte apenas se divisan naves: un par de pesqueros blancos haciendo carnada. Una vela lejana. Unos botes diminutos. Hacia el fronterizo cabo de Higuer un penacho de humo de carguero o tanque de petr¨®leo salido de Pasajes rubrica la visi¨®n.La playa est¨¢ solitaria. Sin el bullicio ni el gent¨ªo multicolor veraniego, revela ahora su antigua y remot¨ªsima identidad. Las playas son el labio espumante que abre la tierra firme al ondulante movimiento de la mar. Por esas rampas de arena subi¨® hace millones de a?os el primer pez, reptando, hacia la selva que le esperaba. En el Cant¨¢brico hay pocas historias de sirenas que seducen al navegante. Es, en cambio, firme el caudal de memorias del comercio ballenero. Todav¨ªa el gran cet¨¢ceo figura en los anales de la her¨¢ldica costera. Paseando en la playa sin gente, se adivina el riqu¨ªsimo conjunto de min¨²sculos seres vivos que pululan en las orillas de la arena. Las olas al retirarse dejan al descubierto los infinitos agujeros que denotan con su burbuja la presencia del molusco agazapado en los bordes inciertos de la marca. Hay guijarros, valvas, maderas, ramas, corchos, cuerdas y algas, formando una peque?a barrera en la que sacude -r¨ªtmica- la rompiente. La bajamar est¨¢ pr¨®xima y la lenta retirada de las aguas agudiza la pendiente playera en direcci¨®n a los fondos del oc¨¦ano.
La vegetaci¨®n despierta con ritmo sosegado al llamado primaveral. El ca?averal verdea en sus tallos oblicuos despu¨¦s del duro castigo de la invernada que los humill¨® con la galerna.
En la noche cuando sopla el terral se oye cantar en el silencio el rumor susurrante del viento al rozar las alargadas flautas. En las laderas del monte que bajan a la playa, un r¨ªo de margaritas invade con su blanco puntillismo crom¨¢tico los senderos sin hollar. Las higueras, todav¨ªa esquel¨¦ticas, revelan la densa textura de su ramaje que se exhibe imp¨²dicamente como una osamenta gigantesca y transparente que en pocas semanas cubrir¨¢ su desnudez con las hojas tradicionales.
Un cerezo rutilante se levanta cargado de flores albas, con un gesto casi publicitario. En un rinc¨®n soleado, los argomales p¨¢lidos cuelgan las flores amarillas de sus espinosos tallos. Los madro?os vienen tard¨ªos, rojizos en su dormici¨®n perezosa. M¨¢s arriba est¨¢ el bosque -que domina la playa con su masa vegetal oscura. Brillan las verdes gu¨ªas cimeras al sol con los renuevos del pino ascendente. Las plantaciones de con¨ªferas tienen algo de regimentado; un anonimato vertical; quiz¨¢ un alfabeto de madera que contiene un mensaje de la biosfera hacia nuestra especie. Si -como escribi¨® el poeta- los p¨¢jaros seguir¨¢n cantando, los ¨¢rboles que plantamos seguir¨¢n viviendo y creciendo, cuando el tiempo vital haya abandonado nuestro apresurado devenir. Quiz¨¢ el bosque sea una religaci¨®n simb¨®lica del suelo y de sus ra¨ªces, con el vuelo que tiende hacia las alturas.
Hoy mis pasos han dejado su impronta en la playa solitaria como en un episodio robinsomano. El pie marca una silueta singular en la arena que pisa. Es una pieza identificadora que equivale a las pruebas dactilares. Uno deja su firma en la arena con los matices que el propio ritmo del andar individual lleva consigo. Pesares o esperanzas se reflejan en la silueta que ofrece el impacto del caminante.
Lentamente, la tarde va cayendo sobre el paisaje con una leve carga de melancol¨ªa. El flujo del tiempo circadiano es silencioso e implacable. El sol se va ocultando iras las monta?as del Oeste, y las primeras farolas del pujante puerto pesquero de Ond¨¢rroa se encienden iluminando los muelles de atraque. Pero la luz del ocaso dura un largo per¨ªodo. Hay una hora veneciana que lo renueva todo. Es como si a b¨®veda celeste brotara, de pronto, un chorro de dorada claridad que confiere un h¨¢lito irreal a la mar y al entorno costero. Todav¨ªa son pocas las estrellas, vagamente conocidas, que acuden a ocupar sus puestos en la noche astron¨®mica, engarz¨¢ndose en la t¨²nica innumerable. La mar se ha vuelto argentina, de plata pulimentada. Los ¨²ltimos rayos del ocaso tienen el mismo color naranja del orto matutino pero rebajado de ¨ªmpetu. Es la hora en que empiezan a so?ar de modo intermitente los faros de la costa, Y surge entonces otro fen¨®meno ¨®ptico que tiene un extra?o componente de sensibilidad. El promontor¨ªo de silueta paramidal que cierra la playa solitaria por el Norte adquiere una misma y m¨¢gica coloraci¨®n. Un azul intenso que se va tornando en negro absoluto como un lugar de referencia sugestivo y l¨²gubre a la vez. Es un conjunto rocoso en que la erosi¨®n mar¨ªtima ha ido labrando siluetas imaginarias que la intuici¨®n po¨¦tica de muchos escritores Zorrilla, Trueba, Baroja han convertido en leyendas populares. Los pe?ascos han esta do all¨ª miles de a?os mientras el lamido de las olas ha ido burlando el perfil de la geolog¨ªa, con caprichosos designios. Los hombres pasan, cambiando, por el escenario vital. Y los pe?ascos tambi¨¦n. Pero a otro ritmo. Dicen algunos expertos que se necesita abrir el cat¨¢logo del tiempo hist¨®rico de la evoluci¨®n geol¨®gica de nuestro planeta hasta un par de millones de a?os para explicar cient¨ªfica mente el curso de las distintas etapas transcurridas. He dicho "tiempo hist¨®rico", sin perca tarme de que las rocas acaso no pertenezcan al curso de la his toria. Ahora ya es de noche cerrada, pero la Luna, madre de las marcas, nos regala una luz que parece ce?ida de cendales. La playa adquiere una tenue coloraci¨®n verdosa. Hace fr¨ªo en esta primavera todav¨ªa reciente. Y del pinar nos llega un aroma que envuelve con sus alas de resina el tejado del viejo caser¨ªo.
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