?Oiga, un respeto!
Todos acudimos a la plaza de toros con secreta ilusi¨®n de resolver la cuadratura de todos nuestros c¨ªrculos.El pol¨ªtico expectante -como el mendicante- se imagina a s¨ª mismo saliendo por la puerta grande de una urna infinita.'
El periodista ap¨®crifo desea que el toro le cornee en su ¨²ltima fila de tendido: "con tal de ser noticia".
El cr¨ªtico de todas las artes busca sin fe el sol y las moscas por las frescas tardes de mayo; olvida que un solo cuerno no hace verano.
Los mu?idores del poder se embisten entre ellos desde el callej¨®n a las barreras. No pasa nada; y se saludan luego al filo del desolladero general.
El reventa de material sanitario no teme la deslealtad del percance: la cornada ajena es su negocio habitual.
Ajustando la vanidad
El acad¨¦mico de la lengua (sic, sic, sic) ajusta sobre su vanidad el traje de luces del propio espejo.
El bur¨®crata predestinado -de naci¨®n y estirpe- aguarda ante la taquilla hasta escuchar el "no hay billetes". Y se repite: "vuelva usted ma?ana", con placer.
El humillado var¨®n, hogare?o rompe nuestros castos o¨ªdos y sus cuerdas vocales por un qu¨ªtame all¨¢ esos toros.
El exiliado falsario a?ora las arenas de Nimes, y grita al picador: "?Que me lo vas a dejar charcut¨¦!'.
El pol¨ªtico de vocaci¨®n clandestina ense?a su entrada con el recato de una vieja consigna. Y suspira por el santo y se?a.
El turista de recuelo -antes de largarse con viento fresco al tercer toro- a?ora la sangre incorrupta del museo de cera.
Las v¨ªrgenes necias son peregrinas del martirio; a caballo de su talle otrora juncal.
Los beatos del toro reconocen en el son de los cascabeles mulilleros las letan¨ªas; de su nostalgia eterna.
El se?oritingo, rebusca en sus fondillos la grandeza que jam¨¢s tuvo; y se da propina de bolsillo a bolsillo, como consuelo.
El pensionista avaro pide en el silencio habitual m¨¢s sangre, m¨¢s pases, m¨¢s toros. M¨¢s, siempre mas, por su dinero.
El pintor de mejor fama que pinceles presenta. su autorretrato de marquesona antigua disfrazado (de artista pop).
El dem¨®crata de recientes cu?os -nuevo en estas plazas- se apoya en el burladero de su megaloman¨ªa, como si fuera nuestra.
Los ac¨®litos de un torero ven la fiesta con las anteojeras del apoderado.
El fot¨®grafo de prisas odia los lentos momentos de grandeza que ¨²nicamente comprende su compa?ero de c¨¢maras lentas.
El poetilla incipiente cree que decirse taurino y no saber conducir le convertir¨¢n en intelectual.
La feminista -anta?o arrasadora- se sorprende gozando el espect¨¢culo sin saber si es vaginal o clitoridiano.
El novelista de un solo ¨¦xito habla tanto de esta fiesta que llegar¨¢ un d¨ªa a entenderla: como si fuera una cuesti¨®n de tiempos.
Travestido de antitaurino
El aficionado sin casta regresa al lugar del crimen travestido de antitaurino.
El capell¨¢n y el m¨¦dico son los ¨²nicos que desean no intervenir.
Alguacilillos y monosabios, areneros y conserjes, mulilleros y mozos de espada acuden de la mano de su destino, que es el nuestro.
Como si fu¨¦semos -que lo somos- asesores y presidentes cada uno de nosotros.
Nunca sabremos la raz¨®n -s¨ª la pasi¨®n- que mueve a un torero al entrar a matar.
Pero en este momento sale el toro a la arena, el toro bravo: "?Oiga, un respeto!"
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