La literatura como higiene mental
Me pregunto si la literatura no ser¨¢ acaso otra cosa que un astuto recurso para descargar los humores alterados, buenos o malos; poco m¨¢s que una mera pr¨¢ctica de higiene mental relativamente inofensiva. Inofensiva, al menos, cuando el desahogo literario renuncia a la insolente exposici¨®n de la letra impresa y se limita a cumplir su saludable funci¨®n terap¨¦utica en el estricto recinto de la intimidad. Me lo he preguntado a ra¨ªz de un peque?o incidente dom¨¦stico, que ha tenido la virtud de despertar en mi memoria cierto recuerdo remoto perteneciente tambi¨¦n al ¨¢mbito dom¨¦stico.Es el caso que uno de estos ¨²ltimos d¨ªas cierta persona de mi pr¨®ximo entorno, aficionada a la vida madrile?a y muy consciente de las indudables ventajas que el verano en la corte proporciona., tales corno un clima seco que hace soportable el calor y un tr¨¢fico aliviado por la ausencia de autom¨®viles, habiendo tropezado en cambio, uno tras otro, con varios de sus no menos notorios inconvenientes, y cuando, al final de una de esas jornadas en que tales inconvenientes se hab¨ªan acumulado hasta la exasperaci¨®n, los televisores del vecindario, en competencia. con los altavoces de la orquesta o electr¨®nico aparato de un caf¨¦ al aire libre, le imped¨ªan conciliar el merecido y necesario sue?o, tom¨® entre sus dedos la bien tajada p¨¦?ola o los aplic¨® al teclado de la servicial typewriter y escribi¨® un cumplido alegato contra las consabidas molestias urbanas, entre las cuales figuraban no s¨®lo esos y otros muchos ruidos desagradables, como el de los camiones que a altas horas de la noche recogen con estruendo la basura o descargan y cargan de madrugada. retumbantes bidones de cerveza en los bares y diversas mercader¨ªas en las tiendas, sino ?fastidio de moda! esa legi¨®n -o mejor, enjambrede ni?os, de jovenzuelos y aun de adultos que con sus impetuosas y arriscadas habilidades sobre pat¨ªn de ruedas convierten el tr¨¢nsito por ciertos parajes p¨²blicos en aventura peligrosa que obliga a caminar con el coraz¨®n en la boca y el alma en vilo.
Supongo que, calmados los nervios mediante dicho ejercicio de redacci¨®n y una aspirina, pudo al fin dormirse, pues a la ma?ana siguiente, tras de haberme le¨ªdo la diatriba, y obtenida de m¨ª la corroboraci¨®n de su acierto, no s¨®lo en cuanto al contenido sino tambi¨¦n formal, dej¨® los papeles de lado para ocuparse de las urgencias cotidianas. Esto por cuanto se refiere al que he llamado peque?o incidente dom¨¦stico.
El recuerdo remoto que en m¨ª despert¨® se refiere a mi padre durante el tiempo de m¨ª infancia, en los a?os de la gran guerra que luego vendr¨ªa a ser llamada, retrospectivamente, I Guerra Mundial. En mi casa, como en todas las casas de la neutral Espa?a, se segu¨ªa con apasionamiento, a trav¨¦s de la prensa local, el curso de las operaciones militares, y como es bien sabido, la opini¨®n p¨²blica espa?ola estaba acerbamente dividida entre los partidarios de Alemania y los partidarios, no menos ac¨¦rrimos, de las potencias aliadas, Francia e Inglaterra. Algo de esto recojo en el primer volumen de mis Recuerdos y olvidos, y algo est¨¢, asimismo, reflejado en uno de los relatos que componen La cabeza del cordero. Mi padre era german¨®filo, mientras que otros parientes m¨ªos militaban al lado de los aliados. Las discusiones eran frecuentes tanto en los caf¨¦s y otros sitios p¨²blicos como en el seno de las familias, y muchas veces se agriaban 3, hac¨ªan violentas. Pues bien, tras alguna de ellas, o de haber le¨ªdo un art¨ªculo en el peri¨®dico, mi padre, muy excitado, se pon¨ªa a escribir y escribir largos discursos que luego recitar¨ªa para beneficio de mi madre y admirado, aunque un tanto aburrido, asombro de nosotros, los chicos. Algunas veces le¨ªa tambi¨¦n su trabajo a sus contertulios, a alg¨²n pariente. Y despu¨¦s rasgaba aquellas hojas que hab¨ªa ido llenando durante un par de horas o tres, y las arrojaba con satisfecho desd¨¦n. No faltaban quienes, lamentando su p¨¦rdida, le incitaran a enviarlas en cambio a un peri¨®dico para ver si se las publicaban, en lugar de condenarlas a tan perentoria destrucci¨®n. Y muy posible hubiera sido que lo consiguiera: todos reconoc¨ªan que estaban bien escritas y razonablemente argumentadas. ?Por qu¨¦, entonces, no probar suerte? Pero ¨¦l se negaba siempre a intentar que su prosa pasara desde el terreno privado al p¨²blico. No ten¨ªa pretensiones literarias ni anhelaba la m¨®dica fama de la publicidad local. Le bastaba con haberse explayado a su gusto. Lo que escrib¨ªa era una excrecencia espont¨¢nea, y supongo que incoercible, de su firme convicci¨®n. ?O es que no era tan firme, y procuraba fortalecerla as¨ª? De cualquier modo, ello le serv¨ªa para desfogar el ardor de esa convicci¨®n, que no estaba limitada, por supuesto, a las cuestiones relacionadas con la guerra en curso, pues cuando alguna noticia o circunstancia de cualquier ¨ªndole le afectaba a fondo, cu¨¢ndo algo despertaba su indignaci¨®n, ya se sab¨ªa: tomaba la pluma y, manos a la obra, levantaba su castillo de naipes.
Pues bien, volviendo ahora de nuevo a lo que al comienzo dije, aquel reciente y min¨²sculo episodio familiar y este recuerdo a?ejo suscitado por ¨¦l me hicieron preguntarme a m¨ª mismo si acaso la literatura en general, y desde luego tambi¨¦n la literatura art¨ªstica, no reconocer¨¢ como original est¨ªmulo un deseo y aun necesidad de purgar el ¨¢nimo limpi¨¢ndolo de humores, buenos o malos (probablemente, m¨¢s los malos que los buenos, pues el pl¨¢cido contentamiento rara vez induce a la concentraci¨®n ensimismada y solitaria adecuada para lograr expresarse por escrito), y la sospecha de que as¨ª pudiera ser en efecto, parecer¨ªa confirmarla esa frecuencia con que los profesionales de las letras declaran que sus obras son el resultado de la urgencia que sienten por exorcizar sus demonios interiores, o esa frecuencia con que se habla -o hablan ellos mismos- de sus propias obsesiones.
Sea como quiera, es claro que, si la creaci¨®n literaria cumple tal funci¨®n de higiene mental, y ¨¦sta explica por qu¨¦ se escribe (de lo cual no estoy muy seguro, ni dispuesto, a aceptarla como ¨²nico resorte de dicha creaci¨®n), no basta en todo caso para explicar la obra producida, el castillo de naipes, que tanto puede constituir una estructura maravillosa como ser una torpe y deleznable chapucer¨ªa. Pues de seguro no existe una relaci¨®n estricta entre la sinceridad e intensidad del sentimiento inspirador y la calidad art¨ªstica del poema.
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