La memoria hist¨®rica
Quise conocer m¨¢s de cerca el teatro de la segunda batalla que se dio en nuestra historia para decidir la suerte del Bilbao sitiado por los carlistas. Fue la famosa efem¨¦ride que se reiter¨® tres veces, entre febrero, marzo y abril de 1874, en un supremo forcejeo que se cobr¨® un alt¨ªsimo precio de vidas humanas. El escenario del choque fue descrito con apasionado detalle por don Miguel de Unamuno en su primera gran novela, Paz en la guerra. Recorri¨®, incansable, el futuro rector de Salamanca los vencuetos y senderos del valle de Somorrostro recogiendo testimonios verbales de pobladores de los caser¨ªos circundantes que presenciaron las atroces acometidas. S¨®lo hab¨ªan transcurrido 10 a?os del acontecimiento y a¨²n surg¨ªan de las verdes praderas y de las huertas del entorno objetos de la m¨¢s variada ¨ªndole, pertrechos e indumentaria militares que el suelo devolv¨ªa a los aldeanos cultivadores. Mi padre, a la saz¨®n m¨¦dico director del hospital minero, alberg¨® a su ¨ªntimo amigo y coet¨¢neo durante los d¨ªas que dedic¨® al sentimental erudito itinerario. El hospital, del que s¨®lo quedan ruinas desoladas, se alzaba en el cerro de Buenavista, en el centro de la explotaci¨®n del mineral de Triano. Hemos subido varios amigos en la primaveral ma?ana de abril a la peque?a explanada desde la que se divisa el panorama del hecho de armas famoso. Una neblina polucionante no nos impide distinguir a simple vista el ¨¢mbito geogr¨¢fico de la terca repetici¨®n de esos memorables combates.Don Carlos VII, el pretendiente, presenci¨® desde este cerro el curso de las operaciones, acompa?ado de sus generales. Los corresponsales de Prensa extranjeros, entre los cuales abundan los dibujantes, nos han dejado una riqu¨ªsima constancia gr¨¢fica de las dram¨¢ticas jornadas en las hemerotecas europeas. Yo adquir¨ª en Par¨ªs, rebuscando en los bouquinistes del Sena, buen n¨²mero de esas litograf¨ªas, que contienen una ver¨ªdica descripci¨®n de las batallas y de los protagonistas de ambos bandos.
El sistema defensivo ideado por el marido carlista para impedir el paso del Ej¨¦rcito liberal, procedente de Castro Urdiales y San Juan de Somorrostro, hacia Bilbao era un verdadero campo fortificado de alt¨ªsimo valor t¨¢ctico y estrat¨¦gico. El general don Antonio Dorregaray, un gran profesional, fue el responsable de ese despliegue. A¨²n hoy se puede admirar el ingenioso dispositivo, apoyado en los escarpes del terreno, combinado con puntos de apoyo fortificados realmente inexpugnables con el armamento de la ¨¦poca. Ten¨ªan que ahorrar munici¨®n porque escaseaba: los soldados carlistas y las instrucciones rigurosas del general Ollo prohib¨ªan hacer fuego a m¨¢s de 200 metros de distancia del adversario. Con ello, el cuerpo a cuerpo resultaba inevitable. La bayoneta fue el arma decisiva de esta inmensa carnicer¨ªa. Cayeron varios miles de combatientes en ese hero¨ªsmo fratricida. El valeroso general Moriones intent¨® por primera vez la ruptura y tuvo que renunciar al empe?o. El general Serrano, presidente entonces del poder ejecutivo, asumi¨® gallardamente la responsabilidad directa de las operaciones y llev¨® a cabo la segunda intentona. Logr¨® avances m¨ªnimos rompiendo la l¨ªnea enemiga en dos o tres puntos, pero sin lograr alterarla s¨²stancialmente. Llam¨® entonces al general Concha, que lleg¨® de Madrid a Santander con m¨¢s refuerzos y ten¨ªa la bien lograda reputaci¨®n de ser la mejor cabeza estrat¨¦gica del Ej¨¦rcito. El gesto ten¨ªa para el duque de la Torre el riesgo pol¨ªtico de que era su colega un notorio alfonsino, y la gente apuntaba a su condici¨®n de posible protagonista de un pronunciamiento restaurador. Bilbao liberado pod¨ªa haber sido un Sagunto. Con el general Concha vino don Arsenio Mart¨ªnez Campos de jefe de su Estado Mayor y aconsej¨® variar el eje del ataque, rodeando la l¨ªnea carlista por el Oeste y sorprendiendo por ese flanco el despliegue de los voluntarios de don Carlos.
Fueron decenas de miles los combatientes que integraban los dos ej¨¦rcitos. Despu¨¦s de la guerra franco-prusiana no hubo en el siglo XIX acontecimiento militar comparable en Europa. El alt¨ªsimo coste en vidas humanas impresionaba a los agregados militares for¨¢neos venidos a presenciar los terribles enfrentamientos, que comparaban a los de la guerra de Crimea. El general L¨®pez Dom¨ªnguez, vencedor del cant¨®n de Cartagena, refiri¨® el episodio de Somorrostro con sobrio realismo.
Bajamos a recorrer los puntos nodales de esta historia. Santa Juliana, la ermita f¨®rtificada desde donde el mando t¨¢ctico de los defensores carlistas dirig¨ªa las operaciones, se halla intacta. Al pie se extiende la c¨¦lebre trinchera del ferrocarril, todav¨ªa incambiada en su estructura original. Sobre una cima pr¨®xima, la iglesia de San Pedro de Abanto -misterioso y tr¨¢gico edificio de traza renacentista, hoy en ruinas, construido con calizas impregnadas de mineral que le confieren un tinte ensangrentado estremecedor- se alza sobre un mont¨ªculo. Las ventanas parejas de la torre semejan una cabeza de b¨²ho, a la que don Miguel se refiere en el relato de la muerte del protagonista de su novela. Su guarnici¨®n la formaban en su mayor¨ªa voluntarios alaveses y castellanos. Su jefe fue un heroico marino llamado don Rafael ?lvarez Cacho, que resisti¨® los intentos de asalto con enormes p¨¦rdidas de unos y otros combatientes.
Visitamos despu¨¦s el lugar de Murrieta, ¨²nico eslab¨®n coilquistado por los liberales. Entre Murrieta y la iglesia de San Pedro no hay en l¨ªnea recta apenas un kil¨®metro. Pero ambos puntos est¨¢n separados por la profunda vaguada del arroyo de La B¨¢rcena, con pendientes muy acentuadas. All¨ª culmin¨® la batalla durante tres d¨ªas. El destino quiso que fueran los batallones de la Infanter¨ªa de Marina liberal, dirigidos por don Joa-
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La memoria hist¨®rica
Viene de la p¨¢gina anteriorqu¨ªn Albacete, los que asumieron las inveros¨ªmiles cargas y contraataques sucesivos. El general Serrano acudi¨® en persona a la vanguardia en estos choques, poni¨¦ndose a caballo al frente de los infantes de marina.
Se impuso una tregua para enterrar los cuerpos insepultos. Pregunt¨¦ en el actual barrio de Murrieta si quedaban all¨ª residentes en los cuatro o cinco m¨¢s viejos caser¨ªos que oyeron hablar en sus casas de a ella batalla. Juan L¨®pez, el amable casero de uno de ellos, en su l¨²cida memoria, me describi¨® los detalles recogidos oralmente en su ni?ez. "En este arroyo, que se llama La B¨¢rcena, chocaron una y otra vez los defensores carlistas de San Pedro y los liberales que atacaban desde aqu¨ª. Cuando las tropas de Serrano , bajaron del Monta?o y subieron desde Las Carreras a tomar estas casas, se encontraron con que una de ellas se hallaba repleta de muertos carlistas. La quemaron con su macabro contenido para evitar hedores y epidemias". La tregua sirvi¨® tambi¨¦n para la confraternizaci¨®n de los que eran, al fin y al cabo, soldados espa?oles y hermanos. Los mandos respectivos temieron que all¨ª mismo brotara un movimiento pac¨ªfico arrolla dor en las bases de los combatientes. El duque de la Torre, en su puesto de mando de Las Carreras, recibi¨® esos d¨ªas a do?a Josefa Vasco de Calder¨®n, que dirig¨ªa La Caridad, versi¨®n carlista de la Cruz Roja, para tratar de proteger el gran hospital de sangre de Santurce de cualquier bombardeo futuro. Fue como un anticipo de las ciudades abiertas que luego hemos conocido en las guerras de este siglo.
Por el descenso de Ont¨®n y la subida de Ota?es Regamos al valle de S¨¢mano, riente y soleado, en plena floraci¨®n primaveral. Subimos hacia el collado de las Mu?ecas o Mu?ecaiz, como se llamaba en la toponimia antigua. Por aqu¨ª atac¨® el general Concha, mientras Serrano amagaba en las l¨ªneas de Somorrostro. Fue una jugada estrat¨¦gica final que enga?¨® a los mandos carlistas, que tem¨ªan un ataque a Valmaseda y al valle de Mena. Este escenario est¨¢ ahora alterado por las plantaciones de eucalipto y pinol, que desdibujan los contornos y esconden el perfil de los picos de Mello y del Haya, que fueron decisivos para dominar el puerto.
Recorremos despu¨¦s la buc¨®lica campach la que vivaque¨® el marqu¨¦s del Duero, en la noche despu¨¦s del duro combate final. Los argomales rodean con su colorido la hermosa pradera en la que pasta el ganado vacuno monta?¨¦s. Enfrente se alza un mont¨ªculo cubierto de pinos, en el que don C¨¢stor And¨¦chaga, el caudillo encartado, en pie y a cuerpo descubierto, como un roble erguido, esper¨® la muerte al frente de una patrulla carlista.
Mientras bajamos a Mercadillo y dedicamos un recuerdo al lugar de Montellan¨®, el nido feliz en que naci¨® y vivi¨® don Antonio de Trueba, reflexiono sobre la ausencia de recuerdos conmemorativos de estas p¨¢ginas inmortales de nuestro pasado, que al cabo de 100 a?os contemplamos con otra perspectiva, alejados de las pasiones y partidismos decimon¨®n¨ªcos. ?No ser¨ªa bueno y necesario para nuestra identidad colectiva que se respeten y se guarden los vestigios de lo que es ahora patrimonio com¨²n? Aquellos miles de espa?oles que dieron heroicamente sus vidas en estos suelos, ?no merecen que evoquemos su sacrificio para incorporarlo visiblemente a la memoria hist¨®rica de Espa?a?
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