LECTURAS DE VERANO
Manuel de Lope (Burgos, 1949) es uno de esos escritores transe¨²ntes cuya obra refleja la visi¨®n del que ha visto el mundo. A partir de la d¨¦cada de los sesenta, sale de Espa?a y viaja y se establece en distintos pa¨ªses europeos, en los que realiza diversos trabajos. De esa pulsi¨®n itinerante no ha regresado todav¨ªa. Actualmente vive en Provenza (Francia). Su ¨²ltima publicaci¨®n, Jardines de ?frica, fue una sorpresa para el lector espa?ol, que se encontr¨® ante una obra donde la comicidad estaba lejos del casticismo habitual. En La fortuna del Tigre se cuentan los desastres de un hombre cuyos empastes dentales funcionan como transmisores de radio.
La fortuna del Tigre
Mi amigo Julio, a quien llam¨¢bamos el N¨¢ufrago, comentaba la suerte diversa que puede correr la fortuna de un hombre sin principios. Le dije al N¨¢ufrago que el hecho de hacer fortuna no tra¨ªa aparejada una claudicaci¨®n de la persona, y que otras facetas pod¨ªan considerarse, tales como el amor, la generosidad o la capacidad de admirar paisajes desconocidos. No excusaba tampoco los deseos de paladear nuevas bebidas. Yo siempre he so?ado con un viaje. El N¨¢ufrago, por el contrario, sosten¨ªa que el mundo es un sal¨®n. Entre el dilema de cambiar de butaca o salir a pasear, intent¨¦ convencerle con la historia de otro amigo.Conoc¨ª al Tigre en Par¨ªs, poco despu¨¦s de que una mujer le hubiera hecho perder la raz¨®n, poco antes de que otra mujer, en todo similar a la primera, le hiciera perder el sentido, y entre ambas demencias, que el Tigre soportaba con la impaciencia de un viajero entre dos trenes, un dolor de muelas no le dejaba dormir. Era un riojano fornido, alto y pechudo, con una sonrisa llena de iniciativas y un bigote que, como la sonrisa, actuaba de instrumento de seducci¨®n. Ten¨ªa una bondadosa manera de cruzar las manos, en lo cual se notaba que hab¨ªa sido seminarista. Este detalle le interes¨® al N¨¢ufrago, que me pidi¨® una demostraci¨®n pastoral de la forma que tiene el clero de ensamblar los 10 dedos. En el caso del Tigre, sin embargo, eran manos que mejor que el c¨¢liz hubieran alzado un cop¨®n de 10 kilos, y mejor que la custodia, una porter¨ªa de baloncesto. En La Rioja los seminaristas le dan fuerte a la pelota y de ello resulta, si se ordenan, p¨¢rrocos de manazas descomunales y temibles sacerdotes capaces de tumbar una fila de confesonarios de una sola bofetada. Pero esas manazas calludas, hechas para dar la comuni¨®n a una bandera legionaria, en sus momentos de asueto tejen una pac¨ªfica cestilla sobre el vientre con la misma unci¨®n que lo har¨ªa un dom¨¦stico de la Curia Romana. El Tigre cruzaba las manos para explicar, balanceando con melancol¨ªa la cabeza, que sin una mujer, la vida, aunque mucho m¨¢s sensata, carece de sentido, y que el dolor de muelas, de todos los azotes de la humanidad, es el m¨¢s implacable.
Viv¨ªa entonces en la Rue Dupleix, no lejos de la Torre Eiffel. El lugar estaba muy bien emplazado, pero era su tortura. Un empaste de plomo y plata que le hab¨ªan hecho le manten¨ªa en vela desde hac¨ªa una semana. Aquella aleaci¨®n, por razones que no acertaba a comprender, funcionaba como un transistor, y captaba de forma d¨¦bil pero precisa (como el ensayo de una orquesta microsc¨®pica) las emisiones musicales en frecuencia modulada del repetidor instalado en la torre. El radio de acci¨®n de su mand¨ªbula era de unos 1.200 metros. La frecuencia, de unos 92 MHz. Para explicarlo mejor abr¨ªa la boca y pretend¨ªa que escuch¨¢ramos. En el silencio absoluto s¨®lo se o¨ªa el palpitar de su coraz¨®n y el lejano rumor del tr¨¢fico sobre la oquedad del puente de Iena. Probablemente hubiera sido necesario acoplarle un amplificador. Su caso no me extra?aba. Una t¨ªa m¨ªa, que ten¨ªa un puente, pod¨ªa escuchar bajo ciertas condiciones meteorol¨®gicas las comunicaciones militares de la base de Torrej¨®n de Ardoz, y eso la manten¨ªa constantemente en estado de alerta, y cuando yo le dije que su caso pod¨ªa interesar a alguna potencia del Este guard¨® la dentadura postiza en la caja fuerte de un banco y comenz¨® a fumar largu¨ªsimos cigarrillos con boquilla dorada. Alguien le dijo al Tigre que se hiciera otro empaste sim¨¦trico al primero, para captar las emisiones en estereofon¨ªa. No sab¨ªa si considerarse a s¨ª mismo un prototipo de nueva tecnolog¨ªa en ortodoncia o un miserable golem controlado por altas potencias radiof¨®nicas. Luego opt¨® por fingir un aire ausente. Qui¨¦n sabe si la m¨ªstica primitiva del riojano no encontraba materia de meditaci¨®n en esas voces interiores, y esos h¨²medos conciertos a capella, y esa recurrente actualidad que cada hora, con los noticiarios, le recordaba como un memento mor? la inevitable fatalidad de la vida humana, "holy void of uncreated emptiness".
TARDES Y NARANJAS
El Tigre, como yo, era un gran devorador de fruta. Pas¨¢bamos las tardes delante de una cesta de naranjas, el Tigre escuchando.m¨²sica, y yo leyendo unas memorias. En aquel tiempo yo le¨ªa memorias de gente con futuro, siempre escritas, como dec¨ªa Vittorio Gassman, cuando ya el futuro se hallaba a sus espaldas. M¨¢s tarde me fue dado leer las memorias de gente sin futuro, que tambi¨¦n hay quien considera necesario dejar por escrito la futilidad de su pasado. Comparando he llegado a la conclusi¨®n de que las experiencias valen por s¨ª mismas, y la no-experiencia tiene incluso la propiedad maleable, org¨¢nica y viciosa de todo lo que no es trascendente. Lo m¨¢s interesante de Rousseau no es El contrato social, sino la forma que tiene de -contar en las Confesiones sus problemas de vejiga.
As¨ª pues, el problema dental del Tigre consist¨ªa en no poder cambiar de emisora. Por las noches, dando un largo paseo, nos lleg¨¢bamos hasta el Arco- de Triunfo, donde ya su empaste perd¨ªa la sinton¨ªa. All¨ª, entre los grandes reflectores que hac¨ªan levitar el pesado monumento unos palmos por encima del nivel de la calzada, le¨ªamos los nombres de las grandes batallas de Napole¨®n. Nos enternec¨ªa encontrar sobre el mismo m¨¢rmol el nombre de Astorga tan cerca del de Austerlitz. Aquello era una gu¨ªa Michelin de todas las campa?as del emperador, de Vigo a los Urales. Si Napole¨®n hubiera dispuesto del ferrocarril hubiera logrado la unificaci¨®n de Europa, lo que Hitler no logr¨® ni con el ferrocarril. Por los azares del orden alfab¨¦tico el nombre de Gamonal aparec¨ªa grabado entre dos batallas rusas. Le expliqu¨¦ al Tigre que Gamonal era un pueblecito cercano a Burgos que yo conoc¨ªa bien, y en el atrio empedrado de su iglesia formaban dibujo, intrustadas en el dise?o de los guijarros, las v¨¦rtebras de los franceses muertos en la batalla. "Pero la derrota fue nuestra", dijo el Tigre. No importa, dije yo, los huesos de los franceses all¨ª est¨¢n para que todo el pueblo los pise al entrar a misa. "Somos un pa¨ªs que no perdona", dijo el Tigre. Sobre todo a Napole¨®n, dije yo.
Luego volv¨ªamos a casa, donde nos esperaba el aroma de las c¨¢scaras de naranja, y al Tigre las noticias de medianoche. Con el cierre y fin de programa llegaba la hora de las confidencias.
Yo no sab¨ªa lo que hab¨ªan sido aquellos a?os de su adolescencia en un seminario h¨²medo donde se escatimaba el pan, donde hasta los santos en sus hornacinas eran gente flaca. Cuando colg¨® la sotana hizo la mil?. Nunca el Tigre hab¨ªa estado ,en contra del servicio militar, porque d¨ªgase lo que se diga, en el Ej¨¦rcito la comida siempre ha sido sana y abundante, y no puede decirse lo mismo de la Iglesia. Eso s¨ª, quien mejor vive en una brigada es el capell¨¢n castrense, a?ad¨ªa se?alando una posible s¨ªntesis del sable y la sotana. Pero ¨¦l nunca hubiera podido ser capell¨¢n castrense por culpa de las mujeres.
LA MUJER IDEAL
Pasaba entonces a describir la mujer ideal, formada por todas aquellas que se hab¨ªan cruzado con ¨¦l durante el d¨ªa. A todas ellas les hubiera pagado con gusto una cerveza, por averiguar algo m¨¢s, por a?adir una suma integral de comentarios a su descripci¨®n muda y algo est¨¢tica. "A m¨ª lo que me falla son las primeras palabras, mademoiselle...". "Es algo tan rid¨ªculo". "Dices mademoiselle y parece que se te corta todo".
Se deten¨ªa un instante. "Escucha".
Le llegaba una frecuencia pirata. Levantaba los ojos al techo con un dedo suspendido en el aire.
"Creo que era un radioaficionado", conclu¨ªa.
Otra caracter¨ªstica del Tigre, que nada ten¨ªa que ver con su
La fortuna del Tigre
paso por el seminario y mucho, me sospecho, con la frecuentaci¨®n de ciertos burdeles en el barrio adecuado de Logro?o, era la necesidad inmediata de dinero, de dinero en fuertes cantidades, cuando se trataba de seducir a una mujer. Yo estaba leyendo entonces las memorias de un gentilhombre veneciano de quien no sab¨ªa decir si era hombre de importancia o un intrascendente botarate. Intent¨¦ sacar de aquellos vol¨²menes alguna conclusi¨®n que pudiera servir al Tigre de l¨ªnea de conducta, es decir, que resolviera esa feroz alternativa entre no tener dinero y buscar el amor. Pero parece que los tiempos han cambiado, y lo que hace dos siglos necesitaba sutiles estratagemas, hoy d¨ªa lo resuelve un riojano en un plazo m¨¢s breve, y sobre todo en muchas menos p¨¢ginas, que Casanova. El Tigre cambi¨® su habitaci¨®n por otra que no estaba en sinton¨ªa con su empaste. Se instal¨® en el distrito XIV, no lejos del Observatorio. Tras una semana de ansiedad en la cual le pareci¨® captar el bip-bip de alg¨²n sat¨¦lite, se dispuso a dar un sentido a su vida. "Ya sabes lo que quiero decir". Me figur¨¦ que lo que quer¨ªa decir estaba relacionado con su miseria sentimental y econ¨®mica. Nos quedaban muchas cestas de naranjas por pelar. "Yo no puedo quedarme con los brazos cruzados", dec¨ªa el Tigre desovillando naranjas. Tanta vitamina C no pod¨ªa ser buena para la salud. "Casanova", dije yo, "com¨ªa docenas de huevos". Pero tampoco el abuso de huevos pod¨ªa ser bueno para la salud.DISTANCIA
As¨ª quedaron las cosas, indecisas en lo referente a la alimentaci¨®n. En cuanto al sentimiento, el Tigre y yo nos distanciamos. Con las p¨¢ginas de Casanova rellen¨¦ un sof¨¢ al que faltaba borra. Result¨® m¨¢s confortable. Luego lleg¨® a mis manos el diario de una cortesana japonesa en edici¨®n brit¨¢nica, y mis noches con ella fueron dulces, y sus confidencias me ayudaron a pensar las cosas de otro modo. De otro modo. En Oriente el sentimiento es una exquisita descripci¨®n. La gata de la emperatriz se llamaba Lady Myobu. En un hombre es adecuado saber ta?er la flauta. Y muchos cerezos. Much¨ªsimos cerezos.
Durante alg¨²n tiempo circularon entre el Tigre y yo amplias corrientes de aire, quiero decir que llegaba a transcurrir un mes sin que nos vi¨¦ramos, y a continuaci¨®n una semana, o dos sin recibir noticias. Las estaciones se suceden, y otra fruta madura en los frutales. Todos sabemos que la memoria est¨¢ compuesta por igual de espacios compactos y de tenues e insensibles oquedades. Un escritor espa?ol de renombre no duda en afirmar que el tiempo es discontinuo, como la materia, "y en su seno existen vac¨ªos cerrados e incomunicados como las burbujas en el l¨ªquido". Digamos que el Tigre frecuentaba burbujas diferentes de las m¨ªas, o estando yo encerrado en una bola de cristal no advert¨ª c¨®mo el Tigre se sumerg¨ªa en aguas m¨¢s profundas, y remontaba ala superficie traficando con perlas y corales para quien yo por entonces ignoraba.
Pero si se trata de saber el origen de la fortuna del Tigre, eso no tiene nada que ver con la pesca submarina. Yo trataba de explicar que la fortuna era injusta, o al menos parsimoniosa, y el Tigre se impacientaba. No basta con,sobrevivir, dec¨ªa, y en eso se notaba que era un verdadero hombre de negocios. ?Y la revoluci¨®n? No se puede hablar de revoluci¨®n con un capitalista in p¨¦ctore. Se hac¨ªa, pues, el silencio durante una semana m¨¢s. Tambi¨¦n puede ser, pero eso deber¨ªa decirlo de otro modo, que me intrigara el aspecto que pod¨ªa ir tomando mi propia vida. Eso es algo que sucede cuando los vac¨ªos se encadenan de tan alarmante manera que ya parece que no queda tiempo por perder.
Descubr¨ª en el Jard¨ªn de Aclimataci¨®n la galer¨ªa de las Osamentas, de las que cabe preguntarse qu¨¦ dur¨ªsimo proceso han sufrido hasta ser de ese modo aclimatadas. Eran grandes construcciones que un d¨ªa soportaron carne de elefante o de jirafa. ?Qu¨¦ relaci¨®n pod¨ªa existir entre mis lecturas y aquel polvoriento para¨ªso de la Radiograf¨ªa? Una osamenta de ballena del tama?o de un tren de mercanc¨ªas flotaba en el espacio ceniciento, suspendida bajo la c¨²pula, rescatada de un oc¨¦ano de ¨¢cido sulf¨²rico. Un fam¨¦lico lagarto antediluviano, reducido a la m¨¢s extrema necesidad, fing¨ªa alcanzar las ramas de un baobab de cart¨®n. Fueron unas semanas turbias. Los cerezos en flor de las laderas del Fusiyama se transformaban en s¨®lidas pr¨®tesis de monstruos extintos. No hubiera podido comer fruta con el Tigre sin que habl¨¢ramos de la decrepitud y la muerte.
Otros pensamientos menos destructores me guiaban al Invernadero tropical. Quiz¨¢ en el Jap¨®n imperial y en la memoria de mi cortesana florec¨ªa el tiempo perpetuo de los cerezos, pero en un Par¨ªs de marzo, con r¨¢fagas de viento que parec¨ªan acudir a una reuni¨®n de metales oxidados y cuchillas de afeitar, se agradec¨ªa el tibio y h¨²medo esplendor de aquel sal¨®n transl¨²cido que encerraba tanta jungla domesticada. Se respiraba un aroma de lujo ecuatorial que despejaba la ceniza del cerebro. Acab¨¦ pregunt¨¢ndome c¨®mo traducir con delicadeza y precisi¨®n la palabra sassafras (suponiendo que fuera flor que yo pudiera llevar en la solapa).
"There in the sky / Wher¨¦ the paths of summer and autumn cross, / A cooling wind will blow from many sides / Combing the sassafras".
Es de imaginar que con semejantes nostalgias, perdido en un laberinto de cocoteros en maceta, el riojano decerebro pragm¨¢tico me aconsejar¨ªa salir a tomar unas cervezas.
EN EL INVERNADERO
Aquella tarde dej¨¦ una nota en casa diciendo al Tigre que me encontrar¨ªa en el Invernadero. Como todos los buenos amigos, el Tigre me consideraba objeto de atenci¨®n, y me reduc¨ªa al mismo tiempo al estado de arpillera. Debe funcionar un mecanismo de compensaci¨®n. Apareci¨® detr¨¢s de un aguacate haciendo ostentaci¨®n de un fajo de billetes tan tupido com.o la vegetaci¨®n que nos rodeaba.
El Tigre comprend¨ªa las razones, melanc¨®licas y meteorol¨®gicas, que me llevaban a buscar refugio en aquel lugar. Lo comprend¨ªa perfectamente, dijo evitando un sospechoso rinc¨®n donde crec¨ªa una interesante especie de inflorescencia f¨¦tida. Pero desde que hab¨ªa conocido a Jane, Jane, ¨¢ngel, no pod¨ªa compartir comnigo esos extremismos sentimentales casi adolescentes (los de la soledad), o francamente mis¨®ginos (nunca arreglar¨ªa yo mi situaci¨®n entre un almac¨¦n de huesos y un vivero).
"Pero yo no tengo ninguna situaci¨®n que arreglar".
El Tigre se encogi¨® de hombros precedi¨¦ndome por el semillero de plantas carn¨ªvoras.
"All¨¢ t¨²". Pero me advert¨ªa, a la vez que tropezaba con una palmera enana de la variedad Chamoerops humilis, que yo no pod¨ªa seguir siendo toda la vida un asistido en todos los ¨®rdenes.
Pasa a la p¨¢gina siguiente
La fortuna del Tigre
Viene de la p¨¢gina anteriorY cuando mi padre, ese bendito, se enterara de que perd¨ªa el tiempo memorizando nombres de est¨²pidas palmeras en lugar, como supon¨ªa, de estar convirti¨¦ndome en hombre de provecho, corr¨ªa el riesgo de que me cortara los v¨ªveres, ocasi¨®n tambi¨¦n para que yo me cortara la coleta y me pusiera a trabajar. Y cualquier mujer que supiera mi afici¨®n casi enfermiza por las osamentas, a pesar de que el amor perdona muchas excentricidades, me volver¨ªa los omoplatos. Mientras que ¨¦l, el Tigre, pod¨ªa permitirse el lujo de llevarme en coche a tomar una copa donde quisiera. Y pasarme un par de billetes si los necesitaba. Y se acab¨® la fruta. Odiaba la fruta. La sola menci¨®n de la huerta de Valencia le hac¨ªa vomitar. En Hippopotamus, dijo juntando las manos, serv¨ªan unos filetes del espesor de dos manos ensambladas.
Un buen mazo de carne me dejar¨ªa como nuevo, dijo subiendo al coche. Luego puso el contacto mirando el reloj. Dentro de hora y media ten¨ªa que estar en Orly. El Tigre no iba a tomar el avi¨®n, pero Jane trabajaba en una agencia de viajes.
TIBIA DE MAMUT
En la galer¨ªa de las Osamentas una mujer marc¨® la estatura de su hijo con un l¨¢piz de labios en la tibia del mamut, y all¨ª estar¨¢ ese trazo, siendo ese ni?o quiz¨¢ ahora ingeniero. La desmesura del gesto me sorprendi¨®, como si Hamlet, delante del cr¨¢neo de un iguanodonte, meditara sobre eras geol¨®gicas, en lugar de limitarse al ef¨ªmero espacio de una vida. Para resumir la angustia existencial se necesitan tres cosas: un ni?o, un mamut y una barra de carm¨ªn. "Sobre todo una barra de carm¨ªn", dijo el Tigre, a quien encantaba ese detalle. "?Puedes imaginar desaf¨ªo m¨¢s elegante que el de marcar la estatura de un mocoso sobre un hueso milenario?". "Busca, busca y hallar¨¢s".
"?Elegante?". El N¨¢ufrago, al escuchar esta an¨¦cdota no crey¨® que yo hab¨ªa acertado con la palabra precisa. En primer lugar porque la importancia simb¨®lica de un gesto no se mide por esas frivolidades, y en segundo lugar porque le parec¨ªa un acto de vandalismo ir causando desperfectos, por elegantes y metaf¨ªsicos que fueran, en un material de propiedad colectiva destinado a la instrucci¨®n p¨²blica. Y no s¨®lo eso. Hamlet, que en cierto modo tambi¨¦n pudiera considerarse propiedad colectiva, no ganaba nada con ser colocado ante el dilema existencial de un saurio.
"?Era guapa la mam¨¢?", pregunt¨® el Tigre mientras nos dirig¨ªamos a Orly.
"No estaba n¨ªal", conced¨ª.
El Tigre era un vividor y el N¨¢ufrago un moralista. As¨ª que el N¨¢ufrago jam¨¢s lograr¨ªa hacer fortuna.
Nadie puede suministrar una receta esencial de vida. Ni nadie posee una patente de ingenio que le permita decir, como la estatua de la Libertad sobre un islote, aqu¨ª he llegado yo. El Tigre conduc¨ªa rumbo al aeropuerto como si hubiera tendido un puente sobre mundos inferiores, olvidados purgatorios alejados de la luz, donde la gente escuchaba demasiado la radio y donde se com¨ªa demasiada fruta. El atardecer abr¨ªa delante de sus ojos rutilantes perspectivas de extrarradio. Me pregunt¨®: "?T¨² qu¨¦ har¨ªas en la vida si te cayera de repente un buen paquete de dinero?". Era ¨¦sa una cuesti¨®n que muchas veces me hab¨ªa planteado. En el cine los g¨¢nsteres y gente de pasta aparecen a menudo tom¨¢ndose una sauna o en una sesi¨®n de masajes. "Afeitarme", dije al Tigre, siendo mis pretensiones m¨¢s modestas. El Tigre me mir¨® la barba de dos d¨ªas.
Por supuesto. Precisamente se le hab¨ªa olvidado decirme, entre sus reproches, que no me sentar¨ªa mal una ducha, costumbre peque?oburguesa, irritante a veces, h¨²meda siempre, de eso tambi¨¦n ¨¦l estaba convencido, pero que hubiera complementado admirablemente el filete de tres cuartos de kilo que acab¨¢bamos de comer, por esa sutil relaci¨®n que existe entre la higiene, la buena comida y (apurando la l¨®gica) las corbatas de seda. Jane acompa?aba al Per¨² una excursi¨®n completa de viajeros de la tercera edad. "Y esos ancianos, fig¨²rate, han comprendido con la jubilaci¨®n que no se vive por una idea, ni por un oficio, sino por un filete de libra y media y una corbata de seda". Le dije que exageraba. Retir¨® lo de la corbata de seda. En todo caso se vive por cosas sustanciales, a?adi¨®, y no por sombras que habitan en los libros.
"Acabar¨¢s como Rocinante".
"Como Don Quijote, querr¨¢s decir".
"No es una cuesti¨®n de nombres".
Llegamos al aparcamiento y me dijo que me quedara en el coche. No quer¨ªa que Jane me viera sin afeitar.
NEGOCIOS DE JANE
Durante un mes se me qued¨® grabado en la cabeza que la obligaci¨®n de mantenerse presentable ten¨ªa algo que ver con los negocios de Jane. En toda l¨®gica, si uno se dedica a embarcar jubilados, transportarlos por dos hemisferios, ocuparse de sus hoteles, contando y recontando abuelos como en una pesadilla geneal¨®gica, tan demente situaci¨®n deber¨ªa producir un tipo de mujer ap¨¢tica, desenga?ada. "Nada de eso", dijo el Tigre.
"Yo no podr¨ªa acompa?ar a un cargamento de ancianos a orillas del lago Titicaca como no fuera por razones de eutanasia", dije yo.
"T¨² no, pero puede haber ,otras razones", dijo el Tigre. Con lo cual qued¨¦ convencido de que esa mujer viajaba por bondad de coraz¨®n.
"Compr¨¦ndelo", dijo el Tigre. "A Jane no le gusta la gente con pinta de chorizo".
No hizo falta que me lo repitiera. Esper¨¦ en el aparcamiento a que terminaran sus abrazos y despedidas, y los abrazos y delicadas palmaditas en la espalda a los ancianos que no quer¨ªan morir sin saber lo que era un inca, y los peque?os regalos sorpresa por cuenta de la agencia antes de emprender el vuelo, y deseos de que todo pasara bien y a disfrutar de la excursi¨®n.
Alguna vez acompa?¨¦ al Tigre a la vuelta del avi¨®n, y tambi¨¦n le esperaba en el coche, hasta que el Tigre regresaba cargado de maletas. As¨ª me enter¨¦, y tambi¨¦n por otros comentarios relacionados con la tercera edad, de que el amor hab¨ªa despertado en el Tigre unos sentimientos de respeto por las personas mayores de los que antes carec¨ªa. Yo nunca le hab¨ªa visto avasallar a un anciano, era otra cosa. Los ancianos simplemente no exist¨ªan, o exist¨ªan como existen los gorriones, es decir, con sus miguitas de pan, sus jardines p¨²blicos y sus peque?os problemas. Pero ahora se enternec¨ªa al pasar por delante de un hospicio o despotricaba contra una sociedad poco agradecida al ver la fachada decr¨¦pita de alg¨²n hogar del jubilado. Porque las personas mayores necesitan cari?o y excursiones. Y nada enriquece tanto el esp¨ªritu como conocer otros pueblos y otras razas. Aquella noche, tras exhortarme a que escribiera a mis abuelos si a¨²n viv¨ªan, me dej¨® en casa. No quiso subir a que le preparara un zumo. Desapareci¨® y no le volv¨ª a ver durante un par de meses. Luego, cuando al fin se manifest¨® (estando yo entregado a la absorbente tarea de buscarle adjetivos a Panonia con vistas a un relato geogr¨¢fico), fue para anunciarme que se marchaba a Am¨¦rica.
"Ind¨®mita regi¨®n", dije yo.
Ven¨ªa a despedirse. No, no se marchaba acompa?ando a una excursi¨®n de ancianos, gente rencorosa. Quer¨ªa darme un abrazo de amigo y decirme, desenga?ado de esa porci¨®n de humanidad que rebasa los 60 a?os, que si alguna vez necesitaba de ¨¦l, en Los ?ngeles lo podr¨ªa encontrar, o en Nueva York. Me dejaba las llaves de su coche. ?Y Jane? Ella se hab¨ªa ido unos d¨ªas antes. Me pareci¨® impertinente indagar m¨¢s detalles. No hab¨ªa comido. Le met¨ª en los bolsillos del abrigo dos naranjas y se fue sin dilaci¨®n.
Yo ya hab¨ªa conocido otros casos de gente que cambia de opini¨®n s¨²bitamente. En el caso del Tigre, el hecho de que cambiara tambi¨¦n de continente, aunque a?ad¨ªa un factor de dimensi¨®n superior, no constitu¨ªa verdaderamente un rasgo preocupante. Pod¨ªa tratarse del inicio de una nueva aventura, como suced¨ªa en las historias por entregas de mi infancia. Pod¨ªa ser tambi¨¦n que yo no comprendiera, sumergido en mis lecturas (y ese maldito inter¨¦s por encontrar una descripci¨®n acertada de Panonia). Por una vez quise ser otro. Bast¨® la ausencia del Tigre para que el Tigre fuera yo. Fui a buscar su coche al aeropuerto, y entonces agradec¨ª de verdad no ser el Tigre, porque el coche ya lo hab¨ªa sellado la polic¨ªa, y el empleado del aparcamiento me pidi¨® la documentaci¨®n, y todo el mundo quiso saber m¨¢s, y me fueron necesarios tres d¨ªas para convencer a mis interlocutores, a veces esc¨¦pticos, a veces iracundos, de que mis relaciones con el propietario del autom¨®vil hab¨ªan sido muy vers¨¢tiles en los ¨²ltimos tiempos, incluyendo las visitas hist¨®ricas a monumentos reputados, un af¨¢n no compartido por la radiofon¨ªa y confidencias sentimentales. Nada de ello materia delictiva. ?Sab¨ªa yo su paradero? Lo ignoraba. Panonia es una regi¨®n situada al norte del Danubio. Famosa por sus pastos, sus atardeceres y sus veloces caballos.
LA FORTUNA
Result¨® que la fortuna del Tigre no era ning¨²n misterio. El mecanismo de acumulaci¨®n de capital, con ser complejo, funcion¨® correctamente, de lo cual pudiera extraerse alguna ense?anza, mejorando el ingenio o la precauci¨®n. La agencia organizaba el viaje, cargaba su charter de pensionistas y los llevaba a subir y bajar escaleras a Machu Picchu, y a cuidarse posteriormente los juanetes en alg¨²n hotel internacional (y ah¨ª pod¨ªa imaginarse el sol¨ªcito papel de Jane, encargando t¨¦ para 50 personas, atendiendo mareos y despejando sospechas sobre la presunta falta de higiene de los cuartos de ba?o del Per¨²). En cada viaje se sorteaba un juego de maletas, y una pareja de abuelos regresaba con equipaje nuevo, maleta, malet¨ªn y estuche de tocador, h¨¢bil artesan¨ªa nacional donde los lagartos amaz¨®nicos dejaban el pellejo, bella factura, s¨®lidas conteras, y entre kilo y medio y dos kilos de coca¨ªna distribuidos por los forros. ?Qui¨¦n era el funcionario descastado que iba a sospechar en Orly del retorno de una excursi¨®n de abuelos felices? S¨®lo faltaba que ese equipaje, una vez cumplidas las pintorescas formalidades aduaneras se extraviara. El negocio quedaba concluido. Lo importante era no perder el control.
POSTALES
Un a?o m¨¢s tarde recib¨ª una postal del Tigre. Worthy Falls, Grand Canyon. Deduje que los tiempos hab¨ªa mejorado, y no quedaba rastro de la ¨²ltima precipitaci¨®n. Otro autom¨®vil, y Jane, hab¨ªan conducido al Tigre a las alturas. La pausada escritura, apenas alterada por la infinita obra de la naturaleza que le rodeaba, transmit¨ªa los mejores deseos, alzando los ojos al cielo, bajando la mirada al profundo rumor. Me aconsejaba que no abusara de mis convicciones. De igual modo deb¨ªa vigilar mi alimentaci¨®n. ?Cu¨¢ndo leer¨ªamos juntos los nombres de los muertos en la Conquista, archivados en el coraz¨®n de aquella tierra? A?ad¨ªa otros recuerdos de California. Y una direcci¨®n: Sierra Way.
"En alguna parte deb¨ªa haber un fallo", dijo el N¨¢ufrago.
Y lo hab¨ªa. Parece que los viejos son gente muy legal. Y a pesar de la indemnizaci¨®n que la agencia les pagaba presentaban denuncia por robo de equipaje. La polic¨ªa empez¨® a interesarse por esos viajes que siempre terminaban con robo de maletas.
?Por qu¨¦ desconfiaba Jane de los chorizos?
Porque no se adelantaran al Tigre que era el chorizo de la agencia.
Algo me dice que la experiencia se puede aprovechar, dijo el N¨¢ufrago.
Demasiado tarde, dije yo. En los aeropuertos registran especialmente las maletas de los jubilados.
Se puede sortear un anorak en una excursi¨®n de colegiales.
Eso es cierto.
S¨ª lo es.
Pero ¨¦ramos gente destinada a la inactividad. Y s¨®lo nos quedaba admirar los recursos ajenos, la movilidad de los principios, y la sincera emoci¨®n de un riojano que descubre el Gran Ca?¨®n. Yo le debo algo al Tigre. Despu¨¦s de aquello le¨ª muchos libros de viajes. La aventura de Hernando de Soto, P¨¢jaros de Norteam¨¦rica, So vast so beautiful a land.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.