Loter¨ªa primitiva
Se habla mucho de las personas reales ¨²ltimamente; no me refiero a las personas aut¨¦nticas, sino a las de la Casa Real. Primero fue el supuesto descontento del Rey con el presidente del Gobierno por causa de la negocaci¨®n sobre las bases norteamericanas, decidida en refer¨¦ndum nacional; luego soportarnos el estruendo en torno al viaje de los Reyes a EE UU, y despu¨¦s la decepcionada constataci¨®n del poco eco que tal estruendo ha tenido, precisamente, en EE UU. Tambi¨¦n se nos han propinado algunos escalofr¨ªos contraf¨¢cticos a cuenta del terremoto de Los ?ngeles y del accidente de un avi¨®n militar de pruebas semejante a aquellos en los que realiza su aprendizaje el pr¨ªncipe Felipe. La impresi¨®n general que parece desprenderse de toda esta noveler¨ªa informativa es la de que el precioso don que es nuestra Monarqu¨ªa, sin la cual qu¨¦ ser¨ªa de nosotros, est¨¢ permanentemente comprometido por la demagogia irresponsable, la torpeza gubernativa, las deficientes medidas de seguridad y la conspiraci¨®n fatal de los elementos. ?Cu¨¢ntas inquietudes! Menos mal que el carisma regio sale inc¨®lume de todas las asechanzas, sin detrimento de su proverbial campechan¨ªa ni de su necesaria firmeza. Como dice un profundo dictamen muchas veces repetido: tenemos un Rey que no nos lo merecernos.A estas alturas, uno ya va siendo resignado partidario de convertir la necesidad en virtud, pero a¨²n me rebelo ante el prurito de hacer de la necesidad vicio. Las circunstancias hist¨®ricas infortunadas que aconsejaron -la palabra es suave- la restauraci¨®n mon¨¢rquica en este pa¨ªs son de sobra conocidas y ya han recibido todo el acatamiento que el sentido com¨²n pod¨ªa exigir. Que el experimento ha resultado menos mal de lo que algunos tem¨ªamos que saliese, aunque desde luego no delirantemente bien, es cosa que s¨®lo los m¨¢s obcecados o los aplastados por la tortilla vuelta pueden poner en duda. Pero resulta preocupante este creciente empe?o en mitologizar el poder bueno de la Monarqu¨ªa frente al malo de las instancias gubernamentales, la elegancia, sensatez e innata distinci¨®n de la familia real frente a la zafiedad, demagogia, venalidad, torpeza y todo lo que ustedes quieran de los responsables elegidos por los ciudadanos con derecho a voto. Se dir¨ªa que hay gente empe?ada en dar a entender que el Gobierno ha resultado catastr¨®fico porque lo hemos elegido nosotros, mientras que el Rey ha salido estupendo porque nos lo concedieron primero Dios y luego Franco, su representante en la historia. Los que as¨ª ahora predican son lacayos gen¨¦ticos -dudo mucho que la biolog¨ªa fabrique reyes, pero tengo claro que produce lacayos- que intentan expiar a fuerza de zalemas y halagos los chistes que hicieron durante la dictadura a costa de las personas que hoy ocupan el trono.
Supongo que no faltan argumentos contra el Gobierno sin necesidad de invocar desacatos por error u omisi¨®n contra la Monarqu¨ªa. Tomemos como ejemplo el dichoso viaje a Estados Unidos. Los norteamericanos de a p¨ªe tienen fama de ingenuos y algo boquiabiertos frente a las sofisticaciones de la ancestral Europa (sospecho que es m¨¢s cierto lo contrario, pero en fin), aunque esta apresurada intuici¨®n sociol¨®gica no basta para creer que la simple presencia de monarcas de carne y hueso deb¨ªa paralizar de admiraci¨®n al pa¨ªs m¨¢s poderoso de la Tierra. Desenga?¨¦monos, los pa¨ªses que han podido permitirse el revolucionario lujo hist¨®rico de librarse de sus dinast¨ªas guardan escasa nostalgia y s¨®lo relativa curiosidad por la realeza. ?Y de veras alguien cree que los crecientemente influyentes hispanos estadounidenses lo que quieren es rescatar sus ra¨ªces en la deca¨ªda madre patria ex imperial en lugar de arraigarlas todo lo posible en el fascinante nuevo imperio que quiz¨¢ est¨¦n destinados a heredar? Estos equ¨ªvocos de pat¨¦tico nacionalismo cultural no son m¨¢s que el pre¨¢mbulo del empachoso rid¨ªculo que nos espera vivir el a?o 1992, ya lo ver¨¢n ustedes.
De todas formas, hay que reconocer que no debe ser cosa f¨¢cil organizar una excursi¨®n pol¨ªtica como la que comentamos. Dejando a un lado los terremotos imprevisibles y los aviones achacosos (?ojal¨¢ no tuvi¨¦semos problemas mayores!) quedan siempre abiertos los abismos de la alta pol¨ªtica (alta en el otro sentido de la etimolog¨ªa del t¨¦rmino, es decir, alta hacia abajo), con su enigm¨¢tico veto a los representantes hispanos en las dos c¨¢maras que quisieron entrevistarse con Su Majestad y en cambio su frustrado anhelo de merecer una audiencia de Frank Sinatra. Y no olvidemos la elemental exigencia de no inmiscuirse en los asuntos internos del. pa¨ªs visitado. As¨ª, por ejemplo, que el Rey se re¨²na con diversos altos financieros, o con rabinos, o con alcaldes en busca de reelecci¨®n no interfiere en asuntos internos, mientras que hubiera sido una interferencia de p¨¦simo gusto hacer una visita a Paula Cooper, la adolescente negra condenada a, muerte a los 16 a?os y que desde agosto espera el momento de su ejecuci¨®n en el penal de Indiana. En estas ocasiones, todo tacto es poco.
Decir que tenemos un Rey que no nos merecemos es un pensamiento profundo; profundamente est¨²pido, pero profundo a fin de cuentas. Porque precisamente ese es el problema, que a los reyes no se los merece uno nunca, ni a los buenos ni a los malos. Por eso algunos Estados optan por la f¨®rmula republicaria, para votar de arriba abajo los cargos de la naci¨®n y tener ni m¨¢s ni menos que lo que se merecen. Insistir en lo bueno que nos ha salido el Rey es peligroso, porque conlleva el reverso de lo malo que podr¨ªa haber resultado, sin ser menos rey por ello; nos ha tocado el premio gordo de la loter¨ªa, pero sabido es que tal premio nadie puede merecerlo ni reivindicarlo corrio derecho propio: por eso hay personas que, en lugar de jugar a la loto, deciden ganarse la vida de manera, menos azarosa.
La f¨®rmula mon¨¢rquica ha sido un aceptable lubricante para la. transici¨®n democr¨¢tica del pa¨ªs, pero, por lo visto, hay quien se ha empefiado en convertirla en reedici¨®n corregida y aumentada del paternalismo desp¨®tico del que todav¨ªa no hace mucho nos hemos librado. Frente a las evidentes imperfecciones, miserias y perplejidades del poder electivo -en el que reside, no lo olvidemos, la ¨²nica emancipaci¨®n pol¨ªtica que hemos alcanzado- se acu?a el mito de una perfecci¨®n jer¨¢rquica ensalzada desde la ?o?ez y la zoolog¨ªa. Y ello puede tener como indeseable consecuencia que la Monarqu¨ªa deje de ser realista, o que el realismo ya no pueda ser ni estrat¨¦gicamente mon¨¢rquico.
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