Las dos Espa?as y la mitad de una tercera
No hace mucho asist¨ª a, una bonita fiesta. Su escenario era el marco elegante de un instituto espa?ol en Nueva York y el inspirador horizonte hist¨®rico que ofrece el tel¨®n de fondo de Estados Unidos. Sus protagonistas eran un ex ministro dotado de un pensamiento de altura filos¨®fica y un diplom¨¢tico, tambi¨¦n espa?ol, de exquisita fineza. La conversaci¨®n rondaba los males de las lejanas tierras de Espa?a.Soy incapaz de reproducir la compleja arquitectura l¨®gica que primero despleg¨® el pol¨ªtico. Pero entend¨ª uno de sus leitmotiv. Cualquiera que sea nuestro juicio sobre el resultado actual de la transformaci¨®n democr¨¢tica de Espa?a y sobre sus demasiado evidentes defectos, no debe olvidarse un importante condicionamiento. Un cambio social y cultural m¨¢s profundo que nuestro cambio real y efectivamente superficial hubiera perdido de las manos su tim¨®n pol¨ªtico, sin el cual tampoco aquel cambio ideal hubiera podido seguir su rumbo. El orden de las posibilidades institucionales, pol¨ªticas o hist¨®ricas s¨®lo les daba a elegir a los protagonistas de la Espa?a actual entre el mal menor.
Hab¨ªa un fil¨®sofo por ah¨ª, o m¨¢s bien un conferenciante viajero, que repuso a las palabras del pol¨ªtico con una inesperada lecci¨®n: "La historia moderna espa?ola", dijo, "es una larga serie de cambios a medias, comenzando por la reforma de Loyola y acabando por la ilustraci¨®n del padre Feijoo. Fueron cambios, adelantos o programas que nunca partieron de una voluntad lo suficientemente decidida para combatir de ra¨ªz los obst¨¢culos doctrinarios, institucionales o pol¨ªticos que de todos modos les cerraban el paso; les falt¨® coraje y carecieron de la fuerza necesaria para superar los l¨ªmites que la realidad espa?ola les pon¨ªa a sus sue?os de innovaci¨®n, de mejora o de progreso, y nunca llegaron a gozar el fruto de su entero cumplimiento. Los vigilados pasos del humanismo reformista espa?ol dieron en la mediocridad y en la Inquisici¨®n, y las tentativas de ilustraci¨®n acabaron en una mezcla de positivismo escol¨¢stico y de clericalismo librepensador. La cultura espa?ola", acab¨® postulando nuestro fil¨®sofo viajero, "se ha distinguido por el car¨¢cter insuficiente de sus reformas". Y para poner fin a su pl¨¢tica cit¨® a un humanista del siglo XVI perseguido por la Inquisici¨®n: "Por estar a razones con los poderes, la cultura espa?ola no ha sabido de los poderes de la raz¨®n".
Aquella amena sesi¨®n tuvo que derivar, despu¨¦s de esto, por otros horizontes. Le toc¨® entonces el turno al discreto caballero y diplom¨¢tico. ?ste hablaba con una voz suave y un pausado ritmo que contrastaban con la tensi¨®n contenida de los primeros interlocutores. Sus palabras adquirieron, no obstante, el tenor, de una conclusi¨®n tajante. "La soluci¨®n", afirm¨®, "est¨¢ en el fundamentalismo". Y el silencio puso fin al ameno encuentro.
De los argumentos que acompa?aban tan seco juicio creo haber colegido un hilo dorado: ning¨²n poder pol¨ªtico, ninguna decisi¨®n hist¨®rica, incluso ninguna creaci¨®n literaria, filos¨®fica o art¨ªstica, pueden alcanzar fuerza, firmeza e identidad a partir de los mediocres postulados de los reformadores espa?oles de todos los siglos. La condici¨®n de que cualquier obra pol¨ªtica o cultural espa?ola sea consistente en un sentido hist¨®rico, social y espiritual reside en su arraigo y profundizaci¨®n de los fundamentos hist¨®ricos de lo espa?ol.
La reuni¨®n, como ya dije, se levant¨® r¨¢pidamente, y a m¨ª se me acab¨® r¨¢pidamente el sosiego. Me pareci¨® hermoso ver retratadas las modernas versiones de las dos Espa?as, con su rotundo lado m¨ªstico, doctrinal y esencialista, y el otro lado de librepensantes y 'reformistas. Pero me llam¨® m¨¢s la atenci¨®n el sesgo quebrado que hab¨ªan adquirido sus temas y argumentos. En la visi¨®n del pol¨ªtico brillaban las tonalidades del desenga?o. A la conclusi¨®n del diplom¨¢tico le subyac¨ªa un tono nost¨¢lgico. El fil¨®sofo, por su parte, derivaba simplemente por los cielos de una cr¨ªtica que, hist¨®ricamente hablando, nunca ha tenido cabida en la cultura de Espa?a desde los or¨ªgenes fundacionales del Estado moderno. Su discurso s¨®lo era negativo. Y yo me qued¨¦ con el recuerdo de las languideces y pesares de la espaciosa y triste Espa?a y fray Luis de Le¨®n.
En el curso de los ¨²ltimos a?os, la evoluci¨®n de la sociedad espa?ola ha estado presidida por dos conceptos emblem¨¢ticos que merecen cierta atenci¨®n. El primero era el cambio; el segundo ha sido el de la modernizaci¨®n. Ambas categor¨ªas encerraban program¨¢ticamente un dilema com¨²n. La modernidad fue la aspiraci¨®n secular formulada hist¨®ricamente por el humanismo ¨¦tico y cient¨ªfico del Renacimiento, por la Reforma, por las filosof¨ªas cient¨ªficas y cr¨ªticas de la Ilustraci¨®n, pero nunca plenamente conquistada por la cultura espa?ola. Era y es la otra orilla de la cat¨®lica Espa?a imperial, de la Espa?a eterna, de la Espa?a negra, de aquella misma identidad absoluta, trascendente y atemporal que, entre otros pensadores espa?oles, defendieron Ganivet y Unamuno. A su vez, la palabra cambio resum¨ªa la esperanza de romper la fijaci¨®n totalitaria de aquellos valores absolutos en el tiempo y el espacio institucionales y pol¨ªticos. El cambio era entendido, por este motivo, como una condici¨®n b¨¢sica para recuperar el tiempo perdido de aquella modernidad hist¨®ricamente aplazada.
Pero las cosas mudan en el momento actual. Las tareas de la modernizaci¨®n no parecen tanto asumir los signos de un cambio en aquel sentido reformador cuanto suplantar sus esperanzas, y precisamente en un contexto hist¨®rico internacional que tiende a definir estas tareas de la modernizaci¨®n en los t¨¦rminos de una estricta racionalizaci¨®n t¨¦cnica y econ¨®mica de la sociedad y las formas de dominaci¨®n, y de una reproducci¨®n mercantil, informativa y espectacular de la vida que, en su conjunto, tienen ya muy poco que ver con los ideales modernos del humanismo y la Ilustraci¨®n. En consecuencia, el significado del cambio se ha vuelto ambiguo, si no obsoleto, porque falto de contenido. En semejante encrucijada se plantean algunos dilemas, entre ellos los que se pusieron de relieve en aquella conversaci¨®n elegante de un sal¨®n neoyorquino.
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