Por lo com¨²n, hasta la muerte
A¨²n en las librer¨ªas su antolog¨ªa narrativa Viento Sur (Alianza Editorial, pr¨®logo de Jorge Luis Borges), Qui?ones prepara un nuevo libro de relatos titulado Contrapuntos, porque contrapondr¨¢ a textos de lenguaje popular y temas cotidianos otros en muy distinta l¨ªnea culturalista y fant¨¢stica. A este grupo pertenece el que insertamos hoy, destacado como uno de los ganadores en el s¨¦ptimo concurso Sara Navarro, que se fall¨® en Madrid el pasado 10 de diciembre. El escritor gaditano ha ultimado dos novelas, en las cuales, como en el relato que sigue, se equilibran realismo y fantas¨ªa: El amor de Soledad Acosta y Encierro y fuga de san Juan de Aquitania.
M¨¢s que la idea de que ella desapareciera de su vida, lo incomod¨® alguna noche la de acabar no encontr¨¢ndola y verla s¨®lo as¨ª, seg¨²n llegaba, complet¨¢ndosele poco a poco. Como si adivinara esa aprensi¨®n, la mujer parec¨ªa entonces prodigarse; se hac¨ªa ver dos, tres d¨ªas seguidos, a veces en un corto plazo de horas, y Mario reca¨ªa en la esperanza de que iba por fin a escuchar el tono de su voz o de conocer su nombre.Ya estaba hecho a todo lo que m¨¢s le extra?¨® al principio: a que esa mujer, capaz de mostr¨¢rsele en cualquier momento, no le visitara los sue?os, a no verla acompa?ada nunca o a notarla, en ocasiones, desentendida de ¨¦l, oje¨¢ndolo, cuando m¨¢s, con una mirada contradictoriamente intensa y huidiza. Alg¨²n d¨ªa la sorprendi¨® en menesteres nada idealizables, chupeteando una cuchara, enderez¨¢ndose un tac¨®n por la calle con un moh¨ªn de apuro o cambi¨¢ndose una compresa en lo que deb¨ªa ser su cuarto de ba?o.INTIMIDADESPero nunca le choc¨® gran cosa avistarla en esas desairadas intimidades; de rom¨¢ntico o fant¨¢stico, bien poco hab¨ªa en ella desde sus primeros asomos, a pesar de aquellas fugaces visiones de sus ojos: al comienzo, nada m¨¢s que los ojos, inquietantes por solos, pero c¨¢lidos y tranquilos, apenas esbozadas las l¨ªneas de la cara como en unos tanteos de dibujante. Lo dem¨¢s se hab¨ªa ido revelando despacio: el rostro, el cuerpo vestido o en desnudez, sus maneras de estar, los atuendos, sencillos y al d¨ªa. Tan definida ya, que Mario no hubiera podido volver a confundirla igual que en septiembre, cuando, durante un vuelo a Casablanca, crey¨® reconocerla en un asiento delantero, y se sinti¨® en rid¨ªculo al levantarse y dirigirse, sin un buen pretexto, a otra que s¨®lo la evocaba en el perfil de la nariz y en la tersura del cabello casta?o.
Todo empez¨® muy poco antes del segundo y veloz descalabro amoroso del hombre: 12 a?os de matrimonio, 11 meses con una antigua amante y la resoluci¨®n, despu¨¦s, de no irse a vivir con el padre, instalarse en su estudio de Atocha y sufragar su soledad, que era tambi¨¦n la libertad, con el. trabajo, los amigos, los ligues volanderos.
Bien rebasados los 40, los viajes profesionales y su prosperidad de arquitecto independiente y prestigiado le ayudaban a cubrir el tiempo y a anteponer la memoria de sus amargores a la de sus agrados en vida de pareja. Qui¨¦n le hubiera dicho que, despu¨¦s del largo calvario con Ana, sin un hijo que lo paliase, aquella fervorosa relaci¨®n con Marina iba a romperse tan pronto, y con igual enemistad. Los ¨²ltimos d¨ªas de vivir con Marina, m¨¢s de un a?o ya, fue cuando empez¨® a mostr¨¢rsele ella, esa mujer atractiva, no muy bonita..., ?qui¨¦n? ?Y por qu¨¦ a ¨¦l, al escarmentado?
La ve¨ªa siempre sola por interiores o exteriores urbanos y como enmarcada en un espacio de l¨ªmites difusos, ce?ido a su figura y curiosamente integrado en lo que ¨¦l estuviera divisando. Sin embargo, esas irrupciones visuales y mudas, de unos segundos o, corno mucho, un par de minutos, no alarmaban ni desazonaban a Mario. Lo relajaban m¨¢s bien, y nunca se le ocurri¨® asociar la mujer a ciertos emblemas del cine o de la literatura de terror; en todo momento, por ejemplo, estuvo seguro de que no se trataba de alguien que ya hab¨ªa muerto, y aun pens¨® que ella parec¨ªa querer confirm¨¢rselo mediante pistas como la de hacerse ver atareada junto a un almanaque con el a?o y el mes en curso, o caminando ante la valla de un espect¨¢culo en cartel, lo que casi asegur¨® de paso a Mario que la mujer tambi¨¦n viv¨ªa en Madrid. Quitando lo s¨²bito de sus presentaciones y los extra?os encuadres, no hab¨ªa en ella datos fantasmales y, menos a¨²n, sombr¨ªos. Pero, sobre todo, el llano bienestar que le infund¨ªa mirarla, ya negaba todo matiz macabro.
Poco a poco, verla bloc y bol¨ªgrafo en mano o tecleando un ordenador, verla moverse por un apartamento muy peque?o, leer en la cama, telefonear entre sonrisas y ch¨¢charas que ¨¦l no pod¨ªa o¨ªr, le fue permitiendo al hombre suponerle unas situaciones: deb¨ªa trabajar de secretaria, vivir sola, llenarse las horas, como ¨¦l mismo, con aquellas amistades del tel¨¦fono. Un d¨ªa de agosto la descubri¨® tendida al sol en la arena de una playa ("de vacaciones, seguro") y hablando muy animada con alguien que, corno siempre, le ca¨ªa fuera de visi¨®n. "Tendr¨¢ un amor o un ligue fijo", pens¨® Mario, y casi le sobresalt¨® haberse dicho en seguida, medio en voz alta: "Pero tampoco quiere que yo lo conozca".
La hab¨ªa empezado a ver en marzo; hacia junio, ya estaba habituado a verla sin sorpresa, con un cierto inter¨¦s afectivo sumado a la cauta convicci¨®n de que deb¨ªa aceptar, lo deseara o no, las inesperables comparecencias de esa mujer m¨¢s bien baja, de ojos vivaces a la vez que serenos, muslos amplios e hirientes pechos chiquitos; una sotabarba rolliza, deslucida, no atribuible a sus a?os -10 o 12 menos que ¨¦l hab¨ªa llegado el hombre a calcularle-, y no s¨®lo pronta a menudear sus visitaciones cuando dudaba de ella, sino tambi¨¦n a demorarlas si lo empezaba a inquietar el miedo a cualquier posible y nueva dependencia. Mucho le cost¨® a Mario admitir que no pod¨ªa ser un invento de su soledad; se sab¨ªa nada fantasioso y, por supuesto, incapaz de so?ar despierto o de crearse un tipo femenino, adem¨¢s, del todo desobediente a los que siempre le atrajeron. Lleg¨® a una doble y resignada conclusi¨®n: no podr¨ªa comunicarse con, la mujer, y ella no parec¨ªa dispuesta a perderse de su vida.
Ni a sus amigos mejores, Lucas y los esposos Zapata, les hab¨ªa confiado Mario el tema; que lo creyesen descentrado le importaba menos que una inexplicable repulsi¨®n a exponer la mujer a especulaciones o divertimientos. Pero a comienzos de a?o conoci¨® en un hotel de T¨¢nger a un colega marroqu¨ª, parapsic¨®logo adem¨¢s de arquitecto, y le cont¨® que un vecino de su estudio llevaba algunos meses recibiendo las apariciones de una desconocida. Omiti¨® todo detalle comprometedor y termin¨® oyendo que sin ellos no cab¨ªa una respuesta medianamente seria, aunque el caso pod¨ªa tratarse de lo que el experto llam¨® una proyecci¨®n gen¨¦tica: alguna antepasada, quiz¨¢ remota, se le hac¨ªa involuntariamente visible a su vecino.
Mario agradeci¨® esa versi¨®n ancestral y descrey¨® de que le correspondiese. Aun as¨ª, lo turb¨® luego no haber sido m¨¢s preciso con el especialista, por no descubrirse, y todo fue afect¨¢ndolo hasta un extremo que en febrero y marzo pas¨® a ser casi insoportable; lo agravaron una larga ausencia de la mujer y sus torpes esfuerzos contra la desaz¨®n de no verla.
Solo en su estudio una ma?ana, decidi¨® librarse de ella como fuese. No sin cierta angustia, busc¨® al azar un psicoanalista en las p¨¢ginas amarillas, qued¨® en ir a verlo a las siete y, despu¨¦s del almuerzo, andaba tan a mal con la cita y tan resuelto a cumplirla que resolvi¨® matar el agobio en un cine.
La pel¨ªcula, de aventuras, inclu¨ªa a su mitad escenas de la caza de un le¨®n, y ella, la mujer,estaba en esa secuencia. Entreverada en aquel revuelo de negros que ultimaban con lanzas al le¨®n, y con un punto de acusatorio pesar en los ojos, que esta vez s¨ª lo miraban, fijos, como conociendo y reprochando su intenci¨®n de eliminarla. Despu¨¦s de verla, Mario aguant¨® otros 1,0 minutos. Luego cancel¨® su cita, telefoneando desde el cine mismo, y volvi¨® a pie al estudio.
A partir de esa tarde, las cosas parecieron agolp¨¢rsele. A urgencias de trabajo y a un percance automovil¨ªstico del padre se agreg¨® una insistencia en las visitas de la mujer, que en abril fueron casi diarias. En todas lo miraba ya tan de lleno como la tarde del le¨®n, y, en un amanecer de insomnio, Mario la vio llegarse a ¨¦l con un aire de consternada impotencia, tensa la cara y apretados los pu?os, quiz¨¢ indicando que le era imposible hacer m¨¢s por acerc¨¢rsele. Se reiteraban el peque?o apartamento y una blusa salm¨®n con una falda malva; Mario intuy¨® en esas repeticiones otra prueba del empe?o de ella en no ser olvidada ni confundida, y presinti¨® que todo deb¨ªa estar marchando hacia un final impredecible, pero pr¨®ximo.TENSIONESDos novedades aumentaron en mayo sus tensiones: la consstataci¨®n de que ya no andaba con mujeres ni para charlar y seis l¨ªneas de un libro de viajes olvidado hac¨ªa a?os en su revuelta biblioteca. Crey¨® haberlo sacado y abierto casualmente; luego pens¨®, con una conmoci¨®n sin miedo, que pod¨ªa ser la mujer, no el azar, quien le hab¨ªa impelido a tomarlo y a poner los ojos sobre ese p¨¢rrafo que lo mortificaba y consolaba, que tanto parec¨ªa decirle: En Punjab, la tribu ufriyya cree que cada hombre y mujer de la tierra cuenta con una pareja predestinada y ?nica. Creados para convivir, se buscan sin saberlo, por lo com¨²n, hasta la muerte, pues son contadisimos los que se encuentran, ya que el otro puede estar en la aldea inmediata como al lado opuesto del mundo. "Se buscan", no, modific¨® Mario: me busca.
Reley¨® esas palabras hasta sab¨¦rselas; le llenaban los d¨ªas. Apenas ver de nuevo a la mujer -muy ocupada en compras por, un supermercado-, la interpel¨® sobre ellas in mente al recibir su mirada, y crey¨® notarle un gesto casi inadvertible, un asomo de asentimiento que lo entristeci¨®: ella deb¨ªa estar poni¨¦ndolo todo en esa probable, oscura b¨²squeda pero su poder de comunicaci¨®n, aun tan netamente superior al de ¨¦l, tal vez no alcanzar¨ªa nunca a saltar los muros del distanciamiento, a hacerle llegar una sola contrase?a que les facilitar encontrarse. Mario sab¨ªa ahora que todo, desde su ausencia en los sue?os hasta el realismo, tosco a veces, con que se le presentaba la mujer, suger¨ªa un tes¨®n en que ¨¦l la tuviese por lo que era, no imagen ideal, sino de carne y hueso. Descubri¨® que ¨¦l tambi¨¦n pod¨ªa haberla estado aguardando apenas empezar a verla aguard¨¢ndola o aun busc¨¢ndola. Buscar, buscarse a ciega;. Desde el otro lado de la Tierra, o por un intrincado Madrid, entre millones de rostros y de pasos. Buscarse sin saberlo y, por lo com¨²n, hasta la muerte, como preven¨ªa la sentencia hind¨².
En la primera decena de junio vio sollozar a la mujer dos veces, mir¨¢ndolo. El trabajo hab¨ªa amainado y s¨®lo quer¨ªa dar con ella. Desech¨® la idea de intentar orientarla con anuncios en prensa, m¨¢s posibles deparadores de frustraciones y molestias que de otra cosa. Cans¨® su corpulencia recorriendo los barrios del centro. Visit¨® a un adivino caro, risiblemente solemne, y hasta recurri¨® a una cuartilla con su nombre y tel¨¦fono en trazos de rotulador grueso, que lleg¨® a llevar consigo, a sostener abierta ante el pecho mientras la mujer se le mostraba y a romper al fin, porque ella no parec¨ªa distinguirla y porque razon¨® que, de ser viables, la mujer ya habr¨ªa usado de artificios parecidos. Pero, aun con todo en contra, la esperanza y el distante calor de ella persist¨ªan, y a los momentos de des¨¢nimo suced¨ªan otros en los que Mario estaba cierto de acabar encontr¨¢ndola, y pensaba que gestionar su hallazgo por burdos m¨¦todos usuales no le conducir¨ªa a una soluci¨®n, previsiblemente tan inesperable y misteriosa como la mujer misma.
La ma?ana de irse a pasar 10 d¨ªas a Palma de Mallorca, Eva y Ra¨²l Zapata lo llamaron para proponerle que se les reuniese all¨ª. Le caer¨ªa bien ese descanso y adem¨¢s, insistieron, iba a ir con ellos una amiga de Getafe, "separada, agradable y muy liberal", que pod¨ªa gustarle conocer. Mario no prometi¨® nada, pero se hizo decir el hotel donde parar¨ªan y, a la tarde, decidi¨® salir para Mallorca. Su agencia de viajes, a dos pasos de su portal, sol¨ªa reservarle tambi¨¦n los alojamientos; Mario se duch¨®, baj¨® y pidi¨® un pasaje a¨¦reo y una reserva de hotel.
"Clase turista en el primer avi¨®n a Tenerife, con regreso abierto, y una habitaci¨®n individual en el Solaris de Santa Cruz", dijo.
No sab¨ªa que existiese ese ho tel y nunca le hab¨ªan atra¨ªdo las islas Canarias; record¨® la voz de Ra¨²l Zapata precis¨¢ndole por tel¨¦fono: "Estaremos en el Tres Torres, paseo Mar¨ªtimo de Palma".
El af¨¢n de atenuar la redonda ignorancia en que vivimos esta blece que, al decir una cosa cuando est¨¢bamos por decir otra, la verdad se ha impuesto a nuestras intenciones. Desconcertado, Mario quiso rectificar su pedido, pero no hizo m¨¢s que repetirlo, igual que si alguien se lo ordenara. Solamente anhelaba ahora que no hubiese problema para aquellos viajes y alojamiento reclamados como por otra voz; cuando la empleada se los confirm¨® y le entreg¨® el pasaje, el hombre ingres¨® en un bienestar que ya ten¨ªa casi olvidado y se esforz¨® en no pensar, en dejarse llevar por el seguro r¨ªo ineluctable de los hechos.
Ten¨ªa una hora para salir al aeropuerto; en el estudio, como un aut¨®mata, prepar¨® su parvo equipaje y, en un rel¨¢mpago tan breve que ni les permiti¨® mirarse, entrevi¨® a la mujer abriendo una maleta y disponiendo prendas sobre una cama que no era la de ella.
Un retraso de hora y media en el despegue fue lo ¨²nico que enerv¨® un poco durante el viaje a Mario. Logr¨® desistir de indagarse el porqu¨¦; se dijo que preguntarse eso o cualquier cosa era sumirse en otras e in¨²tiles c¨¢balas y zozobras. No pudo ya evitarlas a la llegada y opt¨® por abreviarlas tomando un taxi hasta el hotel Solaris.
En el trayecto, no muy largo, Mario volvi¨® anotarse en paz, tocada ahora por una reposada alegr¨ªa. La costa y los montes, los bermellones del crep¨²sculo, la vida entera, eran nuevos o distintos; se sent¨ªa en concordancia con todo y entendi¨® que, de ser mediod¨ªa o imperar la oscuridad y la lluvia, ese raro, completo ajuste con el mundo no hubiera sido menos intenso ni menos reparador.El hotel parec¨ªa medio vac¨ªo. Despu¨¦s de firmar en recepci¨®n, Mario tendi¨® la vista por el largo vest¨ªbulo, a cuyo fondo oscureaba el mar tras la solitaria silueta femenina sentada en la mesa m¨¢s d¨ªstante y que tambi¨¦n parec¨ªa atisbarlo con una atenci¨®n fija, tensa, aunque confiada. ?l orden¨® que le subiesen el equipaje a su habitaci¨®n y ech¨® a andar hacia ella. Se sab¨ªa tan turbado como la mujer en espera, y as¨ª, de lejos, la encontr¨® algo m¨¢s joven.
Pero esa impresi¨®n se deshizo al acerc¨¢rsele: era la que era, aunque no recluida en fugaces y difusos espacios, sino enmarcada por aqu¨¦l, vivo, concreto. Mario estaba pensando que la blusa salm¨®n y la falda malva resultaban ya innecesariamente identificadoras cuando oy¨® un torp¨®n, apagado, hola de la mujer. Entonces, algo azarado, volvi¨® la cabeza un poco, como buscando al camarero. En realidad, no hallaban el modo de empezar a hablarse, y ahora ten¨ªan mucho tiempo para hacerlo.
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