La pose¨ªda
Antonio Mu?oz Molina (?beda, Ja¨¦n, 1956) es un escritor apasionado por la palabra y por la historia, y por eso sus obsesiones y sus prop¨®sitos son literarios hasta el extremo. Novelista adscrito a la ¨²ltima generaci¨®n de narradores, su primera novela, Beatus ille, constituy¨® el primer paso hacia el reconocimiento que le ha sido concedido de forma clara con su ¨²ltima obra: El invierno en Lisboa.
Marino alz¨® los ojos del caf¨¦ y se volvi¨® con disimulo hacia las mesas del fondo. Como ya hab¨ªa presentido, casi temido, la muchacha estaba all¨ª, con sus labios sin pintar y su carpeta de colores vivos, haciendo sitio en la mesa para dejarla sobre ella, examinando el interior de un peque?o monedero de pl¨¢stico, porque tal vez no estaba segura de poder pagarse un desayuno. Era tan joven que a¨²n faltaban varios a?os para que en su rostro hubiera rasgos definitivos. La nariz, la boca, los p¨®mulos, eran casi del todo infantiles, y tambi¨¦n sus cortos dedos con las u?as mordidas, pero no el gesto con que se pon¨ªa el cigarrillo en los labios, ni la mirada, fija en la puerta del bar, casi vidriosa a veces. Dorm¨ªa mal, desde luego, ten¨ªa ojeras y estaba muy p¨¢lida, sin duda madrugaba para llegar a tiempo al bar y ment¨ªa diciendo que las clases empezaban muy temprano, y era probable que ni siquiera fuese al instituto. C¨®mo imaginar ese rostro en una fila de bancas, junto a una ventana, atento a las explicaciones de alguien.Llegaba uno o dos minutos despu¨¦s de las nueve y se sentaba siempre en la misma mesa. ?l lo sab¨ªa y la esperaba, ya instalado en la barra, hojeando el peri¨®dico mientras tomaba el desayuno. La verdad es que ni siquiera ten¨ªa que pedirlo, y que eso le otorgaba una modesta certidumbre de estabilidad. Apenas cruzaba la puerta, el camarero ya se apresuraba a buscar el peri¨®dico del d¨ªa para ofrec¨¦rselo y pon¨ªa en la cafetera un taz¨®n de desayuno, salud¨¢ndolo con una sonrisa de hospitalidad, casi de dulzura. Marino llevaba meses apareciendo a la misma hora en el bar y march¨¢ndose justo veinte minutos m¨¢s tarde para volver a tiempo a la oficina, al reloj donde introduc¨ªa una tarjeta plastificada con su foto oyendo un seco chasquido como de absoluci¨®n, las nueve y media en punto. Dec¨ªan los otros que el reloj era ¨¦l, que ten¨ªa en su alma una puntualidad de cristal l¨ªquido.MUNDO FAMILIAR
De nueve a nueve y media las dimensiones del mundo se ce?¨ªan al camino entre la oficina y el bar. Habitar ese tiempo era tan confortable como ser ciudadano de uno de esos principados centroeuropeos que tienen el tama?o de una aldea en la que todos se conocen y donde no hay pobreza ni Ej¨¦rcito, sino tranquilos bancos con cuentas numeradas. Un pa¨ªs de aduanas ben¨¦volas: bastaba introducir la tarjeta magn¨¦tica en la ranura del reloj para cruzar su frontera, y luego bajar a la calle y cruzar una plaza donde hab¨ªa ¨¢rboles y un jard¨ªn con una fuente mediocre. Marino sab¨ªa exactamente a qui¨¦n iba a ver en cada esquina y qui¨¦n estar¨ªa ya en el bar cuando ¨¦l entrara, empleados furtivos, se?oras de cierta edad que mojaban con reverencia sus croissants en altos vasos de leche con cacao. Se trataba de gente tan familiar como desconocida, porque Marino no se la encontraba nunca en otros lugares de la ciudad, como si todos, tambi¨¦n ¨¦l, agotaran su existencia en la media hora del desayuno.A aquel pa¨ªs casi nunca iban extranjeros. Y si llegaba alguno era dif¨ªcil que los habituales lo notaran, ensimismados en la costumbre de saberse pocos e ignorados, tal vez felices. Por eso ¨¦l tard¨® algunos d¨ªas en advertir la presencia de la muchacha. Cuando la vio fue como si concluyera un lento proceso de saturaci¨®n, semejante a ese goteo de un l¨ªquido incoloro en un vaso de agua al que de pronto a?ade un tono rojizo o azul que ni siquiera se insinu¨® hasta el instante en que aparece. Se fij¨® en ella un d¨ªa sin sorpresa ninguna y tard¨® menos de diez minutos en enamorarse. Veinte minutos despu¨¦s, en la oficina, ya la hab¨ªa olvidado. Le hizo falta verla a la ma?ana siguiente para reconocer en s¨ª mismo la dosis justa y letal de desgracia, la sensaci¨®n de no ser joven y de, haber perdido algo, una felicidad o plenitud de las que nada sab¨ªa, una noticia fugaz sobre un pa¨ªs a donde no ir¨ªa nunca.
Sentado ante la barra, de espaldas a la puerta, Marino la sent¨ªa pasar a su lado, caminando hacia el fondo, tan indudable como un golpe de viento o como el curso de un r¨ªo. El verano se hab¨ªa adelantado y todo el mundo llevaba camisas de manga corta, menos ella. El hombre a quien esperaba tambi¨¦n parec¨ªa indiferente al calor. Vest¨ªa un traje marr¨®n, de chaqueta ce?ida y pantal¨®n ligeramente acampanado, llevaba siempre chaqueta y corbata de nudo grueso y unas gafas de sol, incluso en las ma?anas nubladas. Ella lo esperaba ¨¢vidamente cada segundo que tardaba en llegar. Se notaba que esper¨¢ndolo no hab¨ªa dormido y que cuando iba hacia el bar la impulsaba el desesperado deseo de encontrarse all¨ª con ¨¦l, pero el hombre nunca llegaba antes que ella. La impuntualidad, la indiferencia, eran los privilegios de su hombr¨ªa.
En el curso de dos o tres desayunos Marino calcul¨¦ la historia completa. El hombre tendr¨ªa treinta y cinco o cuarenta a?os y la trataba con una frialdad exagerada o dictada por el disimulo. Estaba casado, en el dedo anular de la mano izquierda Marino hab¨ªa visto su anillo. Tendr¨ªa hijos no mucho m¨¢s j¨®venes que ella, acaso un peque?o negocio no demasiado pr¨®spero, una boutique en los suburbios o un taller de aparatos de radio, y se ir¨ªa a abrirlo en cuanto la dejara a ella en la parada de alg¨²n autob¨²s, aliviado, un poco clandestino, permiti¨¦ndose una discreta sensaci¨®n de libertad y de halago: qui¨¦n a su edad no desea un asunto con una muchacha como ¨¦sa qui¨¦n lo obtiene.
?l le tra¨ªa regalos. Paquetes peque?os, sobres con anillos baratos, supon¨ªa Marino, cosas as¨ª. Objetos f¨¢ciles de disimular que el tipo sacaba del bolsillo y deslizaba sobre la mesa con, la mano cerrada y que desaparec¨ªan en seguida en el bolso o en la carpeta de la muchacha, como si nada m¨¢s verse cada ma?ana se entretuvieran en un juego infantil. Marino los espiaba de soslayo pensando con suficiencia y envidia en la estupidez del amor. Algunas veces no se quedaban en el bar ni diez minutos. Una ma?ana, el hombre ni siquiera entr¨®. Marino vio que la chica levantaba bruscamente los ojos agrandados y enrojecidos por el insomnio hacia la puerta de cristal. El hombre estaba parado en la calle, con las manos en los bolsillos, las gafas oscuras, la corbata floja, como si tambi¨¦n ¨¦l hubiera pasado una mala noche, y cuando supo que ella lo hab¨ªa visto le hizo una se?al. Como una son¨¢mbula la chica se puso en pie, recogi¨® su carpeta y su paquete de cigarrillos rubios y sali¨® tras ¨¦l.
-Otra vez se me ha ido sin pagar- le dijo el camarero.
-La invito yo- Marino a veces ten¨ªa in¨²tiles arrebatos de audacia.
-No sab¨ªa que la conociera -el camarero lo miraba con una sospecha de reprobaci¨®n.
-Ella tampoco lo sabe.
-All¨¢ usted.
Marino, que padec¨ªa una ilimitada capacidad de verg¨¹enza, pag¨® los caf¨¦s y se arrepinti¨® instant¨¢neamente, pero ya era tarde, siempre lo era cuando decid¨ªa hacer o no hacer algo, y ese d¨ªa termin¨® de desayunar diez minutos antes de lo acostumbrado, y fich¨® de regreso en el reloj de la oficina a las nueve y veinticinco, hecho que no dejaron de anotar con agrado sus superiores inmediatos, y que a fin de mes deb¨ªa suponerle un incremento casi imperceptible en su n¨®mina. De igual modo, si al volver se retrasaba un solo minuto el ordenador le descontaba una m¨ªnima parte proporcional de su sueldo, y lo peor no era el perjuicio econ¨®mico, dif¨ªcil de advertir en una paga ya tan baja, sino el oprobio de saber que las impuntualidades m¨¢s sutiles quedaban autom¨¢ticamente registradas en su ficha personal. Por eso Marino prefer¨ªa salir a desayunar con unos segundos de retraso, y volver con un margen de tranquilidad m¨¢s amplio, un minuto o dos, y cuando daban las nueve treinta ¨¦l ya estaba sentado en su mesa, ante su m¨¢quina de escribir, chupando un peque?o caramelo de menta, porque ya no fumaba, o sac¨¢ndole punta a un l¨¢piz hasta volverlo tan agudo como un bistur¨ª. En la oficina hab¨ªa quien le llamaba en voz baja esquirol.
Marino pas¨® tres d¨ªas sin atreverse a desayunar en el sitio de siempre. Se avergonzaba, casi enrojec¨ªa al recordar la cara con que lo hab¨ªa mirado el camarero cuando le pag¨® los caf¨¦s. Le hab¨ªa sonre¨ªdo, pensaba, como adivin¨¢ndole un vicio secreto, sin duda lo tomaba por uno de esos hombres maduros y sombr¨ªos que se apostan tras las tapias de los colegios de ni?as. Esas cosas eran incre¨ªbles, pero ocurr¨ªan, Marino le¨ªa de vez en cuando sobre ellas en las cr¨®nicas de sucesos y en una revista de divulgaci¨®n sanitaria a la que estaba suscrito.MELANCOL?A
Y tambi¨¦n era espantosamente posible que el camarero, sin malicia, le hubiera hablado de ¨¦l a la muchacha, lo cual crear¨ªa una situaci¨®n singularmente vidriosa para todos, seguro que ella sospechaba algo y se burlaba, y el hombre pod¨ªa tomar a Marino por un competidor, uno de esos esp¨ªas fam¨¦licos del amor de los otros. De qu¨¦ le sirve a uno forjarse una vida respetable, obtener un puesto de trabajo para siempre y cumplir sus horarios y sus obligaciones con fidelidad impoluta, si un solo gesto, si un antojo irreflexivo lo puede arrojar a la intemperie del descr¨¦dito. Durante tres d¨ªas, provisionalmente desterrado de su bar de costumbre, Marino sobrevivi¨® entre nueve y nueve y media a un desorden semejante al que provocan las riadas. Tard¨¦ m¨¢s tiempo del debido en encontrar otra cafeter¨ªa. El aire ol¨ªa turbiamente a tabaco y a orines, el suelo estaba sucio de serr¨ªn, el caf¨¦ era lamentable, los croissants a?ejos, el p¨²blico desconocido, los camareros hostiles. As¨ª que volvi¨® a la oficina con dolor de est¨®mago y con tres minutos de retraso, y a la ma?ana siguiente cambi¨® de bar, pero fue in¨²til, y el tercer d¨ªa ni siquiera desayun¨®, sumido ya en al abandono enfermizo de la melancol¨ªa, como quien renuncia a toda disciplina y se entrega a la bebida. Pas¨® la aciaga media hora de su libertad dando vueltas por las calles pr¨®ximas a la oficina, examinando desde fuera bares desconocidos, como un mendigo que si se atreve a entrar ser¨¢ expulsado, mirando rostros de muchachas apresuradas que sal¨ªan de los portales con carpetas de colores vivos asidas contra el pecho, sin verla nunca a ella, sin darse cuenta exacta de que la estaba buscando. A las diez y diecinueve minutos, despu¨¦s de subrayar con tinta roja el t¨ªtulo de un expediente, decidi¨® que se rend¨ªa a una doble evidencia: estaba enamorado, no hab¨ªa en la ciudad otro caf¨¦ como el que le daban en su bar de siempre.
Al d¨ªa siguiente lo despert¨® la excitaci¨®n del regreso, igual que cuando era m¨¢s joven y no lo dejaba dormir la proximidad de un viaje. A las ocho menos tres minutos ya estaba en la oficina, antes que nadie, no como esos bohemios que aparec¨ªan jadeando y sin lavar a las ocho y cinco, mintiendo indisposiciones y disculpas. Marino los miraba con profunda piedad, con el alivio de no ser como ellos, y segu¨ªa afilando las puntas de sus l¨¢pices. Aquella ma?ana parti¨® varias, si bien el prestigio menor que le hab¨ªa ganado su pericia en esa tarea se mantuvo inalterable, pues nadie se dio cuenta. Marino reprobaba el sacapuntas y usaba siempre, con delicado anacronismo, una cuchilla de afeitar.
A las ocho cincuenta y siete, contra su costumbre, ya se hab¨ªa puesto la chaqueta y cerrado con llave el caj¨®n de su escritorio, donde guardaba los l¨¢pices y la cuchilla, as¨ª como varias gomas de borrar tinta y l¨¢piz y un muestrario de grapas de diversos tama?os. A y cincuenta y nueva ya estaba al acecho frente al reloj digital de la oficina con su tarjeta perforada en la mano, esperando el instante justo en que aparecieran en la pantalla las nueve cero cero. Cuando vio por fin el deseado temblor rojizo de los n¨²meros introdujo la tarjeta en la ranura con la misma gallarda exactitud con que hinca un torero las banderillas en la cerviz del animal. Pero Marino, estaba enamorado y le era indiferente hasta su propia perfecci¨®n. La muchacha ya estaba en el bar, dulce patria recobrada que despleg¨® ante Marino sus mejores atributos, sus banderas m¨¢s ¨ªntimas, su tal vez inmerecida clemencia. El camarero, en cuyo rostro no pudo descubrir Marino la m¨¢s lejana se?a de reprobaci¨®n, se apresur¨® a servirle el caf¨¦ exactamente como a ¨¦l le gustaba, muy corto, con la leche muy caliente, con una ¨²ltima gota de leche fr¨ªa, y en cuanto a la tostada, nunca la hab¨ªa probado ¨¦l m¨¢s en su punto. Pero todo se volvi¨® s¨²bitamente in¨²til, porque el amor, como en la adolescencia, le hab¨ªa quitado el apetito.
La muchacha estaba sola en el bar y lo miraba. Sentada en su mesa de siempre, bebiendo con desgana su caf¨¦, fumando, tan temprano, manchando circularmente con la taza las hojas de apuntes de su carpeta escolar. M¨¢s p¨¢lida y despeinada que nunca, con un sucio y ce?ido pantal¨®n de raso amarillo y un basto jersey del que sobresal¨ªan con descuido los faldones de una camisa que deb¨ªa pertenecer a un hombre mucho m¨¢s alto que ella, el hombre que esa ma?ana ya no aparecer¨ªa, el infiel. El pelo liso y descuidado le tapaba los ojos. Se mord¨ªa un mech¨®n con sus agrietados labios rosa, extraviada en la inm¨®vil desesperaci¨®n, en la soledad y el insomnio. Cada vez que aparec¨ªa la silueta de alguien tras las cristaleras del bar la muchacha se ergu¨ªa como si recobrara por un instante la conciencia. En realidad no hab¨ªa mirado a Marino, no parec¨ªa que pudiera mirar nada ni a nadie, tan s¨®lo despertaban por un instante sus pupilas para permitirle comprobar de nuevo que quien ella esperaba ya no iba a venir. A las nueve y veinte se march¨®. Ol¨ªa casi intangiblemente a sudor tibio cuando pas¨® junto a Marino, que s¨®lo se atrevi¨® a volverse hacia ella cuando ya no pudo verla. -Tengo una hija -le dijo amargamente el camarero-. Me da miedo que crezca. Ve uno tanas cosas.
Marino asinti¨® con fervor. Merecer las confidencias del camarero, un desconocido, lo emocionaba intensamente, mucho m¨¢s que el amor, sentimiento que ignoraba en gran parte.
Por la noche, hacia las diez, cuando volv¨ªa de un cursillo nocturno, vio desde el autob¨²s a un hombre que le resultaba conocido. Antes de que su memoria terminara de reconocerlo ya, lo hab¨ªa identificado el rencor. Caminaba solo, con las manos en los bolsillos y la chaqueta abierta, y la punta de su corbata sobresal¨ªa casi obscenamente bajo el chaleco marr¨®n. Desde hac¨ªa a?os nadie que tuviera un poco de decencia llevaba tan largas las patillas. Marino, sobresaltado, busc¨® en la acera a la muachacha, y al principio obtuvo la decepci¨®n y el alivio de no verla. El hombre qued¨® atr¨¢s, pero luego el autob¨²s se detuvo en un sem¨¢foro y los mismos registros que Marino hab¨ªa visto un minuto antes se repitieron sucesivamente, como si el tiempo retrocediera al pasado inmediato sensaci¨®n que con frecuencia inquietaba a Marino cuando iba en autob¨²s.
Ahora s¨ª que la vio. Caminaba tras ¨¦l, vestida exactamente igaal que por la ma?ana, con los faldones arrugados de la camisa cubri¨¦ndole los muslos, con la carpeta entre los brazos, m¨¢s fatigada y p¨¢lida, m¨¢s obstinada en la desesperaci¨®n, como si no hubiera dejado de seguir al hombre y de buscarlo in¨²tilmente desde las ocho de la ma?ana despeinada, son¨¢mbula bajo las luces de la noche, invulnerable a toda tregua o rendici¨®n. El hombre ni siquiera se volv¨ªa para mirarla o esperarla, tan seguro de su lealtad como de la de un perro maltratado, ajeno a ella, a todo. Se abri¨® el sem¨¢foro y Marino ya no los vio m¨¢s.
-Ah¨ª la tiene usted -le dijo a la ma?ana siguiente el camarero, se?al¨¢ndola sin disimulo-. Lleva media hora esperando. Alguien deber¨ªa avisarle a su padre.
-Si lo tiene- dijo Marino. Imaginarla hu¨¦rfana exageraba un poco turbiamente su amor.
-Asco de vida -sin que Marino lo pidiera, el camarero le entreg¨® el peri¨®dico, doblado todav¨ªa, intacto. Estaba abri¨¦ndolo cuando un gesto de la muchacha lo estremeci¨® de cobard¨ªa. Se hab¨ªa levantado y pareci¨® mirarlo y caminar hacia ¨¦l, llevando algo en la mano, un monedero o un estuche de l¨¢pices. Pero cuando Reg¨® a la barra y se acod¨® en ella ya no lo miraba. Bajo el pelo, en los p¨®mulos y en la frente, le brillaban gotas de sudor como peque?as y fugaces cuentas de vidrio. Por primera vez Marino escuch¨® su voz cuando le ped¨ªa con urgencia un vaso de agua al camarero, tamborileando nerviosamente sobre el m¨¢rmol con sus cortos dedos de u?as mordidas y pintadas. Ni su voz ni sus pupilas parec¨ªan pertenecerle: tal vez ser¨ªan suyas muchos a?os m¨¢s tarde, cuando no hubiera nada en su vida que no fuera irreparable
.L?PIZ DE LABIOS
Algunas cosas lo eran ya, temi¨® Marino, vi¨¦ndola ir hacia el lavabo: la soledad y el miedo, el insomnio. Sin duda el hombre del traje marr¨®n hab¨ªa decidido no volver, se hab¨ªa disculpado ante ella con previsible cobard¨ªa y mentira, digno padre de nuevo, esposo arrepentido y culpable. Enga?ada, pens¨® Marino contemplando el breve pasillo que conduc¨ªa a los lavabos, envilecida, abandonada. Llorando con las piernas abiertas en el retrete de un bar, temiendo acaso que no hubieran bastado, para ocultarlo todo, el sigilo y las diminutas p¨ªldoras blancas numeradas por d¨ªas, como las lunas sucesivas de los calendarios. Eran las nueve y diecis¨¦is y la muchacha a¨²n no hab¨ªa salido. Haciendo como que le¨ªa el peri¨®dico, para evitar en el camarero cualquier sospecha de ingratitud, Marino vaticin¨®: "Cuando salga se habr¨¢ pintado los ojos y ya no llorar¨¢ y ser¨¢ como si hubieran pasado cinco a?os y lo recordar¨¢ todo desde muy lejos".
A las nueve y veintiuno el camarero ya no reparaba en Marino, porque la barra se hab¨ªa llenado de gente, y la ¨²nica mesa que quedaba vac¨ªa era la de la chica abandonada: una carpeta rosa con fotograf¨ªas de cantantes y actores de televisi¨®n, una taza de caf¨¦, un cenicero con una sola colilla en la que Marino cre¨ªa distinguir huellas de l¨¢piz de labios. Pero a Marino el amor tambi¨¦n le borraba los detalles y era posible que la chica no se pintara los labios. Para distraer su impaciencia imaginaba secretas obligaciones femeninas, el ¨¢cido, el escondido olor de celulosa adherida a las ingles. Era como estar espiando algo que no deb¨ªa tras una puerta entornada, como oler su pelo o su jersey sin que ella lo supiera.
Pero nunca sal¨ªa y el tiempo se desgranaba en la conciencia de Marino con el vertiginoso parpadeo con que se transfiguraban los n¨²meros de los segundos en el reloj donde deb¨ªa fichar al cabo de seis minutos, porque ya eran las nueve y veinticuatro, y a¨²n deb¨ªa pagar su desayuno y doblar el peri¨®dico y cruzar la plaza hasta el portal de su oficina y subir a ella en el ascensor, todo lo cual, en el mejor de los casos, y si se iba ahora mismo, le ocupar¨ªa m¨¢s de cinco minutos, plazo arriesgado, pero ya imposible, porque el camarero, agobiado por el p¨²blico, no le hac¨ªa ning¨²n caso, y ¨¦l no ten¨ªa suelto ni se atrev¨ªa a marcharse sin pagar el desayuno, y qui¨¦n sabe si cuando a las y veintisiete llegara al portal no estar¨ªa bloqueado el ascensor, desgracia que le ocurr¨ªa con alguna frecuencia.
El pasillo oscuro de los lavabos era como un reloj sin agujas Marino calcul¨¦ que la chica llevaba encerrada m¨¢s de veinte minutos. En su trato con las fracciones menores del tiempo la gente suele actuar con una ciega inconsciencia. Arm¨¢ndose de audacia, Marino decidi¨® que ten¨ªa ganas de orinar. A las nueve y veintis¨¦is podr¨ªa estar en la calle. Como ¨²ltima precauci¨®n observ¨® al camarero: hablaba a voces con alguien mientras limpiaba la barra con un pa?o h¨²medo, y, de cualquier modo, nadie podr¨ªa desconfiar del comportamiento de Marino; cualquiera puede bajar de su taburete y caminar hacia el lavabo.
Hac¨ªa al menos diez a?os que no le lat¨ªa tan fieramente el coraz¨®n, que no notaba en el est¨®mago ese vac¨ªo de n¨¢usea. En la puerta del lavabo de mujeres hab¨ªa una silueta de japonesa con paraguas. Estaba entornada y se o¨ªa tras ella el agua del dep¨®sito. Eran las nueve y veintisete y Marino ya no tuvo coraje para seguir simulando. Como quien se arroja a la indignidad y al vicio la empuj¨®. Not¨® con desesperaci¨®n una resistencia obstinada e inerte. Junto al bid¨¦, en el suelo, sin entrar todav¨ªa, vio una mano extendida hac¨ªa arriba, desarbolada como un p¨¢jaro muerto.
"Se ha desmayado", pens¨® Marino, como si oyera esas palabras en una pesadilla, y sigui¨® empujando hasta que su cuerpo fue atrapado entre la puerta y el dintel., y, ya ahogado por la desdicha, sinti¨® que iban a sorprenderlo, que perder¨ªa el trabajo y que nunca m¨¢s introducir¨ªa su tarjeta de pl¨¢stico a la hora exacta en la ranura del reloj. S¨®lo a la ma?ana siguiente, al leer el peri¨®dico -no en el bar, a donde nunca volver¨ªa- pudo entender lo que estaba viendo. La cara de la muchacha era tan blanca y fr¨ªa como la loza del bid¨¦, tambi¨¦n su brazo desnudo, que ten¨ªa una mancha morada un poco m¨¢s oscura que la de los labios contra¨ªdos sobre las enc¨ªas. En sus ojos abiertos brillaba la luz de la sucia bombilla como en un vidrio escarchado. Yac¨ªa doblada contra el suelo en una postura imposible, y parec¨ªa que en el ¨²ltimo instante hubiera querido contener una hemorragia, porque ten¨ªa un largo pa?uelo con dibujos atado al antebrazo. Antes de salir Marino pis¨® algo, una cosa de pl¨¢stico que cruji¨® bajo su pie derecho reventando como una sanguijuela.
Temblando cruz¨® el bar. Nadie se fij¨® en ¨¦l, nadie vio las rojas pisadas que iba dejando tras de s¨ª. A las nueve y treinta y dos introdujo su tarjeta magn¨¦tica en el reloj de la oficina. Mucho m¨¢s tarde, como en sue?os, subi¨® hasta ¨¦l el sonido de una sirena de la polic¨ªa o del hospital, hendiendo amortiguadamente el aire c¨¢lido, el rumor de los acondicionadores y de las m¨¢quinas de escribir.
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