Los monjes bajo la lluvia
Una ma?ana t¨ªpica del invierno parisino, con repentinos chubascos, ventarr¨®n de signo oce¨¢nico y el cauce del Sena alborotado y henchido, visit¨¦ el Grand Palais, inaugurado en 1900 por el presidente Lotibet, al iniciarse la belle ¨¦poque, y convertido en museo rotatorio de colecciones extraordinarias del arte mundial.Escaleras arriba trepaba una abigarrada multidud para contemplar las salas de los Zurbar¨¢n, de vuelta de Nueva York. Recorr¨ª con deleite y asombro las galer¨ªas en que cuelgan los 70 lienzos del gran maestro de la pintura del seiscientos, genio anticipador de tantas novedades est¨¦ticas. Me sorprendi¨® el silencio respetuoso del p¨²blico visitante ante aquella exhibici¨®n singular. La dedicaci¨®n casi exclusiva del pintor extreme?o de linaje vasco -Francisco Zurbar¨¢n Salazar se hac¨ªa llamar- al tema religioso hace la exposici¨®n un acontecimiento de la historia eclesi¨¢stica y monacal de la Espa?a del siglo XVII. La gente miraba aquel conjunto como un testimonio documental de nuestra cultura pasada. Ante el escult¨®rico Cristo en la cruz, digno, severo, consumado en su sacrificio, se agrupaban en admirado pasmo j¨®venes y viejos, sinti¨¦ndose de pronto embriagados por contagioso poder¨ªo del pincel del artista. Quiz¨¢ no se ha subrayado todav¨ªa toda la magia que contiene el blanco pa?o que rodea la cintura del Salvador en ese cuadro. Tiene tal calidad de relieves y colores que parece convertirse en una naturaleza muerta, suprema, en que lo textil tambi¨¦n ha querido sumarse a la tragedia del G¨®lgota.
Las telas de las santas de Zurbar¨¢n son un conjunto digno de estudio. Recuerdo haber escuchado a Crist¨®bal Balenciaga que en sus visitas a los museos del mundo, Zurbar¨¢n, Vel¨¢zquez y Goya eran sus temas de atenci¨®n preferidos. Sol¨ªa decir que en ellos hallaba los mejores tonos y matices crom¨¢ticos para el dise?o creador de la moda femenina. Es sintom¨¢tico que en la indumentaria de las santas, pintadas en Sevilla en mayor parte, poco o nada recuerda a los trajes de las damas de la nobleza y de la corte de esa ¨¦poca, que vest¨ªan en rigidez encorsetada. Las santas zurbaranescas llevan trajes vaporosos, sedas volantes, lazos de fantas¨ªa, combinaciones coloristas audaces y bell¨ªsimas, y un aire renovador al que pod¨ªamos llamar moderno. Parece como si el pintor hubiera querido dar libertad, casi teatral, a sus personajes de encargo mon¨¢stico, dando as¨ª rienda suelta a su fantas¨ªa creativa.
Otro detalle sentimental llamativo es el modelo de la ni?a elegido para representar a la Virgen en su infancia. Los dos lienzos de Mar¨ªa bordando y Mar¨ªa so?ando tienen tal carga afectiva que uno quiere suponer cierta la tesis de que la hija del propio autor posara para esas dos telas. Zurbar¨¢n se cas¨® tres veces y tuvo muchos hijos, que murieron j¨®venes en su mayor¨ªa.
Escrib¨ª "teatral" pensando en cierto artificio que rezuman algunas de las magistrales pinturas de esta exhibici¨®n. Por ejemplo, los dos retratos de adolescentes que aparecen como Benjam¨ªn, el personaje b¨ªblico, y santa Marina, como llaman en m¨¢s de una comarca espa?ola a Margarita, la m¨¢rtir de Antioqu¨ªa. La pastorcilla, con su gracioso y curvado sombrerete de paja, el cayado, las alforjas y el libro entreabierto, parece estar actuando en un escenario cantando una romanza arc¨¢dica. No menos llamativo es el m¨¢s joven de los hijos de Jacob, tambi¨¦n pastor, con cayado y perro y t¨²nica colgante. Un atuendo campestre completo con sandalias, cadena y perro. Todo ello respira un elegante aire de disfraz deliberado, como una representaci¨®n esc¨¦nica, al margen de la figura bibl¨ªca concreta que le fue encargada.
Me detengo en el lugar don de el conserje del Palais de tiempo en tiempo pide al p¨²blico que circule para hacer sitio a los que llegan. El Milagro de san Hugo es, sin discusi¨®n, la pieza que m¨¢s visitantes atrae y ante la cual se produce una verdadera aglomeraci¨®n humana que se siente sugestionada por el soberano espect¨¢culo. Los cartujos sentados a la mesa del refectorio eran frailes franceses enviados por el obispo de Grenoble, Hugo, el ¨ªntimo de san Bernardo, para fundar la nueva comunidad con la que se iniciaba la orden cartujana. Quiso Hugo, durante una cuaresma, compro bar el rigor con que se observaban las reglas en la nueva comunidad. Envi¨® un mensajero, quien le dijo que se com¨ªa carne en los d¨ªas permitidos. Pens¨® en acudir en persona a imponer la abstinencia total. La peque?a grey regida por el futuro san Bruno -un monje alem¨¢n que hab¨ªa sido profesor universitario- se vio acometida, al discutirse el asunto, de un letargo que dur¨® seis semanas. Los platos con la pitanza conventual quedaron intactos sobre la mesa. Los monjes, hier¨¢ticos, permanec¨ªan en sus asientos sumidos en un sopor m¨ªstico. Al llegar el obispo les se?al¨® a los cartujos, reci¨¦n despiertos, que la carne se hab¨ªa convertido en ceniza. Zurbar¨¢n hizo esta composici¨®n historicista con modelos andaluces contempor¨¢neos. Lo que tiene de maravilloso este episodio pict¨®rico es el acierto descriptivo con el que traslada al lienzo el estupor somnoliento de los comensales ante las escudillas repletas de carne incinerada. Los visitantes parisinos domingueros parec¨ªan contagiados de la extra?a somnolencia que destila el lienzo.
Antes de terminar el largo itinerario quise reposar un instante contemplando otra de las obras de alcance universal all¨ª presentes: el san Francisco arrodillado, envuelto en su h¨¢bito con remiendos, sujetando en sus manos una calavera que parece mirarlo desde abajo hacia arriba. Apenas se adivina el rostro del santo envuelto en la sombra de la capucha, con la entreabierta boca, el lacio bigote, la nariz aguile?a enrojecida por el fr¨ªo. El cuerpo entero de Francisco de As¨ªs tiene una actitud que ha sido calificada por algunos cr¨ªticos como de "cinematogr¨¢fica". Acaso no se ha llevado nunca m¨¢s all¨¢ la descripci¨®n del ¨¦xtasis sobrenatural que en esta pintura.
Pienso al salir, entre apretones del p¨²blico que sigue llegando, que ninguna forma de la actividad humana alcanza a perdurar en el futuro con tanta lozan¨ªa y tambi¨¦n con tan inesperadas resurrecciones como el arte en todas sus vertientes. Zurbar¨¢n, desde el trasmundo, quedar¨ªa perplejo al comprobar que en las enormes metr¨®polis de la modernidad urbana norteamericana y europea, miles de gentes de la m¨¢s variada condici¨®n social palpitan de emoci¨®n ante la exhibici¨®n de sus cuadros religiosos realizados, casi en exclusiva, para conventos de frailes y monjas de la Espa?a del seiscientos. A pocos minutos de distancia del Grand Palais otra gran multitud invade cotidianamente el ex ferroviario Museo d'Orsay, en el que cuelga un extraordinario lote del iluminado Van Gogli, muerto en la miseria m¨¢s desgarrada y hoy cotizado en cifras exorbitantes en las subastas del mundo entero. La creatividad del esp¨ªritu predomina sobre las dem¨¢s construcciones del ingenio y de la voluntad de los hombres. Un pintor en su estudio; un m¨²sico ante su instrumento; un poeta en su intimidad, un arquitecto frente a su dise?o; un escritor que llena cuartillas, trabajan para la intemporalidad.
Par¨ªs empieza su noche reluciente, charolado de aguaceros, mientras el r¨ªo se sube a las barbas del zuavo del Puente del Alma, guardi¨¢n de inundaciones. Los monjes de Zurbar¨¢n, enhiestos bajo la lluvia, siguen so?ando ante la multitud que los contempla, acaso recordando la estrofa de Teophile Gautier, que citaba: "Los ojos emplomados por el ¨¦xtasis y las cabezas enajenadas por el amor divino".
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