El sacramento de Hacienda
Lo comprend¨ª el d¨ªa en que la inspecci¨®n fiscal pill¨® a la folcl¨®rica, como quien dice, en puros lunares. Luego, cada vez que el celo recaudatorio del poder se cobraba otra pieza famosa, me ratificaba en aquella primera iluminaci¨®n. No les ocultar¨¦ que antes tuve que dome?ar un gozoso cosquilleo de resentimiento que me invad¨ªa, explicable por lo dem¨¢s en quienes vemos mensualmente disminuido nuestro sueldo por imperativos tributarios. Pero al fin acept¨¦, a rega?adientes, una inconfesable complicidad con la Lola y dem¨¢s compa?eros de martirio. Y llegu¨¦ as¨ª a reconocer esta verdad: que todos somos, si no reales cuando menos evasores potenciales de nuestras obligaciones para con Hacienda; que nadie est¨¢ libre, siquiera sea de intenci¨®n, de pecado de fraude como para lanzar la primera piedra. Pues, vamos a ver, ?d¨®nde se hallar¨¢ el limpio de coraz¨®n que no ha codiciado jam¨¢s la evasi¨®n de su pr¨®jimo?L¨ªbreme el puntilloso lector de cualquier voluntad de incurrir en apolog¨ªa del delito fiscal. Me propongo s¨®lo, si no es mucha impertinencia, revisar los motivos de nuestra resistencia universal a contribuir a las cargas del Estado. A primera vista resultar¨ªa claro, por ejemplo, que la sospecha m¨¢s que fundada acerca de los magros ingresos declarados por su dentista, abogado o ¨ªdolo deportivo no anima al asalariado medio a cumplir con entusiasmo sus deberes de contribuyente. Tal vez formemos asimismo un hatajo de ingratos, pero ni la cuant¨ªa de las pensiones, ni el estado de las carreteras ni el n¨²mero y dotaci¨®n de las bibliotecas p¨²blicas despejan la impresi¨®n de ser precisamente nosotros los defraudados. ?Acaso no conocemos esa p¨ªa obra de Dios, tan ajena a los bienes de este mundo , que acaba de solicitar ser eximida de toda deuda terrenal para con sus conciudadanos? Pues los infieles, en justa correspondencia, habremos de exigir vemos dispensados de cualquier llamada al sostenimiento del culto y clero. A?¨¢dase, en fin, que 10 a?os de democracia no es per¨ªodo suficiente para que los s¨²bditos se desprendan de sus arraigadas ma?as defensivas, y tendremos un cuadro aproximado de las ra¨ªces aparentes de nuestro moderado ardor contributivo.
Pero, con todo y ser de indudable envergadura, se trata de obst¨¢culos que en no mucho tiempo podr¨ªa remover una Hacienda, adem¨¢s de transparente y equitativa, verdaderamente hacendosa. A fin de cuentas, bastar¨ªa que. el gobernante se esmerase en cumplir debidamente su parte en el contrato que le vincula con el gobernado.
M¨¢s insalvables parecen otras dificultades que inevitablemente oponemos a la actividad recaudadora del Estado. Para entenderlas, venga en nuestra ayuda una analog¨ªa tomada del mundo religioso: la declaraci¨®n a Hacienda es como el sacramento de la confesi¨®n, s¨®lo que al rev¨¦s. Si ante el ministro de Dios debo mostrar mis males, ante el sacerdote de Hacienda he de revelar mis bienes; si la confesi¨®n de mis pecados los descarga de mi conciencia y a lo sumo los hace purgar con una penitencia espiritual, el reconocimiento fiscal de mis culpas -que son mis riquezas- tiene como fin el gravarlas y aligerar mi bolsillo mediante su expiaci¨®n pecuniaria. En tanto que el rito cristiano requiere como condiciones imprescindibles dolor de coraz¨®n y prop¨®sito de enmienda, su forma laica e invertida no parece reclamar tan elevados sentimientos. Por estar en juego la dicha eterna, el primero se basa en una voluntad radical de verdad; el, segundo desata necesariamente mi capacidad de enga?o, a fin de esquivar la condena secular. S¨®lo un cl¨¦rigo un tanto rijoso se cebar¨¢ en el cu¨¢ntas veces y el en qu¨¦ medida; ah¨ª en cambio radica el principal inter¨¦s de mi inspector fiscal, menos preocupado del c¨®mo he adquirido mi patrimonio. M¨¢s a¨²n, uno nos garantiza el secreto con su vida; el otro, por el contrario, amenaza con exponernos a la verg¨¹enza p¨²blica. Todo se resume en el punto de partida: ya el simple hecho de que la confesi¨®n sea voluntaria y la declaraci¨®n forzosa pone de manifiesto que all¨¢ se reconoce mi relaci¨®n con Dios como ser supremo y mi pertenencia a la grey de sus fieles, mientras aqu¨ª s¨®lo la coerci¨®n legal (y en ¨²ltimo t¨¦rmino f¨ªsica) puede imponerme la supremac¨ªa del Estado y mi inclusi¨®n en la comunidad celestial de los ciudadanos.
Pues lo mismo que el creyente se desgarra entre la ciudad de los hombres y la comuni¨®n de los santos, la vida de cada uno est¨¢ atravesada por el conflicto emanado de su doble condici¨®n de individuo y ciudadano. Se nos demanda as¨ª al mismo tiempo dos actitudes contradictorias: que seamos solidarios sin dejar de ser ego¨ªstas. Individuo y ciudadano se enfrentan entre s¨ª como se oponen los movimientos de las entidades que respectivamente los configuran, el dinero y el Estado. Frente a la comunidad formal del Estado, el nexo social del dinero construye nuestra comunidad m¨¢s aut¨¦ntica, que es justamente la organizaci¨®n de nuestra real insolidaridad. Y si no puede consentir ninguna otra autoridad superior, mucho menos que ¨¦sta se crea justificada para arrojar luz sobre su escondrijo.
El dinero, en efecto, busca lo secreto como el topo su topera. La atm¨®sfera de reserva de que se rodea, las barreras de buen gusto con que tropieza cualquier alusi¨®n a nuestros ingresos, s¨®lo valen para reforzar el barrunto de su turbio origen. Quien contemplara las precauciones adoptadas por los particulares a la hora de referirse a sus rentas los tomar¨ªa, a no dudar, por delincuentes a punto de fechor¨ªa. ?No ser¨¢, pues, osad¨ªa del Estado pretender penetrar en mi propia esencia, o sea, en mi dinero?, ?conocer mi ser social, que es mi tener? A diferencia de la declaraci¨®n a Hacienda, la verdadera confesi¨®n secular se oficia hoy en el sancta sanct¨¢rum de nuestra sociedad, en el banco. Es aqu¨ª donde, al amparo de toda indiscreci¨®n, abrimos nuestra conciencia ante el sacerdote de la ventanilla y exponemos el balance de nuestras miserias y riquezas, a la espora del cr¨¦dito salvador.
Pero es sabido que su m¨¢s alta vocaci¨®n y su mayor derecho como dinero, por el mero hecho de serlo, estriba en convertirse en m¨¢s dinero. En la ejecuci¨®n de tan alto destino de capital, ?c¨®mo no procurar zafarse de cualquier estrecho marco pol¨ªtico y acudir a su ¨²nica patria de veras? Por eso, cuando el Estado susurra a los ciudadanos desahogados que le, conf¨ªen sus ahorros, en forma de bonos y otras f¨®rmulas de iversi¨®n, les promete -como dec¨ªa el anuncio de la tele- un doble beneficio: una apreciable desgravaci¨®n fiscal a la vez que un rendimiento financiero tentador. Al hacerlo as¨ª, no s¨®lo tolera imp¨²dicamente una especie de fraude legalizado, ni tan s¨®lo exhibe su naturaleza clasista penalizando por partida doble a los mequetrefes que no pueden acogerse a aquellas ventajas. Con tal medida, el Estado viene a sancionar el car¨¢cter imperante de la l¨®gica del capital y su propia decisi¨®n de acomodarse a ella. No comete la ingenuidad de dirigirse al ciudadano en nombre de las necesidades colectivas. Tal reclamo, previsiblemente, no ablandar¨ªa sus entra?as de individuo. Ha de ense?ar sus verg¨¹enzas y ofrecerle el ¨²nico se?uelo eficaz: su inmediato beneficio privado.
Brota de este modo la sospecha de si el estado general de evasi¨®n entre los afortunados no proceder¨¢ de la evasi¨®n general del Estado respecto de las funciones y t¨ªtulos que lo legitiman ante la mayor¨ªa restante. Porque mal puede la pol¨ªtica fiscal llegar a ser un instrumento de redistribuci¨®n de las rentas si no aspira a quebrar en su propia esfera los mecanismos capitalistas del dinero, si no acierta a comprender, en suma, que el denominado Estado del bienestar se conflinde hoy con el ¨²nico bienestar posible del Estado. A menos, como cre¨ªa el se?or de Mandeville, que la virtud p¨²blica s¨®lo deba alcanzarse mediante el fomento de los vicios privados.
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