Modestia literaria
Con la irrupci¨®n, hace ahora dos siglos, de los rom¨¢nticos en el mundo literario qued¨® inaugurado un per¨ªodo de la historia de las ideas cuya vigencia se ha prolongado hasta nuestros d¨ªas. Desde aquel entonces las teor¨ªas est¨¦ticas han venido dando bandazos en el campo definido por diversos pares de opuestos irreconciliables. Genio y masa, por ejemplo, o arte y vida. No son ajenos a este movimiento pendular los interminables debates entre los defensores de la torre de marfil y los partidarios del arte comprometido, que siguen reapareciendo peri¨®dicamente, ni lo son tampoco las discusiones en torno a las normas que deben regir la vida del artista. Mientras que algunos ponen a Flaubert como modelo y le aconsejan que permanezca aislado del mundo, dedicado exclusivamente a sacrificar la vida en el altar del arte, otros insin¨²an que deber¨ªa alejarse de lo libresco para sumergirse en la llamada vida misma o realidad real.No obstante, aun siendo tan irreconciliables por lo general las posiciones, quienes las suscriben me recuerdan a esos matrimonios peleones cuya propensi¨®n a discutir y tirarse los platos a la cabeza no hace sino demostrar lo mucho que los c¨®nyuges se quieren, pues esas desavenencias se habr¨ªan resuelto, de no mediar el amor, con una simple separaci¨®n, legalizada o no. En efecto, torremarfile?os y comprometidos, se quieren tambi¨¦n sin saberlo, ya que comparten una idea com¨²n sobre la que se sostienen sus divergencias: precisamente la convicci¨®n de que arte y vida son tan opuestos como el d¨ªa y la noche.
Que tal contradicci¨®n no es insuperable puede comprobarlo todo aquel que ponga cualquier otro oficio en la posici¨®n que el arte ocupa en ese par. ?Qui¨¦n puede sostener que, por ejemplo, la abogac¨ªa y la vida son opuestos irreconciliables? ?Hay alg¨²n penalista que opine que para el correcto ejercicio de su profesi¨®n debe vivir encerrado en su bufete y completamente marginado de la vida? ?Acaso existen partidarios de la tesis contraria, para los cuales s¨®lo aquel penalista que haya delinquido podr¨¢ ser un buen defensor?
Aqu¨ª me vendr¨¢n los rom¨¢nticos de uno y otro pelaje diciendo que con esta reducci¨®n al absurdo hago trampa, porque el arte es otra cosa. Pues bien, eso es lo que cada vez parece m¨¢s discutible. Es cierto, desde luego, que unos y otros tienen parte de raz¨®n en lo que defienden. El oficio del artista exige mucho estudio y mucho trabajo, lo cual supone que quien lo practica tiene que alejarse durante: muchas horas de la vida que llevan los dem¨¢s. Pero, ?acaso no puede decirse lo mismo de muchos otros? El artesano y el ingeniero, el pol¨ªtico y el m¨¦dico tambi¨¦n podr¨ªan hablarnos, y as¨ª suelen hacerlo, de su mucha dedicaci¨®n y su mucho sacrificio; de la poca vida, en fui, que les queda cuando dejan los b¨¢rtulos y se van a ver la televisi¨®n, que eso es la vida hoy ol¨ªa, no nos enga?emos.
No menos razonable es la actitud de quienes, desde el otro bando, nos recuerdan con justificada sorna que los libros no estar¨¢n seguramente tan alejados de la vida cuando, rar¨ªsimas excepciones aparte, no hay escritor que se niegue a publicar su obra ni artista que la esconda en un s¨®tano, por muy retirada y sacrificada que haya sido su elaboraci¨®n. Cuando Mallarm¨¦ escrib¨ªa que "le monde est fait pour aboutir ¨¤ un beau livre", hubi¨¦semos podido contestarle que de acuerdo, pero que escribir ese libro forma tanta parte del mundo como lavarse los dientes o dar un paseo, y que al final ese bello libro acaba siendo publicado y devuelto as¨ª el mundo al mundo, con lo que el c¨ªrculo se cierra y nos quedamos como antes.
Otro grande de las letras finiseculares, Henry James, dio diversos tratamientos literarios al tema que aqu¨ª me ocupa. Seg¨²n las notas de sus cuadernos, La lecci¨®n del maestro deb¨ªa hablar precisamente de la incompatibilidad entre arte y pasi¨®n. El relato presenta a dos escritores: Henry St. George, famoso, maduro y casado, y Paul Overt, desconocido, joven y soltero. Enfrentado a la disyuntiva de elegir entre arte y vida, encarnada esta ¨²ltima en su bella novia, Overt consulta a St. George. Cuando el maestro est¨¢ convencido de que Overt no va a conformarse con nada que no sea honesto y perfecto, de que su alma tiene el calibre necesario para cualquier sacrificio, le da su consejo: lo que Overt tiene que hacer es casarse con su musa y dejar a la novia, cuyas inevitables ambiciones mundanas s¨®lo ser¨¢n un lastre para ese h¨¦roe del arte que el joven quiere ser.
El muy pardillo de Overt cumple las instrucciones de St. George al pie de la letra: no s¨®lo abandona a la chica, sino que incluso elige el exilio para, en el m¨¢s absoluto aislamiento, consagrarse a escribir. Pasado un tiempo, regresa a su pa¨ªs (a la vida) con su manuscrito bajo el brazo, mas s¨®lo para encontrarse con que el maestro ha enviudado y se ha casado con su ex novia. Hasta tales extremos llega la fama de James como partidario de, en la disyuntiva entre pasi¨®n y arte, elegir este ¨²ltimo, que incluso Leon Edel, su infatigable bi¨®grafo y editor, ha tenido problemas para entender esta nouvelle ir¨®nica hasta lo hilarante y tambi¨¦n ambigua. Pues las ¨²ltimas frases de la narraci¨®n no solamente ponen en duda la claridad de la obra escrita en el aislamiento por Overt, sino que tampoco excluyen la posibilidad de que el arte de St. George, reverdecido por su boda con la jovencita, remonte el vuelo y alcance de nuevo su vieja perfecci¨®n.
Me ha venido a la memoria esta magistral novela corta de James al hilo de la lectura de una obra que, m¨¢s pr¨®xima en el tiempo y el espacio, toma de nuevo ese topo? rom¨¢ntico para darle una vuelta de tuerca tan inesperada y parad¨®jica como l¨²cida. Me refiero al magn¨ªfico Diario de un hombre humillado, la ¨²ltima novela de F¨¦lix de Az¨²a.
Sus lectores se habr¨¢n fijado ya en la aparente contradicci¨®n del diarista, quien, tras haber confesado al principio que ha decidido entregarse a la banalidad (l¨¦ase vida) huyendo de la poes¨ªa, terminar¨¢ anunciando, ?oh, sorpresa!, que va a escribir un libro. ?En qu¨¦ quedamos?
De acuerdo con sus declaraciones iniciales, el hombre humillado es un fervoroso torre marfile?o. Refiri¨¦ndose al pasado con el que dice haber roto, afirma que "lo asombroso, ' lo fenomenal, es que escrib¨ªamos que est¨¢bamos escribiendo que escrib¨ªamos", dando a entender as¨ª que pertenec¨ªa a la estirpe de esos pen¨²ltimos rom¨¢nticos que fueron los telquelianos. Como se recordar¨¢, tal vez, esa escuela predicaba la ruptura definitiva de arte y vida a base de suprimir en la medida de lo posible la funci¨®n referencial del lenguaje.
Telqueliano de pro, rom¨¢ntico ¨¦l, el hombre humillado de Az¨²a no hace las cosas a medias y rompe con el arte para reba?arse en ese lugar soez, hamp¨®n y real como la vida misma que es el inframundo de su ciudad. Pero el Diario es en buena parte la cr¨®nica de una decepci¨®n. Si el arte era el tedio, la vida no lo es menos. La hez de la sociedad es lo mismo que su cr¨¨me. Al rev¨¦s, pero, al fin y al cabo, lo mismo. Dicho en nuestros t¨¦rminos, el hombre humillado se da de bruces con el mito rom¨¢ntico y descubre que la dial¨¦ctica vida-literatura era falsa. Tan tit¨¢nica empresa se cobra lo suyo, y el hombre humillado dar¨¢ muestras de un progresivo enloquecimiento. Pero sean cuales sean sus defectos, en todo momento demuestra estar hecho a prueba. de calamidades, y su diario terminar¨¢ en un tono diferente. As¨ª, en la ¨²ltima p¨¢gina nos dir¨¢ que el cuaderno que ha estado escribiendo mientras recorr¨ªa su peculiar camino de perfecci¨®n le proporciona finalmente "la fe precisa para escribir un libro. Un libro modesto y lleno de esperanza. Este libro".
?Contradictorio? Menos de lo que parece a primera vista. Pues, superada la falsa dial¨¦ctica arte-vida, habiendo comprobado que no existe la supuesta oposici¨®n, ni la vida seguir¨¢ siendo para el diarista aquel idealizado pantano cenagoso, ni tampoco la literatura ser¨¢ aquella inmaculada cumbre a la que los rom¨¢nticos quisieron retirarse, en venganza quiz¨¢ por el destierro plat¨®nico. El hombre humillado no volver¨¢ a escribir literatura con may¨²scula, sino simplemente un libro modesto. Lo cual, en los tiempos que corren, es todo un acto de esperanza. El arte, como ha dicho a menudo F¨¦lix de Az¨²a, ha muerto. La vida, podr¨ªa haber a?adido, tambi¨¦n. Pero no vale la pena llevar luto por ninguno de esos dos mitos. Me parece mucho mejor convertir el velorio en fiesta, porque, m¨¢s modesta, la literatura quiz¨¢ pueda renacer de sus cenizas tardorrom¨¢nticas.
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