Las hormigas, el poeta, el pintor y el torero
Sent¨ª, llorando, hacia la mitad de la noche, que mi cuerpo era de fuego, cubierto, como en alguna escena bu?uelesca, de roedoras hormigas por todas partes. ?Qu¨¦ hacer? Quer¨ªa rascarme con las u?as, pero los dedos se me cubr¨ªan de hormigas rojas y negras, que se aferraban a mi carne como con bocas -terribles pinzas- de cangrejos furiosos. De pronto, ca¨ª en la cuenta que lo mejor era escribir alejando las manos de todo contacto con la piel de mis muslos, mis ingles, mis axilas. Sent¨ª alg¨²n alivio, no mucho, pero al menos como para continuar escribiendo, distray¨¦ndome con la plaga, o enjambre, ¨¢vida de mis dedos. ?Oh, Se?or, qu¨¦ hacer' Las hormigas destru¨ªan cada noche el peque?o jard¨ªn que yo intentaba construir delante de mi casa, La Gallarda, de Punta del Este, en el Uruguay.Me quedo aqu¨ª, defendi¨¦ndome como puedo de ellas, y paso a recordar a Luis Cernuda, moreno, delgado, fin¨ªsimo, delgad¨ªsimo. Pocas palabras aquel d¨ªa. Algunas m¨¢s despu¨¦s, en muchos a?os de amistad. Me enter¨¦ que habitaba en la calle del Aire. ?Qu¨¦ extraordinario para el poeta que ya era y para el que llegar¨ªa a ser! La Imprenta Sur, de M¨¢laga, preparaba su primer libro. ?El t¨ªtulo? Perfil del aire. Nadie podr¨ªa autorretratarse mejor. Conoc¨ªamos ya algunos de sus poemas. D¨¦cimas o estrofas heptas¨ªlabas de una rara perfecci¨®n lineal. Nitidez. Transparencia. Se pretendi¨® al principio relacionar esta poes¨ªa con la de Jorge Guill¨¦n. Pero pronto los buscadores de parecidos se llevaron el chasco. Cernuda hab¨ªa abierto los ojos en la calle del Aire, y el suyo, aun enjaulado en los finos alambres de una d¨¦cima, levantaba en su vuelo temblor y m¨²sica del Sur, muy diferentes de los del poeta castellano. Cernuda era el cristal, capaz, en un instante, de romperse. Guill¨¦n, el m¨¢rmol s¨®lido, elevado a columna. Por el aire aquel de su grieta del Aire, el sevillano iba a salir un d¨ªa al coraz¨®n del sue?o, encontr¨¢ndose all¨ª (como yo unos a?os antes) con el delgado y melanc¨®lico de otro poeta de su tierra -Gustavo Adolfo B¨¦cquer-, instal¨¢ndose un tiempo, desvelado habitante de? olvido, en su morada. Poeta .m¨¢s andaluz y universal" -corno quer¨ªa Juan Ram¨®n Jim¨¦nez- no lo hubo en Sevilla.
Luego, vi muchas m¨¢s veces a Cernuda, ya en Madrid, cerca de donde viv¨ªa Manolo Altolaguirre. Era dificil Luis, y muy t¨ªmido. Le gustaban las casas elegantes, bien puestas. ?l, con escaso dinero, ten¨ªa la suya con pocas cosas, pero bellas. Durante la guerra, fue de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, de la que yo, con Jos¨¦ Bergam¨ªn, era su secretario.
Cuando publicamos la revista 0ctubre, ¨®rgano de los escritores y artistas revolucionarios, en la que colabor¨® Antonio Machado, Luis nos mand¨® un poema violento, Vientres sentados, sospecho que contra algunos poetas amigos, entre otros, Pedro Safina .
Al comienzo de la guerra, Luis Cernuda march¨® al frente, a los Altos de Peguerinos, desde donde se divisaba el Monasterio de El Escorial, al que dedic¨® un extraordinario poema.
De pronto, un d¨ªa baj¨® de la sierra, y me pregunt¨® qu¨¦ me parecer¨ªa si ¨¦l aceptase una invitaci¨®n para una universidad de Inglaterra. Le dijimos que all¨ª pod¨ªa hacer mucho m¨¢s que en el frente del Guadarrama. Yo, despu¨¦s, no le vi m¨¢s. Cuando llegu¨¦, ya exiliado, a la Argentina, en donde ¨¦l no era conocido, le publiqu¨¦ en una colecci¨®n de poes¨ªa minoritaria, La Rama de Oro, un libro, Las nubes, con un poema m¨ªo dedicado a ¨¦l: "A Luis Cernuda, aire del Sur, buscado en Inglaterra". Seguramente pens¨® que yo me iba a hacer de oro con su libro, que hac¨ªamos a expensas de un amigo que pon¨ªa el dinero. Recib¨ª entonces desde M¨¦xico una carta suya en la que me dec¨ªa que yo era un ladr¨®n. En cambio, recibimos otra de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez d¨¢ndonos las gracias m¨¢s cari?osas y cordiales por haberle publicado sus Sonetos espa?oles. No vi m¨¢s a Luis Cernuda, uno de los poetas m¨¢s grandes de Espafia, aunque quiz¨¢ el m¨¢s antip¨¢tico e injusto de todos.
... Pero las hormigas ven¨ªan desde muy lejos, ocultas bajo la pinocha ca¨ªda de los pinos, y aparec¨ªan ya bajo el tronco de los geranios, en la corola de las rosas, en los tallos floridos de las dalias... ?C¨®mo luchar contra ellas si de pronto uno ten¨ªa que abandonarlas, pues Picasso en Europa cumpl¨ªa 80 a?os y a su llamada t¨² ten¨ªas que correr, pues iba a celebrarse en su honor, en una plaza improvisada en Vallauris, una corrida de toros, cuyos lidiadores ser¨ªan Luis Miguel Domingu¨ªn y Domingo Ortega, muerto en estos d¨ªas en Madrid, a sus 82 a?os? Gran corrida. En el palco de la presidencia, junto a Jacqueline y Jean Cocteau, estaba el gran pianista sovi¨¦tico Richter, mientras a la entrada de la plaza, sin poder entrar en ella, el alcalde de M¨¢laga, venido expresamente para la corrida picassiana, gritaba a Pablo, ofreci¨¦ndole una enorme bandeja de boquerones: ?Pablo, que ya no pueden aguantar m¨¢s y se van a pudrir' ?D¨¦janos entrar! ?Son boquerones frescos de tu M¨¢laga, Pablo!
Y en la plaza, ante el toro que tocaba a Domingu¨ªn, surgi¨® el primer conflicto.
La corrida no era a muerte. La Sociedad Protectora de Animales lo prohib¨ªa. Gran consternaci¨®n y grand¨ªsimos abucheos para algunos miembros de la Sociedad all¨ª presentes. Crec¨ªa la pitada, mientras Luis Miguel no sab¨ªa qu¨¦ hacer con el estoque en la mano. Pero... de pronto, ?oh milagro!, Picasso, puesto de pie en mitad de su palco, agitando en mano un gran pa?uelo, ped¨ªa a los protectores de la Sociedad concediesen la muerte del toro. Y as¨ª fue. Toda la plaza de pie, aplaudiendo, contempl¨® c¨®mo aquel toro lidiado por Domingu¨ªn, y haciendo de pe¨®n Domingo Ortega, ca¨ªa de una estocada en el centro de la arena desde aquella peque?a improvisada plaza de Vallauris.
Por la noche, cenando en casa de Picasso, ¨¦ste se arroj¨® al centro del comedor, bail¨¢ndose con el bailar¨ªn Antonio unas caricaturescas chuflillas gaditanas. Hace ahora 27 a?os, el grande y cultivado torero Domingo Ortega, muerto en estos d¨ªas en Madrid, se hallaba sentado all¨ª con nosotros, y junto al pintor, tan gran entusiasta del torero toledano. Inolvidable noche.
Al volver, a unos reci¨¦n plantados alamillos en mi jard¨ªn de La Gallarda, las hormigas rojas y negras les devoraron las verdes hojillas, llev¨¢ndoselas en procesi¨®n a sus ocultos hormigueros, bajo la seca pinocha de los pinos. Y ahora, volvi¨¦ndose todas contra m¨ª, comienzan de nuevo a invadir mi cuerpo dormido.
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