Un 'sudaca' en la corte
Unos d¨ªas antes de? 21 de abril, fecha fijada para la entrega del Premio Cervantes de este a?o a Carlos Fuentes, un cartero muy especial llam¨® a mi puerta. Su uniforme parec¨ªa el de un general argentino condecorado. No era para menos; me tra¨ªa una invitaci¨®n del Rey.En cuanto empec¨¦ a leer, incr¨¦dulo todav¨ªa (mientras el cartero real se alejaba en una carroza tirada por caballos de Paolo Ucello), y vi las palabras iniciales: "Su Majestad", seguidas en seguida de "Su Real Casa", etc¨¦tera, me entr¨® un temblor de piernas suramericano, producido por un miedo at¨¢vico de indio conquistado hace ya casi 500 a?os.
Me invitaba, por pedido del escritor mexicano, a la recepci¨®n que, tras la entrega del premio, tendr¨ªa lugar en el palacio de Oriente. En su sencilla pero de todos modos real invitaci¨®n, Su Majestad me ped¨ªa discretamente que me presentara de traje oscuro.
Mientras mi hija Mar¨ªa In¨¦s empezaba a ocuparse de la dif¨ªcil cuesti¨®n de la ropa (no ten¨ªa traje oscuro), yo me planteaba problemas de lenguaje. Nunca hab¨ªa hablado con un rey. ?Qu¨¦ decirle que no fuera obvio para ¨¦l? ?Y c¨®mo saludarlo? ?Sire, como en las novelas de Alejandro Dumas? En primer lugar le agradecer¨ªa la democracia y el desprecio con que recibi¨® a Videla, sin atuendos de rey, en traje de calle, cuando ¨¦ste vino a Madrid a pedirle que a los exiliados argentinos nos tratara con mano dura.
Hab¨ªa que tener cuidado con los sentimientos, porque, si me dejaba llevar por ellos, entonces era capaz de decirle en mi mejor cordob¨¦s de all¨¢: "Hola, negro, ?c¨®mo andai?". Y supuesto que ¨¦l entendiera que esas palabras correspond¨ªan a un trato m¨¢s bien cari?os¨®, decirle negro a un rey me pareci¨® un exceso. Tendr¨ªa que usar la fea palabra que no dice nada y que seguramente usaban todos: Majestad.
Lo que m¨¢s me gust¨® de la invitaci¨®n fue que cuando yo saliera para la cita, si alguien llamaba por tel¨¦fono y preguntaba por m¨ª, Mar¨ªa In¨¦s podr¨ªa responder con toda la naturalidad del mundo, como en los viejos romances: "Mi padre fue a palacio".
-Vas a tener que comprarte un traje oscuro -me dijo despu¨¦s de revolver el ropero.
Tambi¨¦n tuvimos que comprar camisa blanca y medias de hilo. Corbata granate ten¨ªa; s¨®lo hubo que deshacerle el nudo que tra¨ªa de Argentina (hace 12 a?os) y planchar¨ªa.
Alrededor de 400 escritores espa?oles, marginados, como casi todos los del mundo en estos tiempos, se agolpaban en la plaza de la Armer¨ªa, especie de antesala del palacio. Yo sent¨ªa que mi figura exterior era casi perfecta: todo en su punto. Hasta los zapatos, que pese a ser nuevos no chirriaban. El ¨²nico problema era uno de los calcetines, que se me corr¨ªa hacia la punta del zapato, y esto me hac¨ªa perder cierto equilibrio necesario.
No me gustaba ir solo por no sentirme extra?o, y estirando el cuello por encima de todo ese verdadero Parnaso diviso a mi amigo Manolo And¨²jar, con un problema de piernas que le obligaba a renquear, y entonces me le acerco y entramos juntos en palacio; ¨ªbamos subiendo por unas enormes escaleras de oro, yo medio cojeando a su lado para hacerle compa?¨ªa porque de verdad lo quiero mucho. En los ¨²ltimos pelda?os, que daban acceso al gran sal¨®n donde sin duda nos esperaba el Rey, el calcet¨ªn de la derecha se hab¨ªa corrido un poco m¨¢s hacia la punta y mi tal¨®n comenzaba a quedar desguarnecido. Unos calcetines car¨ªsimos, casi 200 duros, es decir, unos nueve d¨®lares, algo as¨ª como 63 australes en la moneda de Alfons¨ªn, o sea, casi la mitad de la pensi¨®n de un jubilado medio.
Entramos en un sal¨®n que todav¨ªa no es el del encuentro con el Monarca, donde, asardinados, cohabitan Buero Vallejo, Cela, Rosa Chacel, Gloria Fuertes, Francisco Ayala y decenas m¨¢s entre los muy conocidos, y centenares de Pacos y Manolos que sin ser conocidos soportan con su obra la literatura de un pa¨ªs. El primer whisky me hace imaginar que en alg¨²n rinc¨®n oculto est¨¢ el escritor cuyo cumplea?os se celebra, a saber, don Miguel de Cervantes. Total, ya sabemos, despu¨¦s de Pedro P¨¢ramo, que los muertos viven y act¨²an lo mismo que nosotros. Tambi¨¦n est¨¢n Carlos Fuentes y Sergio Ram¨ªrez, con lo que ya somos tres los sudacas en la corte. Encuentros, abrazos, charlas fr¨ªvolas, promesas y olvido, como sucede siempre en estos eventos. Por fin nos invitan a pasar al sal¨®n donde nos recibir¨¢ don Juan Carlos.
Uno de los Manolos, conocido m¨ªo, cuando le pregunto c¨®mo se saluda, me da la mano y mueve la cabeza dici¨¦ndome: "T¨² hazlo as¨ª". Es un gesto muy elegante, a mitad de camino entre un saludo y una reverencia. La verdad es que no hac¨ªa falta: el Rey es una persona muy llana; pero el Manolo insisti¨® en la necesidad de la reverencia. La ensay¨¦ con ¨¦l y me sali¨® una asquerosidad de movimiento, como si me. hubieran dado una pedrada por el lado de los parietales.
Esta sensaci¨®n en la cabeza, junto al calcet¨ªn de la derecha, que segu¨ªa amonton¨¢ndose en la punta del zapato mientras el de la izquierda iniciaba por simpat¨ªa un id¨¦ntico deslizamiento, me hac¨ªa sentir inc¨®modo por los dos extremos. Menos mal que el nudo de la corbata, por ser granate y estar rodeado del blanco de la camisa y el azul marino del traje, era mi centro m¨¢s visible, con lo cual la gente no se fijaba ni en mi cabeza ni en mis pies, que fracamente daban l¨¢stima. Manolo se dio cuenta de mi situaci¨®n, porque lo descubr¨ª observando atentamente mi pie derecho y luego mi cabeza.
-No, as¨ª no -dijo-. Lev¨¢ntala un un poco m¨¢s para que la inclinaci¨®n ante el Rey te salga elegante y convincente.
En eso abrieron la puerta y empezamos a entrar, y ah¨ª mismo estaba el Rey, junto a la Reina y a la infanta Cristina, saludando uno por uno a los 400 que ¨ªbamos a entrar. Sin palabras y con el tal¨®n derecho al aire, vi que ya me tocaba; la inclinaci¨®n (le cabeza parec¨ªa imposible y el rid¨ªculo estaba ah¨ª nom¨¢s. Delante de m¨ª iban hablando en ingl¨¦s unos norteamericanos del servicio diplom¨¢tico (o de la CIA, como dijo Manolo) que simplemente le tendieron la mano y le saludaron como viejos amigos, lo cual me pareci¨® una irreverencia yanqui tipo Reagan. Entonces aprovech¨¦ ese espacio de irreverencia abierto por ellos y antes de que el aire volviera a cerrarse yo ya estaba ante don Juan Carlos, d¨¢ndole la mano simplemente, sin dif¨ªciles inclinaciones,y a la Reina y a la infanta. Nos hac¨ªan fotos, est¨¢bamos preciosos.
La noci¨®n subdesarrollada que uno tiene: del poder me hizo sentir, cuando el Rey fij¨® brevemente en m¨ª el brillo de sus ojos, que no s¨®lo hab¨ªa advertido el problema que ten¨ªa con los calcetines sino que estaba mirando tambi¨¦n el callo que tengo en el tercer dedo del pie izquierdo, la emplomadura de la segunda muela de abajo, la cicatriz en la cabeza (de una pedrada, que me dieron una vez en la C¨®rdoba de all¨¢ siendo muy ni?o) y una arruga que no pudimos sacar de la camisa, en la arte de atr¨¢s del cuello.
El segundo o tercer whisky que ya llevaba dentro me dec¨ªa, al mismo tiempo, que el Rey, por ser responsable consangu¨ªneo del descubrimiento de Am¨¦rica, pod¨ªa contra cualquiera de los dictadores que nos quedan, especialmente Pinochet y Stroessner. Mis ganas de pedirle que hiciera algo. Mandarles la Armada, qu¨¦ s¨¦ yo. Y casi se lo digo, pero tuve la suerte de darme cuenta justo a tiempo de que ser¨ªa una burrada.
Despu¨¦s, desde un rinc¨®n, mientras el Rey y su familia recorren los grupos o corrillos y se -interesan por el ¨²ltimo poema de Paquita, por ejemplo, que acaso nunca sea editado, con ¨¢nimos de tango pienso en este Parnaso viviente en un pa¨ªs donde ya casi nadie lee. Entonces veo que el palacio, con la ,cultura viviente que contiene -acaso un lujo de otros tiempos-, es una nave que avanza hacia el final del siglo con riesgos de naufragio; qu¨¦ horror, son m¨¢s de 400 escritores y apenas hay tres o cuatro salvavidas, y el mundo est¨¢ Reno de televisores como fusiles que les apuntan derecho al coraz¨®n. El Rey lo sabe y calla, no hay otro remedio; bebe unas copas con ellos.
Para evitar estos pensamientos oscuros voy saliendo disimuladamente. En el primer pasillo aprovecho unas estatuas de reyes de otros tiempos para ocultarme detr¨¢s y subirme los calcetines, justo cuando en el m¨¢s lejano corredor que parece conducir a las caballerizas veo a don Miguel medio escondido, que con la ropa de su siglo es un disfrazado sin carnaval. Le pregunto por qu¨¦ no entra. Me dice:
-Hombre, porque no tengo -traje oscuro.
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