Mal gusto
Lleva poco tiempo de rodaje nuestra democracia, y se comprende la escasa virtualidad que entre nosotros tiene su esencia definidora, esto es, el equilibrio en la plenitud de derechos y libertades de unos y de otros -pues se trata de bienes compartidos por todos los ciudadanos-. En Espa?a, por lo general, se entiende la libertad democr¨¢tica como una permanente luz verde para la agresi¨®n indiscriminada contra todo y contra todos. Esto, que ocurre de continuo en el plano estricto de las relaciones sociales, se magnifica a trav¨¦s de los medios de comunicaci¨®n: no hace mucho me permit¨ª recordar que no es justo reclamar tolerancia a todo pasto para el mal gusto que con frecuencia da tono a nuestros espacios televisivos (ramalazos de la llamada contracultura), sin observar, a la rec¨ªproca, una tolerancia m¨ªnima hacia mentalidades, sensibilidades y convicciones que tambi¨¦n son respetables, y que reclaman, simplemente, el derecho a no ser agredidos. (De hecho, la tolerancia unitaleral est¨¢ imponiendo, como un tr¨¢gala, cuanto repugna o rechaza un arripl¨ªsimo sector de los televidentes.)Estamos viviendo el triunfo irresistible del mal gusto. Con urgencia alarmante, se hace necesario aclarar, de una vez por todas, que, lejos de suponer la liberaci¨®n de los buenos modos -o de lo que anta?o llam¨¢bamos cortes¨ªa y hoy es puro recuerdo-, la democracia requiere, por definici¨®n, grandes dosis de respeto al otro: educaci¨®n, en definitiva. Aqu¨ª confundirnos con demasiada frecuencia la magnesia con la gimnasia. Se renuncia a la elegancia y la correcci¨®n, entendiendo por convencional lo que es sustantivo; parece estimarse que la amabilidad rebaja al que la ejerce, cuando en verdad se trata de todo lo contrario: aqu¨¦lla es una forma de sublimarse mediante una aproximaci¨®n cordial al pr¨®jimo, aunque ello nos cueste vender nuestro ego. El conocido eslogan de los anarquistas, prohibido prohibir, ser¨ªa perfectamente v¨¢lido si cada cual se prohibiese a s¨ª mismo -sin necesidad de coacci¨®n- cuanto resulta inaguantable para los dem¨¢s y hace imposible la convivencia (recuerdo haber visto ese mismo eslogan garrapateado en una biblioteca universitaria, y debajo del habitual cartelito "Prohibido hablar en voz alta". Ahora bien, la coacci¨®n resulta indispensable cuando se trata de evitar que los habladores inconsiderados hagan imposible la utilizaci¨®n y la finalidad de la biblioteca, y s¨®lo resultar¨¢ innecesario cuando la prohibici¨®n impuesta sea autoprohibici¨®n espont¨¢nea).
La libertad propia, convertida en molestia o descalificaci¨®n para el otro, no merece este nombre. Voy a poner un ejemplo: el apeamiento del usted, la liquidaci¨®n del tratamiento respetuoso. Estamos cansados de ver la desfachatez con que cualquier jovenzuelo que acaba de estrenar su carn¨¦ de periodista trata poco menos que de t¨² a t¨² a todo un ministro del Gobierno. Nada de utilizar la palabra se?or -como en la democr¨¢tica Francia o en la archidemocr¨¢tica Norteam¨¦rica-. El ministro a secas de los horteras espa?oles encierra una peque?a y s¨®rdida revancha: "Ya que nunca llegar¨¦ a ser lo que ¨¦l es, le rebajar¨¦ hasta m¨ª por la v¨ªa de una camarader¨ªa impuesta. El fen¨®meno apunta siempre a lo mismo: a invertir los t¨¦rminos, a sustituir lo educado y elegante por lo ineducado y grosero; siempre, un tir¨®n hacia abajo en lugar de un esfuerzo hacia arriba.
Lo mismo dir¨¦ del mal hablar, del sembrar la conversaci¨®n de palabras gruesas y malsonantes, vengan o no a cuento, molesten o no al que escucha. (Por cierto, que en esto, como en tantas cosas, las feministas han errado el camino. No hay ni?a bien, sobre todo si es universitaria, que renuncie a un tanto por ciento considerable de tacos en su charla, creyendo, sin duda, que esa libertad la iguala al otro sexo. Pero en el otro sexo hubo quienes hablaron con limpieza y quienes hablaron como carreteros -ahora habr¨ªa que a?adir "con perd¨®n de los carreteros"- ?Por qu¨¦ primar a los segundos?)
Pero la culminaci¨®n del mal gusto -mediante una viciada utilizaci¨®n de la libertad democr¨¢tica- se produce en la inversi¨®n del comportamiento caballeroso -palabra, claro es, que ya no se lleva- para dar cauce, crudamente, a la mezquindad o al rencor de los resentidos. De lo cual se multiplican los ejemplos dentro y fuera de nuestro pa¨ªs. Ah¨ª est¨¢, en la democracia norteamericana, la ofensiva generalizada contra la imagen del declinante presidente Reagan, por parte de quienes hasta ayer mismo fueron sus hombres de m¨¢xima confianza: esos Judas de v¨ªa estrecha como Donald Regan, ex jefe del gabinete presidencial, o Larry Speakes, su jefe de prensa, que est¨¢n aprovechando la fase final del mandato del presidente para destapar, con escas¨ªsima elegancia, la caja de sus propios rencores o despechos.
Pero no tenemos que ir tan lejos para hallar un modelo al rev¨¦s de cuanto significa caballerosidad, discreci¨®n o buen gusto en el tratamiento de una personalidad en su ocaso o de una figura desaparecida. Durante semanas he aguardado alguna r¨¦plica adecuada al penoso reportaje en el que el inefable don Ram¨®n Serra?o S¨²?er se despachaba a placer contra la buena imagen de su cu?ada do?a Carmen Polo. Nadie se ha atrevido a rechistar, pero la cosa -el gesto- merece un comentario. El se?or Serrano S¨²?er nos tiene acostumbrados a un constante remodelar su propia semblanza, a costa, claro es, de terceros; de terceros que no pueden replicarle porque ya abandonaron este valle de l¨¢grimas. Cada remodelaci¨®n ha solido seguir de cerca a la desaparici¨®n de un gran testigo: a moro muerto, gran lanzada. Serrano aguard¨® a la muerte de Franco para refundir, en beneficio propio, su ya parcial versi¨®n de los acontecimientos de 1940, contrast¨¢ndose a s¨ª mismo con el generalisimo y atacando a ¨¦ste por otros flancos. Cuando muri¨® don Jes¨²s Pab¨®n le lanz¨®, a su vez, un dardo envenenado en el libro Conversaciones con Heleno Sa?a, seguro de que no tendr¨ªa r¨¦plica (la tuvo, porque me encargu¨¦ de puntualizar las cosas, como era justo). Pero el colmo del mal gusto ha llegado con ese inconcebible di¨¢logo del anciano ex ministro con el no menos anciano ?ngel Alc¨¢zar de Velasco, en que aqu¨¦l vierte su animosidad -su sa?a- contra la hermana, reci¨¦n fallecida, de su propia esposa.
Conste que nunca profes¨¦ simpat¨ªa alguna por la antigua primera dama, cuyos defectos eran notorios (y, por lo dem¨¢s, ya hay literatura sobre ellos: ah¨ª est¨¢ el Sanco Panco, de Madariaga, o La se?ora del Pardo, de Garriga). Pero do?a Carmen resultaba, pese a esas sombras, un prototipo de la cl¨¢sica dama burguesa espa?ola -sobre todo, de las que entraban en la gran familia militar-: atenida a un c¨®digo moral muy estricto, pero muy unilateral, que respond¨ªa a ciertas simplificaciones propias de una ¨¦tica preconciliar a la espa?ola. A ¨¦l se atuvo do?a Carmen estrictamente, olvidando otro g¨¦nero de debilidades". Y, en todo caso, dio un ejemplo de discreci¨®n y de serena compostura en sus ¨²ltimos a?os, tras la desaparic¨ª¨®n del viejo patriarca. No creo que ella hubiera podido sospechar nunca un ataque tan feroz, tan despiadado, por parte de su hermano pol¨ªtico cuando a¨²n estaban calientes sus cenizas.
Serrano aprovecha la ocasi¨®n -por supuesto- para revestirse una vez m¨¢s de dignidad patri¨®tica y ejemplar: atribuye a Franco (frente a su propia actitud) la cesi¨®n complaciente del Campo de Gibraltar -solar del famoso aeropuerto- a los brit¨¢nicos. Debe de haber documentos concretos sobre el tema; si no los hay, como afirma el oficioso interlocutor de don Ram¨®n, tales acusaciones resultan gratuitas e incafificables. Por lo pronto, el cu?ad¨ªsimo de otrora sigue abusando de la falta de memoria colectiva de sus paisanos, o de la pereza del espa?ol medio para acudir a las hemerotecas -donde consta cuanto pensaba y dec¨ªa, hace medio siglo, el entonces joven ministro- Y, sobre todo, sigue ¨¦ste utilizando la libertad democr¨¢tica -que tan poco estimaba en aquellos tiempos- para darnos sonrojantes lecciones de mal gusto.
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