Un cielo de sangre morada
He venido a Par¨ªs con un prop¨®sito bien definido: comprobar en qu¨¦ ha cambiado en el espacio no poco considerable de 25 a?os. Un cuarto de siglo es bastante para. conocer f¨ªsicamente la din¨¢mica, vital de un pueblo. ?C¨®mo se prepara Par¨ªs para recibir el siglo XXI? ?Qu¨¦ traslada de su pasado, qu¨¦ mantiene como constante racial y cultural? ?De qu¨¦ est¨¢n orgullosos los parisienses?De algo estuvieron orgullosos los parisienses, y los franceses todos, en el tiempo en que yo viv¨ªa en Par¨ªs: de su ¨²ltima leyenda fin de siglo -anterior-; los impresionistas, Zola, Dreyfus, Huisnans, Sarah, Maxim's, etc¨¦tera, al infinito. En mi tiempo, Par¨ªs era una an¨¦cdota en donde el tiempo se recog¨ªa en un fanal y recib¨ªa un culto extra?o. Si decimos que Espa?a es un pa¨ªs que padece peri¨®dicas crisis de identidad, ?qu¨¦ podemos pensar de un pa¨ªs, de una gran ciudad, donde la identidad se hace m¨¢scara y cartel, se convierte en signo y contrase?a, es t¨®pico por los cuatro costados?
Yo tuve con Par¨ªs un encuentro extra?o. En Madrid, en el radio de los postistas, en el del escultor Ferr¨¢ Mat¨ªas Goeritz y algunos m¨¢s, mi idea de la esponjosidad cultural de Par¨ªs era desmedida. A ello contribu¨ªa todo lo que de contempor¨¢neo se le¨ªa en peri¨®dicos o publicaciones de cr¨ªtica o ex¨¦gesis literaria o art¨ªstica. Pero al llegar comprob¨¦ que era una t¨¢ctica de los franceses propagar lo nuevo como mercanc¨ªa de l'esprit sin asumirlo en modo alguno. Comprend¨ª entonces lo que no me explicaba a distancia: ¨¦pater le bourgeois no solamente continuaba siendo necesario, sino que hab¨ªamos llegado a un punto en que, por desgracia, resultaba imposible. Al burgu¨¦s parisiense no se le epataba con nada, era impermeable, calafateado con la brea m¨¢s untuosa de la tradici¨®n peque?oburguesa y fin de siglo, como si el tiempo fuera un cascar¨®n definitivo y sin capacidad de desarrollo. Par¨ªs ser¨ªa toujours Paris. Ese Par¨ªs, que lo deb¨ªa ser por siempre, me causaba una impresi¨®n de tristeza.
Todo parece que lo comprendemos a partir de 1968. Y creo que podr¨¦ resurnirlo en una an¨¦cdota.
Me hallo frente al sereno mazacote del teatro Ode¨®n, hoy teatro de Europa. Esta placita es encantadora, es ella misma un decorado para comedia de Achard, Giraudoux o Anouilh. Recuerdo el bullicio que la animaba la ma?ana de la ocupaci¨®n del Ode¨®n, de lo cual me enter¨¦ primero por la secretaria de Barrault, con quien hab¨ªa quedado desde Berl¨ªn. Al otro lado del tel¨¦fono, la secretaria me contestaba alterada, sin ocultar su miedo. Tal como se presentaban las cosas, ya era in¨²til entrevistarse con Barrault, y me ech¨¦ a la calle, no sin antes quedar con el joven actor Pierre Andreu, que Revar¨ªa consigo a Pierre Clementi y a Catherine Deneuve. Tanto Catherine como Clementi, como el resto de aquel grupo de j¨®venes, peque?a facci¨®n del Teatro Nacional Popular -dirigidos por Georges Wilson-, no eran conocidos entonces, pero s¨ª eran m¨¢s de lo que han llegado a ser en la realidad -ellos y todos los del grupo-: eran incre¨ªblemente guapos y radiantes. Y listos. Y con magn¨ªficas voces. Poco m¨¢s tarde conocer¨ªa en Espa?a a otros grupos de actores -rebeldes ellos, dispuestos a minarle a Franco el terreno bajo los pies-, todos bajitos, renegridos varones o f¨¦minas, horros de toda preparaci¨®n y llenos de una agresiva suficiencia hacia cl¨¢sicos y modernos.
Encontrar a los dos Pierres y a la chica resultaba dif¨ªcil entre aquel gent¨ªo que entraba y sal¨ªa del teatro ocupado, en donde se peroraba sin descanso. Di muchas vueltas y comprob¨¦ que, estando alojado muy cerca, hab¨ªa llegado demasiado pronto. Y se me ocurri¨® meterme en un establecimiento, que a¨²n perdura -las cosas perduran mucho m¨¢s en Par¨ªs que en Madrid- y en el que se venden grabados y carteles. Una tienda especializada muy interesante. Dentro era la calma. Y la vieja Francia. Ol¨ªa a cera y a antiguo papel. La cajera era una rubiales perfumada y cantarina. Hab¨ªa un dependiente con guardapolvo que, con todo y ser un chico de su tiempo, se parec¨ªa al Barres de Zuloaga, al que me record¨®. Y con el dependiente, una se?ora. Ah, qu¨¦ se?ora o se?orita. Delgada y sin edad. Toda neutra. Educada, susurrante, impecablemente vestida. Con guantes. En verano.
La dama neutra
La dama consultaba al dependiente: "Busco viejas estampas de militares con destino a la habitaci¨®n de un petit gar?on".
Hab¨ªa algo de tremendamente decidido en lo que susurraba la dama neutra. Es decir, que no hay nada m¨¢s conveniente, m¨¢s correcto y m¨¢s elegante que decorar el cuarto de un chico con estampas de militares napole¨®nicos o luisfilipescos, con morriones, espadas y banderines emblem¨¢ticos.
"?Se dar¨¢ cuenta esta se?ora de lo que est¨¢ pasando ah¨ª fuera?", me dec¨ªa yo. Las pintadas recientes que se ve¨ªan en las entonces churretosas piedras del teatro no trataban de otra cosa que de rescatar a ese petit gar?on de las garras enguantadas de la dama neutra, que segu¨ªa y segu¨ªa inspeccionando las carpetas con el empe?o de que su pupilo se recrease desde la curia con los ornamentales fastos de la patria. Era quiz¨¢ una t¨ªa soltera o una institutriz. Una especie de abeja deste?ida, del antiguo r¨¦gimen, una estantigua moral, un fantasma.
No, aquel petit gar?on no puede ser hoy el hombre previsto por ella, gracias a lo que por entonces estaba sucediendo fuera.
Sin embargo, esta ma?ana me despierto en el entra?able hotel donde maceraba sus borracheras geniales Bu?uel, de alma baturrica y surrealista, y me parece que todo sigue igual. ?A qu¨¦ responde esta impresi¨®n? Sin duda a las impresiones que anoche recib¨ª, incluso tarde, cuando ya me iba a acostar y encend¨ª la televisi¨®n que, instalada sobre un brazo m¨®vil y giratorio, tengo enfrente de mi cama.
No podemos juzgar nada bas¨¢ndonos demasiado en una primera impresi¨®n, pero las m¨¢s cutres y antiguas series o folletones televisivos hacen orgulloso desfile por los diferentes canales de la televisi¨®n francesa. Norteamericanas, inglesas, y ninguna, que yo sepa, francesa. ?Estamos frescos! Tan s¨®lo encuentro de nuevo las car¨¢tulas y algunos anuncios que denotan un sentido pl¨¢stico audaz y elegante. Se conoce que en estas artes aplicadas, el artista corre m¨¢s por su cuenta e introduce furtivamente el latido formal de lo contempor¨¢neo. Por lo dem¨¢s..., la televisi¨®n francesa tiene poco de franc¨¦s, si no es porque en estas primitivas series se habla much¨ªsimo. En primer lugar, porque son baratas y apenas se ven exteriores, y porque, atendiendo a una proclividad general, los franceses las han elegido as¨ª.
Impacientado, vuelvo por en¨¦sima vez a cambiar de canal, y ahora me encuentro frente a cuatro m¨²sicos muy atildados que delante de un noble tapiz y una c¨¢mara inamovible interpretan el Cuarteto de cuerda de Debussy, crepuscular y delicuescente, despertando emociones tornasoladas y agazapados terrores l¨ªricos. ?Vaya, por fin! Esto era Francia, esto es lo que parece que queda. Todav¨ªa -y quiz¨¢ por siempre-, Claude de France. El contraste con la universal barbarizaci¨®n televisiva es muy grande y da mucho que pensar. Y sentir.
Esta ma?ana bajo a desayunar un caf¨¦ cr¨¨me y dos tartinas con mantequilla al bistrot de al lado. Es uno de los pocos que no se han remozado. Es po¨¦ticamente desapacible y ma?anero, como un escenario para pel¨ªcula con argumento de Simerion. Hay un perro que me olfatea. Es uno de esos perros fondones, neurotizado por el ama peripuesta y gru?ona que hace sonar sus pulseras cobrando los paquetes de Gauloises en el mostrador de tabacos. Aqu¨ª parece que se remansa el tiempo viejo. A¨²n pienso ir descubriendo estos bares para rezagados. Bares nublados en los que a¨²n debiera escucharse la voz rezagada y lamentosa de Edith Piaf. Pero nada que hacer. El rock franc¨¦s, elemental y mim¨¦tico, como el italiano y el espa?ol, sin la complejidad sonora y la agresividad humor¨ªstica del anglosaj¨®n, se hace escuchar por todas partes.
Pero a¨²n encuentro en este bar esa melancol¨ªa acogedora y esa noci¨®n literaria de la cotidianidad de la vida.
Anoche he cenado con una amiga en un restaurante de la Place des Vosges, en pleno barrio del Marais. Han cambiado bastante las arcaicas tiendas de los soportales, aquellos negocios de comerciantes ahorrativos, de turbias trastiendas y de recepci¨®n siempre amablemente desconfiada. Hay ciertas boutiques de modas y varios anticuarios que obligan a decorar algunos interiores franceses como sacrist¨ªas ordenadas por Jean Cocteau. Alguna librer¨ªa tambi¨¦n, con colecciones de lonios sombr¨ªos, con sus hierros ornamentales en oro viejo: Obras completas de Casimir Delavigne. Bueno, no s¨¦ qu¨¦ me ha de suceder en la vida para que yo llegue a leer a Casimir Delavigne. No se puede decir de este agua no beber¨¦.
'Place Royal'
El centro de la plaza est¨¢ en obras. Yo dir¨ªa que como siempre. Pero los edificios, excepto uno o dos, est¨¢n remozados y pintados con toda regularidad. Me emociona pensar que la primera escenograf¨ªa que hice fue inspir¨¢ndome en esta plaza. La Place Royal, de Corneille -por cierto, una obra de inspiraci¨®n muy espa?ola, pero grave como un armario de academia-, fue la causante de aquel primer proyecto y tentativa de mise en sc¨¨ne. La plaza es de por s¨ª una lecci¨®n de funcionafidad y belleza. Y aqu¨ª debi¨® nacer la necesidad de hacer casitas recortables. Todas las casitas recortables de mi infancia ten¨ªan buhardillas y chimeneas, redondos lucernarios, montantes acristalados, severidades de ayuntamiento y hospital de la ciudad. Los rascacielos recortables no tienen el menor inter¨¦s. En la Place des Vosges se levanta el tel¨®n sobre un vasto escenario recortable que representa la Place des Vosges. Un m¨¦dico y un abogado de luengas tocas se saludan. El se?or Cleandre y el doctor Saign¨¦e.
En un extremo de la plaza est¨¢ el Museo V¨ªctor Hugo. Su casa de gloria de las letras francesas, sombr¨ªa y encerada, abarrotada con los muebles que el propio Hugo compuso, como hijo de gran ebanista que era, y que tienen forma de Nuestra Se?ora de Par¨ªs o de edificios medievales con sarampi¨®n de Renacimiento. Muebles desmesurados tras los que se espera ver salir la luna entre celajes, muebles para guardar la cuberter¨ªa del duque de Ghiche. All¨ª, los dibujos de V¨ªctor Hugo, tan maestro del romanticismo que nadie le ha igualado en su desaforado y obsceno lirismo adolescente, hambriento de belleza y violencia. All¨ª est¨¢ ese magn¨ªfico ahorcado, genial, como si se lo hubiera pisado a Goya. Una torre de vig¨ªa mirando al mar, y que es el collage m¨¢s heter¨®cl¨ªto, barroco y confuso que se puede acumular en direcci¨®n al cielo en una tarde de tormenta. Esa torre la copi¨¦ yo a gran escala para El burlador de Sevilla que hice hace casi 21 a?os con Narros, toda en poli¨¦ster. Y, encima, la hice dorada.
Dos o tres veces he venido a este museo con ¨¢nimo de encontrar, fuera de las ideas y las costumbres de moda, al hermano mayor con barba que nos inicia en los secretos de la inmortalidad.
He aqu¨ª el antro de ese cerebro po¨¦tico -parad¨®jica uni¨®n de contrarios, pero lo franc¨¦s es muy cerebral-, con una orquestaci¨®n de palabras que levanta sinfon¨ªas romancescas con el aliento vocinglero de un derbie y la delicadeza voluptuosa de un Faur¨¦. Ese es todav¨ªa -?y por cu¨¢nto!- V¨ªctor Hugo. Un poco olvidado, pero presente. Tan presente que este barrio del Marais parece que lo ha hecho ¨¦l con la ayuda de un maestro de obras llamado Balzac.
En este anochecer de verano hace un fr¨ªo de muerte en la plaza. Nos levantamos de la terraza y damos una vuelta por el barrio. Y nos perdemos un poco en su solitaria geometr¨ªa muy del gran siglo. ?Estupendo! Apenas coches aparcados, apenas gentes por la calle. Y un cielo de sangre morada sobre los tejados. He aqu¨ª Par¨ªs, tranquilo, ordenado como un buen sal¨®n de recibir. Esta nueva pol¨ªtica cultural no est¨¢ mal. Que si no hace ¨¦poca, al menos quiere y puede conservar otra. El nuevo Museo Picasso es un edificio tan bello, alegre y regular como cualquier castillo franc¨¦s. ?ste fue del ministro-administrador de la sal. Simb¨®lico pasado, ahora la sal picassiana, su monigotismo ang¨¦lico y diab¨®lico, se acumula en estos salones, donde nunca grit¨® ning¨²n color como ahora gritan -yo los oigo- en las tibias sombras del Marais, en este anochecer mesurado, los espa?oles colores de Picasso.
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