El mito pol¨ªtico de la televisi¨®n
El mito de la televisi¨®n como arma de poder pol¨ªtico y cultural va a sobrevivir en nuestra sociedad durante bastante tiempo. Contribuyen a ¨¦l las fuerzas pol¨ªticas que son sus aut¨¦nticas creyentes: quienes tienen una posibilidad de controlarla o influirla, porque suponen que es decisiva para contrarrestar los otros medios de opini¨®n y de informaci¨®n, de los que est¨¢n firmemente convencidos que son parciales o enemistosos. Y quienes viven en la oposici¨®n, porque justifican ante s¨ª mismos la falta de aliciente electoral que los mantiene en ese desagradable limbo. La lucha por la posesi¨®n de la televisi¨®n se ha traspasado as¨ª a figuras y sectores art¨ªsticos, deportivos o intelectuales, en los que se refleja esa misma angustia por la cual se supone que el triunfo est¨¢ en la aparici¨®n en la pantalla, y el fracaso en la falta de acceso a ella.Todo esto supone la aceptaci¨®n de algo il¨®gico, que es muy anterior a McLuhan y que consiste en tornar el medio por el fin o el efecto por la causa. Las viejas y nunca acabadas discusiones sobre la Prensa y su capacidad para el bien o para el mal son uno de esos modelos. Hay otros t¨®picos que han ido escoltando los medios de comunicaci¨®n a lo largo de la historia. El teatro ha sido uno de ellos, y el libro ha llegado a establecer la idea de su bondad intr¨ªnseca -"no hay libro malo"-, y la de que quien lee es superior a quien no lee.
Si tomamos el tema por uno de sus extremos, el de las dictaduras y los sistemas de monopolio de la televisi¨®n ¨²nica, veremos que en esos pa¨ªses la influencia de la televisi¨®n se ha anulado. Hasta nueva orden, la Uni¨®n Sovi¨¦tica es el ejemplo m¨¢s reciente de que 70 a?os de medios de comunicaci¨®n estatales y de censura absoluta no han ahogado los factores sociales reprimidos; apenas se entreabren las puertas, resucitan todos los viejos fantasmas que se cre¨ªan conjurados, como los nacionalismos, las religiones, los problemas obreros; o la otra m¨²sica, o la otra espiritualidad. Si alguien recuerda todav¨ªa los a?os del franquismo en Espa?a no tendr¨¢ m¨¢s que acudir a tanta lejan¨ªa geogr¨¢fica. Ni el NoDo, ni la televisi¨®n, ni la radio, exorcizaron los demonios que Franco atribu¨ªa al pa¨ªs, y a¨²n vivo Franco, resurg¨ªa todo aquello que ¨¦l combati¨® y corisder¨® enterrado. La sociedad actual muestra que es el franquismo pol¨ªtico el que yace bajo tierra, aunque esto no impida una impregnaci¨®n de modos y maneras de su tiempo en nuestros comportamientos; pero no m¨¢s que la impregnaci¨®n de la Rep¨²blica en los primeros tiempos del franquismo, aun en los m¨¢s violentos. Las corrientes se soterraban, pero no mor¨ªan.
. En el ejemplo espa?ol de hoy estamos viendo c¨®mo los pol¨ªticos no triunfan o se hunden por la cantidad de horas y minutos que aparezcan al a?o en televisi¨®n, sino por la calidad de su mensaje y de su imagen. Los hay que cuanto m¨¢s salen, m¨¢s se hunden. Lo mismo pasa con los cantantes y sus discos, o con los espect¨¢culos. Se ve a diario que algunos espect¨¢culos favorecidos por la televisi¨®n, por afinidades de varias procedencias -sin tapar el car¨¢cter oficial de algunos de ellos-, pueden mover una cierta afluencia de espectadores en los primeros d¨ªas de la propaganda, pero que despu¨¦s se desenvuelven por s¨ª solos; y los que no gustan, no gustan de ninguna manera. Cierto que tambi¨¦n el teatro elabora las fantas¨ªas a su manera y a su consolaci¨®n, y los espect¨¢culos desfavorecidos culpan de ello a la falta de atenci¨®n de la televisi¨®n y de la Prensa, y dificilmente admitir¨¢n que en el origen est¨¢ su propia falta de inter¨¦s.
En la base de esta teor¨ªa est¨¢ la sospecha de que el espectador de televisi¨®n es de pasta blanda; y un lejano dictamen por el cual se supon¨ªa que "la televisi¨®n entontece". Es una calumnia. Algunos pa¨ªses pueden entontecer a su televisi¨®n por una presi¨®n determinada de la demanda a la que se intenta responder por la captaci¨®n de audiencia, que tiene como fin atraer la publicidad (por el momento- m¨¢s adelante, el de entrar en la concurrencia con otras televisiones, cuando las haya). La televisi¨®n no atonta; tampoco ilustra. Lo que forma una cultura de un pa¨ªs, y lo que determina si ¨¦sta es alta o baja, es la educaci¨®n escolar y familiar; y desde esa cultura se recibir¨¢ de una manera o de otra un programa de televisi¨®n, como cualquier espect¨¢culo terminado. Hay una educaci¨®n, una formaci¨®n selectivas, que recogen del mensaje lo que pueden. Los que han recibido esa formaci¨®n de una manera precaria o deficiente no perciben igual aquello que ven y oyen quienes la han recibido a niveles mayores, cuantitativos o cualitativos, o quienes, como se suele decir, son m¨¢s inteligentes (intelligens, el que entiende; legere, coger, escoger). Sin embargo, todos son capaces de aceptar o rechazar el mensaje con arreglo a sus conveniencias o preferencias, o su moral recibida. Incluso -como se ha visto en el caso de las dictaduras- se segrega una especie de resistencia a lo que se intenta colocar. Hay un sexto sentido, y lo desarrollaban tambi¨¦n los griegos antiguos ante sus teatros; y los espa?oles del Siglo de Oro ante las obras de propaganda de nuestros cl¨¢sicos, a menos que previamente desearan recibir su mensaje. Cuando ahora se producen quejas entre todos los sectores por lo "mala" que es nuestra televisi¨®n, no se est¨¢ hablando con justicia (no es verdad; y no son mejores las de otros pa¨ªses en l¨ªneas generales, aunque su punto alto de producci¨®n est¨¦ me-
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El mito pol¨ªtico de la televisi¨®n
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jor situado); se est¨¢, en realidad, mostrando la segregaci¨®n de un rechazo o una defensa contra el contenido doctrinal, moral o pol¨ªtico que aquel que habla no comparte o no desea que exista.
Las costumbres sexuales han evolucionado fuertemente en Espa?a cuando ni la televisi¨®n ni ning¨²n otro medio de expresi¨®n o de arte las pod¨ªan propiciar, e incluso se mostraban oficialmente inmovilistas y conservadores. Hoy mismo, los sectores de moral antigua que se quejan de la expansi¨®n de nuevas relaciones humanas por televisi¨®n est¨¢n mostrando su capacidad para segregar esa resistencia, y la idea de que ellos est¨¢n mejor preparados que otros seres de mayor debilidad mental no es m¨¢s que una soberbia. La manera en que atribuyen la maldad al Estado -o a los elementos infiltrados de ideolog¨ªas decadentes- y la indefensi¨®n al pueblo sencillo o a los menores no es m¨¢s que una identificaci¨®n con un todo paternalista y conservador y con unas actitudes de lucha pol¨ªtica por el poder, aunque ellos mismos no se le confiesen. Sus antecesores quemaron libros -y a veces autores-, prohibieron el teatro, predicaron contra el cine.
Todo esto se sabe desde que se vio la actuaci¨®n de la propaganda en su momento inicial. Ni el Agit-Prop de la Uni¨®n Sovi¨¦tica ni el ministerio de Goebbels en la Alemania nazi influyeron en sus pa¨ªses; lo hicieron los campos de concentraci¨®n, la eliminaci¨®n del enemigo por la violencia y la represi¨®n absoluta. Aparte de unas afinidades hist¨®ricas de las mayor¨ªas en su momento: en Rusia hab¨ªa una necesidad b¨¢sica de revoluci¨®n manifestada desde siglos antes, y en Alemania un deseo de salir de las humillaciones de Versalles y de la impotencia de la Rep¨²blica de Weimar. Cre¨ªan la propaganda en el sentido en que se les daba porque la necesitaban para reafirmarse; cuando se vio que el camino emprendido era malo o que dejaba de ser ¨²til para la transformaci¨®n de la sociedad, la propaganda fue rechazada y se segreg¨® una resistencia mental s¨®lida. El descenso de audiencia actual de los telediarios espa?oles puede atribuirse a esta segregaci¨®n de resistencia: a la idea, justa o no, de que sus omisiones, sus insistencias, sus subrayados, corresponden a una forma de propaganda.
En una sociedad como la espa?ola, lo que se ha transformado no es por la televisi¨®n en s¨ª y por lo que refleja, sino por la mitolog¨ªa de la televisi¨®n. Muchas cosas de la vida nacional se han modificado por esa fe, y han producido resultados imprevistos. Se han retransmitido sesiones parlamentarias para prender al p¨²blico, y en su hogar se ha conseguido una especie de rechazo general contra la clase pol¨ªtica, sus discusiones vanas, sus peleas, la vaciedad de sus discursos. Se celebran actos ¨²nicamente para que sean retransmitidos. Tratan de lanzarse deportes cuyos encuentros vemos al mismo tiempo que las gradas vac¨ªas. La imagen del personaje que debe representar una seriedad, o que incluso es adusto y seco, embadurnado por el maquillaje o vestido para la ocasi¨®n, es una muestra de que nadie hay insensible o insobornable: se trata de salir. Todo esto ha creado una ansiedad que no corresponde a la realidad de las situaciones espa?olas y de la receptividad cr¨ªtica de los espectadores.
Hay otras cuestiones en las que la televisi¨®n ha influido con mucha fuerza. En el lenguaje dram¨¢tico, o en el literario, por la sintaxis de la publicidad o del clip; en el lenguaje hablado, por la variedad de sintaxis, de vocabulario o de prosodias de las numerosas personas que hablan; en las modas o formas superficiales; en los h¨¢bitos de compra y en el consumismo, porque la publicidad tiene otros recursos profesionales; en la manera de ver, distanciada y poco atenta; en el comportamiento, por la atracci¨®n de algunos de sus programas. Pero ¨¦sos son otros temas. Lo que parece m¨¢s cierto es que en la lucha pol¨ªtica, en el poder de convicci¨®n moral o en el de acci¨®n cultural directa, la fuerza de la televisi¨®n es m¨¢s m¨ªtica que real, aunque falta mucho tiempo para que esto sea advertido.
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