El final de la infancia
Suele decirse que los revolucionarios avances tecnol¨®gicos que se suceden en nuestra cotidianidad acelerada imponen un cambio de valores, para cuyo desconcierto quiz¨¢ no estemos preparados. Hay un fondo de melancol¨ªa nihilista en esta constataci¨®n: los valores no valen gran cosa puesto que las nuevas herramientas y capacidades cient¨ªficas arrumban en el desv¨¢n de lo in¨²til lo ayer venerado. De ello algunos deducen que todo vale y otros que la t¨¦cnica es un invento sat¨¢nico que nos empuja hacia el abismo. La realidad es que estas noticias, como coment¨® Mark Twain de la de su propia muerte publicada por cierto rotativo apresurado, son bastante exageradas. Si uno cree lo que cuentan por ah¨ª, la humanidad cambia de valores cada fin de semana y a veces de forma tan radical como lo revelado por esa encuesta que descubre la ins¨®lita preferencia de los espa?oles por el dinero y el ¨¦xito. ?Vivir para ver!Sin embargo, tengo la impresi¨®n her¨¦tica de que los principales valores humanos son mucho m¨¢s estables de lo que se nos anuncia, aunque quiz¨¢ encierren preferencias que pudorosamente preferir¨ªamos no preferir. Lo que se modifica, en cambio, a ritmo mucho m¨¢s r¨¢pido es nuestra forma de aceptarlos conscientemente, jerarquizarlos, hacerlos compatibles y aplicarlos a situaciones nuevas. En una palabra, no cambian los valores sino su situaci¨®n simb¨®lica y nuestra estrategia para conseguirlos y defenderlos. Y a este respecto s¨ª que resulta importante el campo potencial abierto por una tecnolog¨ªa que se espolea sin cesar a s¨ª misma y est¨¢ dispuesta a no dejar t¨ªtere sagrado o profano con cabeza.
Ayer como hoy, el conflicto ¨¦tico ha surgido siempre entre lo que puede hacerse (en el sentido de que es posible llevarlo a cambo, verbigracia apu?alar a un vecino) y lo que puede hacerse (en el sentido de que resulta un acto l¨ªcito, recomendable o debido). Lo imposible no ha inquietado nunca ¨¦ticamente, ni siquiera lo sumamente improbable, salvo a los roussonianos que propon¨ªan aquel caso famoso del dubitante que podr¨ªa matar a un mandar¨ªn chino con s¨®lo apretar un bot¨®n y luego cobrar su herencia en perfecta impunidad. En una palabra, lo que choca es lo que somos capaces de hacer y aquello que queremos que sea hecho. Hasta comienzos de nuestro siglo, el poder-hacer aument¨® a ritmo manejable y el querer-que-sea-hecho se las arregl¨® para mantener el cotarro bajo cierto control. Pero desde entonces las cosas se han disparado de mala manera no s¨®lo porque el poder-hacer ha aumentado hasta lo ins¨®lito, sino porque ha segregado su propia casta de adeptos: ¨¦stos sostienen que todo lo que puede ya hacerse se har¨¢ antes o despu¨¦s y, por tanto, debe hacerse. Como lo que hoy puede hacerse incluye fechor¨ªas tan grandiosas como la desaparici¨®n de todo tipo de vida de este planeta, las perspectivas de esta identificaci¨®n entre lo que puede hacerse y lo que resulta conveniente hacer despiertan justificada alarma.
En el fondo, como casi siempre que se reflexiona, el asunto es de l¨ªmites, cuesti¨®n sobre la que ha insistido ¨²ltimamente con comprensible ah¨ªnco Eugeni Tr¨ªas. Por decirlo en lenguaje vulgar: ?hasta d¨®nde puede llegarse demasiado lejos? Y ?c¨®mo determinar tal frontera extrema de lo aceptable? Dado que el aumento de potencia es aumento de libertad, si Spinoza no miente, los hombres se han hecho objetivamente m¨¢s libres gracias al desarrollo tecnol¨®gico. Lo peligroso es que todo aumento de libertad impone un crecimiento correlativo de la responsabilidad, es decir, de la constataci¨®n reflexiva de los efectos de la libertad. Y por ah¨ª falla la cosa, porque la responsabilidad exige que las estructuras que articulan lo que queremos-que-sca-hecho no se vean totalmente desbordadas o sustituidas por lo que podemos hacer ya. Los efectos de nuestra fibe rtad no se someten a su vez liliremente a nuestro querer, sii io que nos sorprenden, se reb(lan y nos amenazan.
Y no es que el riesgo estribe er que la impiedad humana viole a la pobre naturaleza, porque la susodicha madrastra -como lo; preceptos de la l¨®gica por el,a prohijados- es literal y co: nspicuamente inviolable. Los a? tiguos dejaron dicho que a la ri,turaleza s¨®lo se la puede doninar sirvi¨¦ndola; hoy podemos auadir que s¨®lo se la puede trinsformar, polucionar o desvi ir de su curso habitual por in.-dios tambi¨¦n naturales: la er erg¨ªa at¨®n-¨¢ca lo la ingenier¨ªa gt n¨¦tica no violan a la naturalezi, sino que ponen en funcionamiento sus in¨¦ditas y quiz¨¢ atroces posibilidades. Al final gi nar¨¢ ella, seguro: aunque vol¨¢;emos el planeta entero no lograr¨ªamos trastocar sus goznes ni alterar sus leyes. Pero en ci mbio la que s¨ª puede ser viola la es esa llamada segunda natu raleza que es la costumbre, la tr idici¨®n. Esta segunda naturale ia es de f¨¢brica humana y, por ta nto, much¨ªsimo m¨¢s fr¨¢gil y p de esta segunda naturaleza hernos asimilado simb¨®licam -nte durante siglos las exigenci is de la primera: ahora, nuestr i capacidad de intervenci¨®n ei los procesos naturales va m ¨¢s all¨¢ de lo que nuestros re-
ci rsos psicosociales instituidos nos permiten f¨¢cilmente asimilar. Dise?ar nuevas costumbi es, perge?ar los puntos de referencia simb¨®licos de lo que llegar¨¢ ma?ana a ser tradici¨®n es una tarea m¨¢s vidriosa que cualquier innovaci¨®n t¨¦cnica.
Tomemos como caso ejemplar el de la investigaci¨®n en biolog¨ªa y gen¨¦tica. La posibilidad t¨¦cnica de poder insertar el ¨®vulo fecundado de una mujer en el cuerpo de su propia hija, como se ha hecho ya en Italia, plantea perplejidades de parentesco que exigir¨ªan la ciencia de un nuevo Levi Strauss. Es probable que este tipo de manipulaciones tengan m¨¢s eficacia como revulsivos de la idea de fan¨²lia tradicional que todos los bienintencionados intentos de comuna de los a?os sesenta y setenta. En cualquier caso, la verdadera mutaci¨®n se inscribe a este nivel. Durante siglos, el hombre se ha regido por la acumulaci¨®n de la experiencia; nuestra ¨¦poca est¨¢ viendo que la experiencia es demolida por la innovaci¨®n del experimento. Este tr¨¢nsito de la experiencia al experimento, con la necesaria puesta a punto de una nueva experiencia simb¨®lica y valorativa m¨¢s experimental que rememorativa, son urgencias axiol¨®gicas del presente. Ya no podemos pedir consejo exclusivamente a la memoria: nuestros antepasados nos han dejado solos frente a los resultados de nuestra industriosa y osada libertad. Ahora s¨ª que se- cumple de veras la salida de la minor¨ªa de edad que Kant consider¨® caracter¨ªstica de la Ilustraci¨®n. Y como en el otro paso de armas ilustrado, lo que se requiere no es apelar a doginas ni a puras arbitrariedades, sino ir instaurando colectiva y pol¨¦micamente otros principios de acci¨®n revisables pero firmes sin timidez.
He tomado prestado el t¨ªtulo de esta nota a una excelente novela de ciencia-ficci¨®n de Arthur C. Clarke. En ella la humanidad recib¨ªa la gu¨ªa de unos viajeros espaciales que aceleraban el progreso sin revelar su rostro, para ocultar hasta el ¨²ltimo momento que su aspecto f¨ªsico coincid¨ªa con el que una tradici¨®n de cuernos, patas de cabra y azufre destina al diablo. La par¨¢bola no es desacertada, pero reclama en su aplicaci¨®n pr¨¢ctica un utilitarismo cr¨ªtico que no retroceda ante las apariencias apocal¨ªpticas ni quede servilmente fascinado por ellas.
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