Una an¨¦cdota institucional
Muchas han sido las disquisiciones y pol¨¦micas doctrinales sobre la actual crisis de la socialdemocracia. Recientemente, en este peri¨®dico, Joaqu¨ªn Estefan¨ªa analizaba los datos en cuya virtud cab¨ªa hablar de la muerte del modelo socialdem¨®crata espa?ol: renuncia al Estado de? bienestar, retroceso de la econom¨ªa mixta en medio de una ola de reprivatizaciones al estilo thatcheriano y abandono de la concertaci¨®n social.Estefan¨ªa daba, sin embargo, por sentado el principio de que el PSOE es realmente representativo de un modelo socialdemocr¨¢tico, extremo que, cuando menos, cabr¨ªa cuestionar a la luz de sus programas y, singularmente, de su gesti¨®n institucional.
A este cuestionamiento, desde postulados t¨ªpicamente socialistas, apuntaban las palabras de Luis G¨®mez Llorente denunciando la intencionada disociaci¨®n entre utop¨ªa y realidad para hacer de ¨¦sta el permanente pretexto de un pragmatismo sobrado de galas ret¨®ricas y ayuno de contenidos doctrinales. Pero sea cual fuere la actitud que se adopte ante este problema, que trasciende con mucho los l¨ªmites de una simple controversia sobre las se?as de identidad del socialismo en libertad o, en su caso, de la socialdemocracia (que no son conceptos sin¨®nimos), lo que no parece ofrecer demasiadas dudas es que el PSOE presenta en su gesti¨®n del poder un rasgo peculiar de algunas socialdemocracias tard¨ªas: su obsesi¨®n por el poder en cuanto tal, la decidida primac¨ªa del poder sobre la comunidad, de un poder concebido Jacobinamente, sin entusiasmo alguno por sus contrapesos institucionales o sociales o por su distribuci¨®n territorial. Si a esto le a?adimos la concepci¨®n -casi fatal en una sociedad civil desvertebrada- de que la pol¨ªtica es algo que se formula y, de ser necesario, se impone desde una cabeza dirigente, que transforma la presidencia en un encargo de organizaci¨®n y decisi¨®n liberado del partido y de la comunidad en su conjunto, la figura del hombre-jefe o del hombre-conductor, ungido por el carisma, aparece irremediablemente. En una sociedad d¨¦bilmente estructurada es muy f¨¢cil crear y sostener la imagen de una personalidad salvadora, muchas veces incluso en contra de los deseos, m¨¢s o menos expl¨ªcitos, del propio individuo que la encarna.
El profesor Tierno Galv¨¢n lleg¨® a afirmar, en este sentido, que algunas interpretaciones socialdem¨®cratas degeneraron, en sus embates contra la convivencia liberal, en la cristalizaci¨®n de tres razones o principios: la raz¨®n del pesimismo antropol¨®gico, la raz¨®n de la incapacidad de la sociedad para realizar su propia felicidad y la raz¨®n de primac¨ªa de la necesidad y el orden sobre la libertad.
A nadie se escapa que tales principios, encarnados en una pol¨ªtica presidencialista y cuasi mesi¨¢nica, constituyen preceptos de responsabilidad mucho m¨¢s que de felicidad o libertad.
S¨®lo desde esta perspectiva cabe contraponer la ¨¦tica de la responsabilidad a la ¨¦tica democr¨¢tica que debiera presidir, al menos en sus exigencias m¨¢s elementales, la convivencia libre de una comunidad libre. Y s¨®lo desde esta perspectiva es posible, enmarcar adecuadamente aquellas palabras que tanto sorprendieron a algunos, y de forma muy expresa a Ignacio Sotelo: "He sacrificado mi libertad para que los dem¨¢s puedan disfrutarla", dijo, en esencia, nuestro presidente del Gobierno.
Como es obvio, esta concepci¨®n del poder y de su ejercicio personalista conduce inexorablemente al sentimiento de la insustituibilidad del hombre-conductor, sentimiento que puede no invadirle a ¨¦l mismo, pero s¨ª a su entorno, a sus aparatos y a los intelectuales org¨¢nicos o semiorg¨¢nicos del sistema. Tal sentimiento se intenta comunicar al pueblo anticip¨¢ndole su tremendo riesgo de orfandad de materializarse, o formalizarse, la presunta intenci¨®n del l¨ªder de abandonar el poder. Un muy querido amigo, con cualificadas experiencias de Gobierno, me relataba la actitud de cierto intelectual, por lo dem¨¢s persona solvente, que a ra¨ªz del pen¨²ltimo rumor sobre el abatimiento y deseo de abandono del presidente afirmaba: "Te digo que ahora va en serio; ?se nos va!". Mi amigo respondi¨®, m¨¢s o menos, que bueno, que muy bien, que no pasaba nada, puesto que en el PSOE y fuera del PSOE hab¨ªa muchas personas que lo har¨ªan igual o mejor, a?adiendo que ¨¦l mismo lo har¨ªa mucho mejor y que, en todo caso, era necesario y saludable para nuestra democracia el entendimiento de que cualquier relevo en la c¨²spide del Ejecutivo no pasa de ser una an¨¦cdota institucional.
Pero las cosas no van por ah¨ª. Tras el 14-D, tanto los sindicatos triunfadores como los partidos de la oposici¨®n han evitado cuidadosamente hasta insinuar la conveniencia de un relevo presidencial, como si reclamarlo fuese un crimen de lesa democracia o de lesa comunidad y no, en definitiva, una consecuencia l¨®gica, entre otras posibles, de la inapelable censura social que la huelga supuso para un presidente de Gobierno cuya exasperada beligerancia contra la propia huelga, empleando a fondo su poder y comprometiendo en ello su .prestigio, fue bien notoria. Hace s¨®lo unos d¨ªas que, seg¨²n los medios de comunicaci¨®n, el Comit¨¦ Central del PCE desisti¨®, por razones de "prudencia", de incluir entre sus conclusiones la petici¨®n de dimisi¨®n del presidente, actitud que fue compartida e incluso, al parecer, auspiciada por el inteligente sindicalista Antonio Guti¨¦rrez. ?Se trata, simplemente, de preservar la imagen de la huelga general como exenta de cualquier connotaci¨®n pol¨ªtica tan directa como contundente? ?O es que pol¨ªticos y sindicalistas son contestes en que sectores mayoritarios o muy significativos de la opini¨®n p¨²blica, por su identificaci¨®n con el hombre-conductor, sancionar¨ªan a quienes osaran tal petici¨®n?
Son muchas las explicaciones posibles, algunas tan conmovedoras como las planteadas. Sin embargo, es muy dif¨ªcil sustraerse a un profundo sentimiento de zozobra ante la realidad de unos cuadros dirigentes que, con su actitud, parecen confirmar la trascendencia sociopol¨ªtica de los carismas personales en una sociedad escasamente estructurada y, por tanto, propensa a la b¨²squeda y mantenimiento de individualidades salvadoras.
Como recordaba Jaime Garc¨ªa A?overos en un ingenioso art¨ªculo publicado en este peri¨®dico (sobre Ar¨ªstides el Justo), los atenienses ten¨ªan para estos casos una f¨®rmula de democracia directa que les facilitaba las cosas: la condena al ostracismo. Cuando l¨ªderes tan fabulosos y heroicos como Tem¨ªstocles, Cim¨®n o el propio Ar¨ªstides se ensoberbec¨ªan en exceso, identific¨¢ndose con el poder hasta el punto de preferirlo a la comunidad de sus conciudadanos, ¨¦stos, en su anual asamblea en la plaza p¨²blica, pod¨ªan decidir su destierro mediante el sencillo expediente de escribir el nombre del l¨ªder en un pedazo de arcilla. Bastaba la coincidencia de 6.000 atenienses. Era una sociedad estructurada y creadora. Su decadencia devino de la ulterior primac¨ªa del poder sobre la comunidad, cuando fue ¨¦sta la condenada al ostracismo.
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