El mal
?Estamos experimentando el fin del mal? No, por supuesto, de la maldad o del da?o como encarnaciones de un mal cotidiano, sino de la idea del mal como conciencia negativa ante lo enemigo o simplemente lo desconocido. A lo largo de su historia, el hombre, mediante representaciones tenebrosas de lo otro, se ha enfrentado a las m¨¢scaras adversas forjadas por ¨¦l mismo para cubrir el rostro ajeno. Y esas m¨¢scaras le han permitido calibrar, aunque fuera s¨®lo simb¨®licamente, las miradas que acechaban su propio bien. As¨ª han podido surgir los sucesivos infiernos, los sobrenaturales y los puramente terrenos, frutos ambos del terror, aunque con la particularidad de ser estos ¨²ltimos el resultado del terror al hombre mismo.Podemos intuir a qu¨¦ se asimilaba la idea del mal en ¨¦pocas anteriores. Entre los antiguos griegos, donde estaba lejos de ser un¨ªvoca, se vinculaba probablemente, entre otras, a nociones como las de hybris o at¨¦, con sus contenidos de desmesura y ceguera. En la tradici¨®n cristiana, de manera m¨¢s taxativa, se asoci¨® a la transgresi¨®n de la ley de Dios y, consecuentemente, a la dimensi¨®n condenatoria del pecado. La geograf¨ªa de los ultramundos (para¨ªso, infierno y paulatinamente, como soluci¨®n intermedia, purgatorio) otorgaba un espec¨ªfico destino diferenciador a los que hac¨ªan el bien en relaci¨®n a los que hac¨ªan el mal. Y a ¨¦ste respecto, una de las obras literarias consideradas m¨¢s terribles, La Divina Comedia, es, vista desde otro ¨¢ngulo, de las m¨¢s tranquilizadoras: con su geometr¨ªa perfecta del universo y con su estricto cat¨¢logo de delitos, Dante muestra con nitidez inigualada sus fronteras entre el bien y el mal. Comp¨¢rese la f¨¦rrea convicci¨®n del poeta florentino con la tesis, casi inaudita por moderna, que 300 a?os despu¨¦s, a finales del siglo XVI, sostiene Christopher Marlowe: "El infierno est¨¢ donde estamos nosotros".
Una afirmaci¨®n de este tipo es revolucionaria porque descoloca el lugar ideal del mal introduciendo una inquietante ambig¨¹edad en nuestro orden natural y moral, al tiempo que desmiente la tendencia maniquea con que el hombre ha explicado por lo general su existencia en el mundo. El hombre ha recurrido a la satanizaci¨®n de lo otro para crearse la ilusi¨®n de salvar su ciudadela y, de modo sim¨¦trico, ha procedido a su divinizaci¨®n cuando, desprovisto de esta ilusi¨®n, ha proyectado extramuros su sed de esperanza. As¨ª, alternativamente, ha podido expresar su horror a los b¨¢rbaros o esperar su llegada. En buena parte, la historia de las ideolog¨ªas, incluidas las modernas, podr¨ªa cifrarse en este contraste de posiciones ante el afuera del propio orden: unas, reflejando el mal que acecha; otras, por el contrario, el bien que promete.
En el transcurso de los dos ¨²ltimos siglos, la secularizaci¨®n progresiva de la conciencia occidental ha desviado los procesos de divinizaci¨®n o satanizaci¨®n hacia el territorio de las utop¨ªas pol¨ªticas y t¨¦cnicas. De este modo, la espera del dios desconocido, al que la humanidad todav¨ªa no ha tenido acceso, andaba pareja con el temor a la irrupci¨®n demoniaca de un peligro definitivo. Es demasiado conocida la funci¨®n sagrada, desde ambas perspectivas, de las grandes utop¨ªas pol¨ªticas para insistir en ello. S¨ª vale la pena recordar, por contra, que los valores de benignidad o malignidad de la t¨¦cnica, en cuanto dominio humano de la naturaleza, han sido menos lineales de lo que por lo com¨²n se afirma. La naturaleza, para nuestra cultura, no ha sido s¨®lo benefactora, sino frecuentemente mal¨¦fica, y en algunas hip¨®tesis (Sade, Leopardi), el mal mismo. Y como contrapartida, la t¨¦cnica no ha sido s¨®lo una agresi¨®n contra la naturaleza, sino tambi¨¦n la enconada defensa del hombre frente a la impotencia que por naturaleza le corresponde. En este sentido, la t¨¦cnica ha significado la principal fuente de enso?aci¨®n ut¨®pica que el hombre ha pose¨ªdo ante el radical mal de su insuficiencia. ?nicamente cuando la t¨¦cnica se ha vuelto tambi¨¦n contra ¨¦l esta ensonaci¨®n ha podido convertirse en pesadilla.
Con el desvanecimiento de las utop¨ªas pol¨ªticas y la perplejidad ante las consecuencias de las utop¨ªas t¨¦cnicas, la situaci¨®n de la ciudadela occidental se ha hecho parad¨®jica en las ¨²ltimas d¨¦cadas: incapaz de alinearse con fuerza salvadora en ninguna alternativa hacia el bien, tiende a diluir con igual falta de convicci¨®n toda identificaci¨®n del mal. Es cierto que de cuando en cuando se conmueve al percibir arremetidas ajenas y por unos d¨ªas sus centros de producci¨®n de actualidad (es decir, de reafidad) le alertan sobre supervivencias hostiles.
El islam, con su fanatismo de la fe, o el distanciadoramente llamado Tercer Mundo, con sus miserias y guerras locales, son amenazas, violentas en ocasiones, pero en el fondo coyunturales, porque desde la mentalidad de la ciudadela s¨®lo representan actitudes atrasadas en relaci¨®n a lo que cuenta de verdad en nuestro mundo. Pasadas las espor¨¢dicas amenazas, los mismos centros de producci¨®n de actualidad nos devolver¨¢n a la evidencia de que nada tiene importancia m¨¢s all¨¢ de los muros.
Se puede argumentar que m¨¢s all¨¢ de los muros est¨¢ precisamente, y como inc¨®gnita abrumadora, el m¨¢s all¨¢, el aut¨¦ntico contrapunto de los destinos humanos, con respecto al cual se han elaborado las m¨¢xi mas expectativas de bien y mal, sea desde un prisma religioso (salvaci¨®n y condenaci¨®n), sea desde una afirmaci¨®n genuinamente terrena (vida y muerte). ?Tambi¨¦n carece de importancia? Quiz¨¢ no, pero ha sido reducido al olvido o, si se prefiere, a la simulaci¨®n del olvido. Nada m¨¢s elocuente para comprobarlo que advertir la evoluci¨®n ¨²ltima del tratamiento social de la muerte, y acaso mejor, del hecho de la muerte, que ha entra?ado todas las variaciones: como camino hacia el bien o el mal, en los creyentes religiosos; como p¨¦rdida infeliz o feliz huida, en los no creyentes. En nuestros d¨ªas, el testimonio p¨²blico de tal hecho se ha estrechado tanto que casi ha quedado relegado al silencio. Un pragmatismo insospechado, y al un¨ªsono sospechoso, ha eliminado de nuestras conversaciones las viejas preguntas (?metaf¨ªsicas?), desplaz¨¢ndolas como m¨¢ximo a la estricta esfera de la intimidad. No hablamos de para¨ªsos o infiernos porque desconfiamos del deseo y disimulamos el miedo. E incluso consideramos de mal gusto referirnos a uno y otro.
?El infierno sigue estando donde estamos nosotros? Es dudoso que ¨¦sta sea todav¨ªa una premisa aceptada. Lo era hasta tiempos cercanos, bajo el impacto de ciertas im¨¢genes del mal, como las ¨²ltimas guerras y exterminios. En especial bajo la de la autodestrucci¨®n. Pero asimismo esas im¨¢genes son vampirizadas por el omniabarcador consumo del presente que se hace necesario para alimentar el olvido. Forman parte ya de nuestro museo, que de cuando en cuando visitamos para ratificarnos en nuestra distinta situaci¨®n. El mal y los viejos infiernos quedan atr¨¢s. Al menos, la ciudadela sobrevive el margen de ellos. Tal vez sea suficiente. El olvido y el silencio han exorcizado los demonios de anta?o. Hemos aprendido a callar mientras fingimos que hablamos. As¨ª nos parece que alejamos aquellas preguntas ya gastadas que en nada servir¨ªan a nuestra vida actual. Aunque en ocasiones algunas sombras turban la ley no escrita que nos prohibe interrogarnos. Y entonces resuena un eco de las palabras de Marlowe: "El infierno est¨¢ donde nosotros callamos".
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