Eduardo G. Maroto, el ¨²ltimo peliculero
Luis Garc¨ªa Berlanga ha descrito c¨®mo su afici¨®n por el cine tuvo mucho que ver con el contacto con las viejas pel¨ªculas de Eduardo G. Maroto. Berlanga recuerda que su juventud va inevitablemente unida a las divertidas canciones que aparec¨ªan en la hist¨®rica trilog¨ªa de cortos realizada por Maroto junto a Miguel Mihura (Una defieras, Una de miedo y Una de ladrones).
En 1935, casi ninguna pel¨ªcula consigui¨® las colas que cada tarde se agolpaban en plena Gran V¨ªa de Madrid para ver La hija del penal, la gran comedia de Eduardo G. Maroto. Pocas tragedias humanas pueden superar a la del creador que ve perdida toda su obra de forma irreparable. La guerra civil no s¨®lo acab¨® con muchas realidades, sino que tambi¨¦n destruy¨® grandes ficciones Entre llas, la obra de Maroto, que desapareci¨® en un incendio en los almacenes donde esperaba ganar la posteridad cinematogr¨¢fica.
Maroto fue durante toda su existencia un superviviente. A todo problema supo siempre enfrentar una soluci¨®n, a ser posible bienhumorada. Al quemarse sus pel¨ªculas, el autor decidi¨® que aquello eran tan injusto que deb¨ªa tener remedio. As¨ª, se dedic¨® durante a?os a relatarlas, hasta revivirlas. Las pel¨ªculas narradas por Maroto estaban llenas de acotaciones que enriquec¨ªan a¨²n m¨¢s su recuerdo. Incluso, consigui¨® garantizar su permanencia en el futuro. Cada vez que en sus relatos olvidaba alg¨²n detalle, alguno de sus hijos se lo recordaba puntillosamente para garantizar la exactitud de la historia. Ahora les tocar¨¢ a ellos repetir sus disertaciones.
Por suerte, poco antes de morir, Maroto vio cumplida una de sus mayores ilusiones, la publicaci¨®n de su libro de memorias, que con anterioridad afue serie narrada en su propia voz a trav¨¦s de Radio El Pa¨ªs.
Pionero
Su memoria era un aut¨¦ntico tesoro. Los grandes mitos de toda la historia del cine espa?ol luchaban en su interior por aflorar el recuerdo en competencia abierta con las estrellas m¨¢s relucientes del cine americano. Maroto trabaj¨® no s¨®lo con casi todo aquel que hiciera cine en Espa?a antes de los cincuenta (sino que fue colaborador habitual de la industria norteamericana, cuando Espa?a sirvi¨® de escenario a algunas macroproducciones, como Orgullo y pasi¨®n, Salom¨®n y la reina de Saba o Patton.
Quiz¨¢ sus recuerdos m¨¢s fascinantes eran los referidos a la etapa de los pioneros del cine. Una de sus an¨¦cdotas preferidas era la que recordaba la llegada del sonoro a Espa?a y c¨®mo los actores m¨¢s avezados disfrutaban diciendo todo tipo de barbaridades en las escenas m¨¢s dram¨¢ticas a sabiendas de que luego el doblaje introducir¨ªa el texto original. Cuando la pel¨ªcula se proyectaba en los cines Maroto aseguraba que siempre, entre los llantos de mayor¨ªa, surg¨ªan las sonoras carcajadas de alg¨²n espectador que Eduardo identificaba sin duda: "Era un sordo que sab¨ªa leer los labios, pero no pod¨ªa escuchar nada". Y es que el paso del mudo al sonoro tuvo sus duficultades de adaptaci¨®n.
Eduardo G. Maroto denominaba sus propios relatos como las "confidencias de un peliculero". Siempre le gust¨® ese sustantivo para referirse a su profesi¨®n. Con desusada humildad, consideraba que el trabajo en el mundo del cine no era m¨¢s que un simple ofici¨® en el que la laboriosidad y la honradez eran los ingredientes fundamentales para poder desempe?ar cualquier actividad.
Frente al elitismo y la altivez que han rodeado en los ¨²ltimos a?os el mundo de la creaci¨®n audiovisual, el ejemplo de Maroto queda como todo un s¨ªmbolo a seguir por todos aquellos que crean lo que ¨¦l defendi¨® toda su vida, la honestidad y el amor al cine.
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