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Tribuna
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Elogio de la f¨¢bula

Se?ores acad¨¦micos:Mi viejo amigo y maestro P¨ªo Baroja, que se qued¨® sin el Premio Nobel porque la candelita del acierto no siempre alumbra la cabeza del justo, ten¨ªa un reloj de pared en cuya esfera luc¨ªan unas palabras aleccionadoras, un lema estremecedor que se?alaba el paso de las horas: "Todas hieren, la ¨²ltima mata". Pues bien: han sonado ya muchas campanadas en mi alma y en mi coraz¨®n, las dos manillas de ese reloj que ignora la marcha atr¨¢s, y hoy, con un pie en la mucha vida que ya he dejado atr¨¢s y el otro en la esperanza, comparezco ante ustedes para hablar con palabras ,de la palabra y discurrir, con buena voluntad y ya veremos si tambi¨¦n con suerte, de la libertad y la literatura. No s¨¦ d¨®nde pueda levantar su aduana la frontera de la vejez, pero, por si acaso, me escudo en lo dicho por don Francisco de Quevedo: "Todos deseamos llegar a viejos y todos negamos haber llegado ya". Porque s¨¦ bien que no se puede volver la cara a la evidencia, y porque tampoco ignoro que el calendario es herramienta inexorable, me dispongo a decirles cuanto debo decir, sin dejar el menor resquicio ni a la inspiraci¨®n ni a la improvisaci¨®n, esas dos nociones que desprecio.

M¨¢s informaci¨®n
Cela, el gran fabulador

En este trance en el que hoy me encuentro, hablando ante ustedes desde esta tribuna tan dificil de alcanzar, me asalta la duda de si el brillo de la palabra -en este caso, de mi palabra- no habr¨¢ podido confundirles sobre mi verdadero m¨¦rito, que pienso que es harto escaso para el alto galard¨®n con que lo hab¨¦is distinguido. No es dif¨ªcil escribir en espa?ol, ese regalo de los dioses del que los espa?oles no tenemos sino muy vaga noticia, y me reconforta la idea de que se haya querido premiar a una lengua gloriosa y no a un humilde oficiante de ella y servidor de lo que con ella puede expresarse: para gozo y lecci¨®n de todos los hombres, que la literatura es un arte de todos y para todos, aunque se escriba sin obedecer a nadie y sin escuchar m¨¢s que el sordo y an¨®nimo rumor de nuestro rinc¨®n y nuestro tiempo.

Escribo desde la soledad y hablo tambi¨¦n desde la soledad. Mateo Alem¨¢n, en su Guzm¨¢n de Alfarache, y Francis Bacon, en su ensayo Of Solitude, dijeron -y m¨¢s o menos por el mismo tiempo- que el hombre que busca la soledad tiene mucho de dios o de bestia. Me reconforta la idea de que no he buscado, sino encontrado, la soledad, y que desde ella pienso y trabajo y vivo -y escribo y hablo-, creo que con sosiego y una resignaci¨®n casi infinita. Y me acompa?a siempre en mi soledad el supuesto de Picasso, mi tambi¨¦n viejo amigo y maestro, de que sin una gran soledad no puede hacerse una obra duradera. Porque voy por la vida disfrazado de beligerante, puedo hablar de la soledad sin empacho e incluso con cierta agradecida y dolorosa ilusi¨®n.

El mayor premio que se alcanza a recibir es,el de saber que se puede hablar, que se pueden emitir sonidos articulados y decir palabras se?aladoras de los objetos, los sucesos y las emociones.

Tradicionalmente, el hombre ha venido siendo definido por los fil¨®sofos echando mano del socorrido medio del g¨¦nero pr¨®ximo y la diferencia espec¨ªfica, es decir, aludiendo a nuestra condici¨®n animal y el origen de las diferencias. Desde el zo¨®n politik¨®n de Arist¨®teles al alma razonable cartesiana, ¨¦sos han sido los se?alamientos imprescindibles para distinguir entre brutos y humanos. Pues bien, por mucho que los et¨®logos puedan poner en tela de lo que voy a mantener no ser¨ªa dif¨ªcil encontrar autoridades suficientes para situar en el rasgo del lenguaje esa definitiva fuente de la naturaleza humana que nos hace ser, para bien y para mal, diferentes del resto de los animales.

Somos distintos de los animales y, desde Darwin, sabemos que procedemos de ellos. La evoluci¨®n del lenguaje tiene, pues, un primordial aspecto que no podemos dejar de lado. La filog¨¦nesis de la especie humana incluye un proceso de evoluci¨®n en el que los ¨®rganos que producen e identifican los sonidos y el cerebro que les presta sentido van form¨¢ndose en un lento tiempo que incluye el propio nacer de la humanidad. Ninguno de los fen¨®menos posteriores, desde el Cantar de Mio Cid y el Quijote a la teor¨ªa de los quanta, es comparable en trascendencia al que supuso el nombrar por primera vez las cosas m¨¢s elementales. Sin embargo, y, por razones obvias, no voy a referirme aqu¨ª a la evoluci¨®n del lenguaje en ese sentido primigenio y fundamental, sino en otro, pudiera ser que m¨¢s secundario y accidenrtal, pero de importancia relativa muy superior para quienes hemos nacido en una comunidad con tradici¨®n literaria m¨¢s que secular.

En opini¨®n de etnoling¨¹istas tan ilustres como A. S. Diamond, a historia de las lenguas, de todas las lenguas, navega a trav¨¦s de una secuencia en la que las oraciones comienzan, en sus m¨¢s remotos or¨ªgenes, siendo simples y primitivas para acabar con el tiempo complic¨¢ndose tanto en su sintaxis como en el contenido sem¨¢ntico que son capaces de ofrecernos. A fuerza de extrapolar la tendencia hist¨®ricamente comprobable, se supone tambi¨¦n que ese avance hacia la complejidad pasa por un momento inicial en el que la mayor parte del peso comunicativo recae sobre los verbos., hasta llegar a la actual situaci¨®n en la que los sustantivos, los adjetivos y, los adverbios son quienes salpican y dan densidad al contenido de la frase. Si esta teor¨ªa es cierta y si dejamos volar un poco la imaginaci¨®n. pudi¨¦ramos pensar que la primera palabra fue un verbo en su m¨¢s inmediato y urgente uso, esto es, en imperativo.

El imperativo tiene todav¨ªa, claro es, una considerable importancia en la comunicaci¨®n y es un dificil tiempo de verbo con el que debe tenerse sumo cuidado puesto que obliga a conocer muy en detalle las no siempre sencillas reglas del juego. Un imperativo mal colocado puede llevarnos a resultados exactamente opuestos a los deseados, porque en la triple distinci¨®n que John Langshaw Austin hizo famosa (lenguaje locucionario, ilocucionario y persecucionario) ya qued¨® expuesta con suficiente sagacidad la tesis del lenguaje perlocucionario como el tendente a provocar una determinada conducta en el interlocutor. No sirve para nada el que se ordene algo si aquel a quien se dirige el mandato disimula y acaba haciendo lo que le da la gana.

Desde el zo¨®n politik¨®n al almarazonable han quedado suficientemente delimitados los campos en los que pace la bestia o canta el hombre, no siempre con muy templada voz.

Cratilo, en el Di¨¢logo plat¨®nico al que presta su nombre, esconde a Her¨¢clito entre los pliegues de su t¨²nica. Por boca de su interlocutor Herm¨®genes habla Dem¨®crito, el fil¨®sofo de lo lleno y lo vac¨ªo, y quiz¨¢ tambi¨¦n Prot¨¢goras, el antige¨®metra, que en su impiedad lleg¨® a sostener que el hombre es la medida de todas las cosas: de las que son, en cuanto son, y de las que no son, en cuanto no son.

A Cratilo le preocup¨® el problema de la lengua, eso que es tanto lo que es como lo que no es, y sobre su consideraci¨®n se extiende en amena charla con Herm¨¢genes. Cratilo piensa que los nombres de las cosas est¨¢n naturalmente relacionados con las cosas. Las cosas nacen -o se crean, o se descubren, o se inventan- y en su ¨¢nima habita, desde su origen, el adecuado nombre que las se?ala y distingue de las dem¨¢s. El significante -parece querer decirnos- es noci¨®n pr¨ªstina que nace del mismo huevo de cada cosa; salvo en las razonables condiciones que mueven las etimolog¨ªas, el perro es perro (en cada lengua antigua) desde el primer perro, y el amor es amor, seg¨²n indicios, desde el primer amor. La linde parad¨®jica del pensamiento de Cratilo, contrafigura de Her¨¢clito, se agazapa en el machihembrado de la inseparabilidad -o unidad- de los contrarios, en la armon¨ªa de lo opuesto (el d¨ªa y la noche) en movimiento permanente y reafirmador de su substancia; las palabras tambi¨¦n, en cuanto objetos en s¨ª (no hay perro sin gato, no hay amor sin odio).

Herm¨®genes, por el contrario, piensa que las palabras son no m¨¢s que convenciones establecidas por los hombres con el razonable prop¨®sito de entenderse. Las cosas aparecen o se presentan ante el hombre, y el hombre, encar¨¢ndose con la cosa reci¨¦n nacida, la bautiza. El significante de las cosas no es el manantial del bosque, sino el pozo excavado por la mano del hombre. La frontera parab¨®lica del sentir -y del decir- de Herm¨®genes, m¨¢scara de Dem¨®crito y, a ratos de Prot¨¢goras, se recalienta en no pocos puntos: el hombre, eso que mide (y designa) todas y cada una de las cosas, Ges el g¨¦nero o el individuo?; la medida de aquellas cosas, ?es un concepto no m¨¢s que epistemol¨®gico?; las cosas, ?son las cosas f¨ªsicas tan s¨®lo o tambi¨¦n las sensaciones y los conceptos? Herm¨®genes, al reducir el ser al parecer, deg¨¹ella a la verdad en la cuna; como contrapartida, el admitir como ¨²nica proposici¨®n posible la que formula el hombre por s¨ª y ante s¨ª, hace verdadero -y nada m¨¢s que verdadero- tanto a lo que es verdad como a lo que no lo es Recu¨¦rdese que el hombre, seg¨²n famosa apor¨ªa de Victor Henry da nombre a las cosas pero no puede arrebat¨¢rselo: hace cam blar el lenguaje y, sin embargo no puede cambiarlo a voluntad.

Plat¨®n, al hablar -quiz¨¢ con demasiada cautela- de la recti tud de los nombres, parece como inclinar su simpat¨ªa, siquiera sea veladamente, hacia la postura de Cratilo: las cosas se llaman como se tienen que llamar (teorema org¨¢nico y respetuoso al borde de ser admitido, en pura raz¨®n como postulado) y no como los hombres convengan, seg¨²n los vientos que soplen, que deban llamarse (corolario movedizo o mejor a¨²n: fluctuante seg¨²n e rumbo de los mudables supues tos presentes -que no previos- de cada caso).

De esta segunda actitud originariamente rom¨¢ntica y, en sus consecuencias, demag¨®gica, partieron los poetas latinos, con Horacio al frente, y se originaron todos los males que, desde entonces y en este terreno, hubimos de padecer sin que pudi¨¦ramos, ponerle remedio.

En el Ars poetica, versos 70 al 72, se canta el triunfo del uso sobreel devenir (no siempre, al menos, saludable) del lenguaje.

Multa renascentur quae iam cecidere, cadentque quae nunc sunt ?n honore vocabula. si volet usus, quem penes arbitrium est et ?us et norma loquendi.

Esta bomba de relojeria grata, sin embargo, en su aparente caridad- tuvo muy- ulteriores y complejo, efectos: el ¨²ltimo, el de suponer que la lengua la hace el pueblo y, fatalmente, nadie m¨¢s que el pueblo, sin que de nada valoran los esfuerzos, que por anticipado deben ahorrarse, para reducir la lengua a norma l¨®gica y limpia y razonable. Esta arriesgada aseveraci¨®n de lloracio -en el uso est¨¢ el arbitrio, el derecho y la norma del lenguaje- convirti¨®, al desbrozarlo de trabajosas maletas, el atajo en camino real, y por ¨¦l march¨® el hombre, con la bandera del lenguaje en libertac tremolando al viento, obstin¨¢ndose en confundir el triunfo con la servidumbre que entra?a su mera apariencia.

Si Horacio ten¨ªa su parte de raz¨®n, que no hemos de regatearle aqu¨ª, y, su lastre de sinraz¨®n, que tampoco henos de disimularlo en este trance, tambi¨¦n a Cratilo y a Herni¨®genes, atinando sus prop¨®sitos, debemos concederles lo que es suyo. La postura de Cratilo cabe a lo que viene llam¨¢ndose lenguaje natural u ordinario o lengua, producto de un camino hist¨®rico y psicol¨®gicas eternamente recorrido, y, el supuesto de Herm¨®genes conviene a aquello que entendemos corno lenguaje artificial o extraordinario o jerga, fruto de un acuerdo m¨¢s o menos formal, o de alguna inancra formal, con fundamento l¨®gico pero sin tradici¨®n hist¨®rica ni psicol¨®gica, por lo menos en el raorriento de nacer. El primer Witilgenstein -el del Tractatus- es un conocido ejemplo de la postura de Herm¨®genes en nuestros d¨ªas. En este sentido, no ser¨ªa descabellado hablar de lenguaje cratiliano o natural o humano y, de lenguaje hermogeniano o artificial o parahumano. Es obvio que me refiero, como se refer¨ªa Horacio, al primero de amb,js, esto es, a la lengua de vivir y de escribir: sin cortapisas t¨¦cnicas ni defensivas.

Tambi¨¦n al lenguaje que ahora llamo cratilliano alude Max Scheler -y en general los fenomen¨®logos- cuando habla del lencmaje como menci¨®n o como anuncio o expresi¨®n, y Karl Buhler al ordenar las tres funciones del lenguaje: la expresi¨®n, la apelaci¨®n y la representaci¨®n.

Ni que decir tiene que el lenguaje hermogeniano admite naturalmente su artificio original, mientras que el lenguaje cratiliano se resiente cuando se le quiere mecer en cunas que no le son peculiares y en las que, con frecuencia, se agazapan contingencias un tanto ajenas a su di¨¢fano esp¨ªritu.

Es arriesgado admitir, a ultranza, que la lengua natural, el lenguaje cratiliano, nazca de las m¨¢gicas nupcias del pueblo con la casualidad. No; el pueblo no crea el lenguaje: lo condiciona. Dicho sea con no pocas reservas, el pueblo, en cierto sentido, adivina el lenguaje, los nombres de las cosas, pero tambi¨¦n lo adultera e hibridiza. Si, sobre el pueblo

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no gravitasen aquellas contingencias ajenas a que poco atr¨¢s alud¨ªa, el planteamiento de la cuesti¨®n ser¨ªa mucho m¨¢s inmediato y lineal. Pero el objeto no propuesto y que, sin embargo, esconde el huevo de la verdad de problema es uno y determinado y no est¨¢ a mi alcance, ni al de nadie, el cambiarlo por otro.

El lenguaje cratiliano, la lengua, estructura o sistema de Ferdinand de Saussure, nace en el pueblo -m¨¢s entre el pueblo que de ¨¦l-, es fijado y autorizado por los escritores, y es regulado y encauzado por las Academias en la mayor¨ªa de los casos. Ahora bien: estos tres estamentos -el pueblo, los escritores y las Academias- no siempre cumplen con su peculiar deber y, con frecuencia, invaden o interfieren ajenas ¨®rbitas. Dir¨ªase que las Academias, los escritores y el pueblo no representan a gusto su papel sino que prefieren, aunque no les competa, fingir el papel de los dem¨¢s que -pudiera ser que incluso por raz¨®n de principio- queda siempre borroso y desdibujado y, lo que es peor, termina por difuminar y velar el objeto mismo de su atenci¨®n: el lenguaje, el verbo que se precisar¨ªa esencialmente di¨¢fano. O algebraico y a modo de mero instrumento, sin otro valor propio que el de su utilidad, en el extremo Unamuno de Amor y pedagog¨ªa.

Un ¨²ltimo factor determinante, el Estado, aquello que sin ser precisamente el pueblo, ni los escritores, ni las Academias, a todos condiciona y constri?e, viene a incidir por mil v¨ªas dispersas (la jerga administrativa, los discursos de los gobernantes, la televisi¨®n, etc¨¦tera) sobre el problema, a?adiendo -m¨¢s por su mal ejemplo que por su inhibici¨®n- confusi¨®n al desorden y caos al desbarajuste.

Sobre los desmanes populares, literarios, acad¨¦micos, estatales, etc¨¦tera, nadie se pronuncia, y la lengua marcha no por donde quiere, que en principio ser¨ªa cauce oportuno, sino por donde la empujan las encontradas fuerzas que sobre ella convergen.

El pueblo, porque le repiten los versos de Horacio a cada paso, piensa que todo el monte es or¨¦gano y trata de implantar voces y modos y locuciones no adivinadas intuitiva o subconscientemente -lo que pudiera ser, o al menos resultar, v¨¢lido y plausible- sino deliberada y conscientemente inventadas o, lo que es a¨²n peor, importadas (a destiempo y a contrapelo del buen sentido).

Los escritores, a remolque del uso, vicioso con frecuencia, de su contorno (se?¨¢lense en cada momento las excepciones que se quieran), admiten y autorizan formas de decir inc¨®modas a la esencia misma del lenguaje o, lo que resulta todav¨ªa m¨¢s peligroso, divorciadas del esp¨ªritu del lenguaje.

El problema de las Academias est¨¢ determinado por los ejes sobre los que fluct¨²an: su tendencia conservadora y el miedo a que se les eche en cara.

La erosi¨®n del lenguaje hermogeniano sobre el lenguaje eratiliano acentu¨¢ndose m¨¢s y m¨¢s a medida que pasa el tiempo, entrafia el peligro de disecar lo vivo, de artificializar lo natural. Y este riesgo puede llegar -repito- tanto por el camino de la pura invenci¨®n como por el de la gratuita incorporaci¨®n o el de la resurrecci¨®n o vivificaci¨®n a destiempo.

Razones muy min¨²sculamente pol¨ªticas parecen ser el motor que impulsa e impuls¨® a las lenguas, a todas las lenguas, a claudicar, con la sonrisa en los labios, ante los repetidos embates de quienes las asedian. Entiendo que el riesgo corrido es desproporcionado a los beneficios, un tanto ut¨®picos, que en un futuro incierto pudieran derivarse y, sin preocupaciones puristas que est¨¢n muy lejos de mi ¨¢nimo, s¨ª quisiera alertar a los escritores, antes que a nadie, a la Academia, en seguimiento, y al Estado, subsidiariamente, para que pusiesen coto al desbarajuste que nos acecha. Existe un continuo del lenguaje que salta por encima de las clasificaciones que queramos establecer, sin duda alguna, pero esta evidencia no nos autoriza a hacer tablarrasa de sus fronteras naturales. Suponer lo contrario ser¨ªa tanto como admitir la derrota que todav¨ªa no se ha producido.

Agudicemos nuestro ingenio en defensa de la lengua repito: de todas las lenguas- y recordemos siempre que confundir el procedimiento con el derecho, como tomar la letra por el esp¨ªritu, no conduce sino a la injusticia, situaci¨®n que es fuente -y a la vez, secuela- del desorden.

El pensamiento, con su ap¨¦ndice inseparable del lenguaje, y la libertad, que probablemente pudiera tambi¨¦n unirse a ciertas formas ling¨¹¨ªsticas y conceptuales, forman esa especie de marco general en el que caben todas las empresas humanas: las que se destinan a explorar y ampliar las fronteras de lo humano y tambi¨¦n aquellas otras que, por el contrario, no buscan sino abdicar de la propia condici¨®n del hombre.

El pensamiento y la libertad fundan por igual el ¨¢nimo de h¨¦roes y villanos. Pero esa condici¨®n general oculta la necesidad de mayores precisiones si tenemos que acabar entendiendo qu¨¦ es lo que significa, en realidad, pensar y ser libre. Pensar, en la medida en que sabemos identificar los fen¨®menos de la conciencia, resulta para el hombre "pensar en ser libre". Se han consumido multitud de argumentos para establecer hasta qu¨¦ punto es esa libertad algo cierto, o en qu¨¦ medida no constituye sino otro de los fen¨®menos que taimadamente acu?a el pensamiento humano, pero es ¨¦sa una controversia probablemente in¨²til. Un fil¨®sofo espa?ol ha sabido advertirnos que tanto el espejismo como la imagen aut¨¦ntica de la libertad significan la misma cosa. Si el hombre no es libre, si queda sujeto a unas cadenas causales que tienen su ra¨ªz en la base material que estudian la psicolog¨ªa, la biolog¨ªa, la sociolog¨ªa o la historia, cuenta tambi¨¦n en su condici¨®n de ser humano con la idea, quiz¨¢ ilusoria pero absolutamente universal, de su propia libertad. Y si creemos ser libres, vamos a organizar nuestro mundo de forma muy parecida a como lo har¨ªamos si, finalmente, resultamos serlo. Los elementos arquitect¨®nicos en que hemos ido apoyando, con mayor o menor fortuna, el entramado complejo de nuestras sociedades, establecen el postulado fundamental de la libertad humana, y pensando en ¨¦l valoramos, ensalzamos, denigramos, castigamos y padecemos: con el aura de la libertad como esp¨ªritu que infunde los c¨®digos morales, los principios pol¨ªticos y las normativas jur¨ªdicas.

Sabemos que pensamos y pensamos porque somos libres. En realidad es un pez que se muerde la cola o, mejor dicho, un pez ansioso por atrapar su propia cola, el que liga la relaci¨®n entre pensamiento y libertad; porque ser libre es tanto una consecuencia inmediata como una condici¨®n esen cial del pensamiento. Al pensar, el hombre puede desligarse cuanto desee de las leyes de la naturaleza: puede aceptarlas y someterse a ellas, claro es, y en esa servidumbre basar¨¢ su ¨¦xito y su prestigio el qu¨ªmico que ha traspasado los l¨ªmites de la teor¨ªa del flogisto. Pero en el pensamiento cabe el reino del disparate al lado mismo del imperio de la l¨®gica, porque el hombre no tan s¨®lo es capaz de pensar el sentido de lo real y lo posible.

La mente es capaz de romper en mil pedazos sus propias maquinaciones y,recomponer luego una imagen aberrante por lo distinta. Pueden as¨ª a?adirse a las interpretaciones racionales del mundo sujetas a los sucesos emp¨ªricos cuantas alternativas acudan al antojo de aquel que piensa, por encima de todo, bajo la premisa de la libertad. El pensamiento libre, en este significado restringido que se opone al mundo emp¨ªrico, tiene su traducci¨®n en la f¨¢bula.

Y la capacidad de fabular aparecer¨ªa, pues, como un tercer compa?ero capaz de a?adirse en la condici¨®n humana al pensamiento y la libertad, gracias a esa pirueta que concede car¨¢cter de verdad a lo que, hasta la presencia de la f¨¢bula, ni siquiera fue simple mentira.

A trav¨¦s del pensamiento el hombre puede ir descubriendo la verdad que ronda oculta por el mundo, pero tambi¨¦n puede crearse un mundo diferente a su medida y los t¨¦rminos que llegue a desear, puesto que la presencia de la f¨¢bula se lo permite. Verdad, pensamiento, libertad y f¨¢bula quedan as¨ª ligados por medio de una relaci¨®n dif¨ªcil y, en ocasiones sospechosa, de un oscuro pasadizo que contiene no pocos equivocos en forma de sendero -y aun de laberinto- del que no se sale jam¨¢s. Pero la amenaza del riesgo siempre ha sido la mayor fuente de argumentos para justificar la aventura.

La f¨¢bula y la verdad cient¨ªfica no son formas del pensamiento sino que, contrapuestas, constituyen no m¨¢s que entidades heterog¨¦neas e imposibles de comparaci¨®n rec¨ªproca puesto que apelan a c¨®digos diferentes y se someten a t¨¦cnicas muy diversas. No cabr¨ªa, pues, esgrimir el estandarte de lo literario en la tarea pendiente de la liberaci¨®n de los esp¨ªritus, si es que hay que tomarlo como contrapartida de esa nov¨ªsima esclavitud de la ciencia. Creo que, muy al contrario, se trata de ir distinguiendo con muy prudente diligencia entre aquella ciencia y aquella literatura que, al alim¨®n, encierran al hombre dentro de las paredes r¨ªgidas contra las que acaba por estrellarse toda idea de libertad y voluntad, y atreverse a contraponerlas a esas otras experiencias cient¨ªficas y literarias que pretenden ce?irse a la esperanza. El confiar ciegamente en el sentido superior de la libertad y la dignidad del hombre frente a aquellas sospechosas verdades que acaban por disolverse en un mar de presunci¨®n ser¨ªa, pues, testimonio de haber avanzado un paso en el camino. Pero no basta. Si algo hemos aprendido es que la ciencia no solamente resulta incapaz de justificar las pretensiones de libertad, sino que, adem¨¢s, necesita de las muletas que le permitan un apoyo exactamente contrario. Las exigencias m¨¢s profundas de los valores de la fibertad y voluntad humanas son las ¨²nicas capaces de fundamentar la ciencia y permitirle, con tales armas, escaparse de un utilitarismo que no puede resistir la trampa de la cantidad y la medida. En esa idea aparece la necesidad de reconocer que la literatura y la ciencia, aun siendo heterog¨¦neas, no pueden permanecer aisladas en una profil¨¢ctica labor de definici¨®n de ¨¢reas de influencia. No pueden hacerlo por un doble motivo, que atiende tanto a la condici¨®n del lenguaje (esa herramienta b¨¢sica del pensamiento) como a la necesidad e ir acotando y distinguiendo tanto lo que es encomiable y digno de elogio como lo que, por el contrario, tiene que sufrir la denuncia de todos los que aceptan el compromiso con su propio ser.

A m¨ª me parece que la literatura, como m¨¢quina de fabular, se apoya en dos pilares que constituyen el armaz¨®n necesario para que la obra literaria resulte valiosa. En primer lugar, un pilar est¨¦tico, que obliga a mantener la narraci¨®n (o el poema, o el drama, o la comedia) por encima de unos m¨ªnimos de calidad que ocultan, por debajo de ellos, un mundo subliterario en el que la creaci¨®n resulta dif¨ªcilmente acompasable con las emociones de los lectores. Desde el realismo socialista a las m¨²ltiples veleidades pretendidamente experimentalistas, la ausencia de talento est¨¦tico convierte esa subliteratura en un mon¨®tono engarce de palabras incapaces de lograr f¨¢bula valedera alguna.

Pero una segunda columna, esta vez de talante ¨¦tico, asoma tambi¨¦n en la consideraci¨®n del fen¨®meno literario, prestando a la calidad est¨¦tica un complemento que tiene mucho que ver con todo lo dicho hasta ahora respecto al pensamiento y la libertad. Los presupuestos ¨¦tico y est¨¦tico no tienen, claro es, ni igual sentido ni tampoco id¨¦ntica val¨ªa. La literatura puede instalarse en un dif¨ªcil equilibrio sobre una ¨²nica dimensi¨®n est¨¦tica que justifique el arte por el arte, y pudiera ser que la calidad de la emoci¨®n est¨¦tica fuere, a la larga, una condici¨®n de m¨¢s dilatada vida que el compromiso ¨¦tico. Todav¨ªa podemos apreciar los poemas hom¨¦ricos y los cantares ¨¦picos medievales, mientras que ya hemos olvidado, al menos en forma de conexi¨®n autom¨¢tica, el sentido ¨¦tico que tuvieron en las ciudades hel¨¦nicas y los feudos europeos. Pero el arte por el arte es, en s¨ª mismo, un dificil¨ªsimo ejercicio, siempre amenazado de usos espurios capaces de tergiversar su real significado.

Creo que el presupuesto ¨¦tico es el elemento que convierte la obra literaria en algo verdaderamente digno del papel excelso de la fabulaci¨®n. Pero convendr¨ªa entender bien el sentido de lo que estoy diciendo, porque la f¨¢bula literaria, en tanto que expresi¨®n de aquellos lazos que un¨ªan la capacidad humana de pensar con la vivencia quiz¨¢ ut¨®pica del ser libre, no puede reflejar cualquier tipo de compromiso ?tico. Entiendo que la obra literaria tan s¨®lo admite el compromiso ¨¦tico del hombre, del autor, con sus propias intuiciones acerca de la libertad. Claro es que cualquier hombre, y el m¨¢s astuto y equilibrado de los autores literarios no es nunca capaz (quiz¨¢ fuera mejor decir: no es siempre capaz) de superar su propia condici¨®n humana; cualquier hombre digo, est¨¢ amenazado de ceguera, y el sentido de la libertad es lo suficientemente ambiguo como para que en su nombre puedan cometerse los m¨¢s aciagos errores. Tampoco la calidad est¨¦tica pueda aprenderse seg¨²n los es quemas de los manuales. La f¨¢bula literaria est¨¢ condenada a acertar tanto en su intuici¨®n ¨¦tica como en su compromiso est¨¦ tico, porque tan s¨®lo de esa manera podr¨¢ tener un significado aceptable en t¨¦rminos ajenos a una posible moda pasajera o a una confusi¨®n r¨¢pidamente enmendable. En tanto que la historia del hombre es m¨®vil y sinuosa, ni la intuici¨®n ¨¦tica ni la est¨¦tica pueden anticiparse f¨¢cilmente. Existen autores cuya sensibilidad para captar emociones colectivas les llevan a convertirse en magn¨ªficos ejemplos de la onda colectiva imperante, y dan a su obra un car¨¢cter de reflejo condicionado. Otros, por el contrario, echan sobre sus hombros la tarea ingrata y a menudo no lo bastante aplaudida de situar la libertad y la creatividad humana un poco m¨¢s arriba en ese camino que quiz¨¢ tampoco lleve a ninguna parte. In¨²til es decir que tan s¨®lo en este caso la literatura cumple su funci¨®n m¨¢s exactamente identificada con el compromiso marcado por la condici¨®n humana y, si exigimos un rigor absoluto en estas tesis, tan s¨®lo ella podr¨ªa llamarse con todos los honores verdadera literatura. Pero la sociedad humana no puede estar vinculada no m¨¢s que a los genios, los santos y los h¨¦roes.

En esa tarea de b¨²squeda de la condici¨®n libre, la f¨¢bula cuenta con las notorias ventajas que le proporciona, precisamente, la maleabilidad interna del relato literario. La f¨¢bula no necesita sujetarse a imposici¨®n alguna que pueda limitar ambiciones, novedades y sorpresas y, en tanto que esto es as¨ª, puede permitirse como ning¨²n otro medio del pensamiento el mantener bien alto el estandarte de la utop¨ªa. Quiz¨¢ por ello los m¨¢s sesudos tratadistas de la filosof¨ªa pol¨ªtica han decidido enmascarar bajo la forma del relato literario aquellas propuestas ut¨®picas que en su momento no habr¨ªan sido aceptadas f¨¢cilmente sin los ropajes de la ficci¨®n. Una f¨¢bula no tiene l¨ªmites para la utop¨ªa, en tanto que ella misma est¨¢ por necesidad anclada en la condici¨®n ut¨®pica.

Pero no tan s¨®lo en la facilidad para la propuesta ut¨®pica cuenta con ventajas la expresi¨®n literaria. La plasticidad interna del relato, la maleabilidad de las situaciones, los personajes y los acontecimientos, resulta un magn¨ªfico crisol para aventurar sin mayores riesgos todo un taller o si se prefiere, un laboratorio en el que los seres humanos ensayan su conducta en condiciones inmejorables para el experimento. La f¨¢bula no se limita a indicar la utop¨ªa- puede tambi¨¦n analizar cuidadosamente cu¨¢l es su discurrir y sus consecuencias en todas aquellas alternativas, desde la sesuda previsi¨®n hasta el disparate, que el pensamiento creador pueda sugerir. El papel de la literatura como laboratorio experimental ha sido resaltado numerosas veces gracias a la ficci¨®n cient¨ªfica, a la especulaci¨®n acerca de ¨¦pocas futuras que luego nos ha tocado vivir. La cr¨ªtica ha repetido hasta la saciedad su admiraci¨®n por el talento anticipador de novelistas que han sabido incluir en sus f¨¢bulas las coordenadas b¨¢sicas de un mundo que luego ha seguido las pautas all¨ª enunciadas.

Lo verdaderamente ¨²til de la f¨¢bula como crisol experimental no es la an¨¦cdota del acierto en la anticipaci¨®n t¨¦cnica, sino el retrato, tanto puntual y directo como en negativo, capaz de trasmutar los colores de un mundo posible, ya sea futuro o actual. Es el hecho en s¨ª de la b¨²squeda de compromisos humanos, de experiencias tr¨¢gicas y de situaciones capaces de sacar a la luz de la siempre ambigua necesidad de optar ciegamente ante las solicitaciones del mundo que nos rodea o puede rodearnos, lo que compone el fresco de la literatura como laboratorio experimental. En realidad el valor de la literatura con experimento de conductas tiene poco que ver con las anticipaciones porque la conducta de los hombres s¨®lo tiene pasado, presente y futuro en un sentido espec¨ªfico y limitado. Hay otros aspectos fundamentales de nuestra forma de ser que resultan, por el contrario, de una pasmosa permanencia, y nos permiten de tal forma conmovernos con una narraci¨®n emocional radicalmente ajena a nosotros en t¨¦rminos temporales. Es el hombre universal el que tiene ese premio mayor de la fabulaci¨®n literaria, en un taller experimental que no conoce ni fronteras ni tiempos. Son los quijotes, los otelos y los donjuanes quienes nos ense?an que la f¨¢bula no es m¨¢s que un ajedrez jugado mil veces distintas con las piezas que el destino puede en cualquier momento hacer aparecer.

Podr¨ªa pensarse en la m¨¢s absoluta de las determinaciones como sustrato de la pretendida libertad que estoy pregonando, y as¨ª suceder¨ªa sin duda alguna de no mediar la presencia de ese ser imperfecto, voluble y confuso que es el autor en tanto que hombre, en tanto que persona. La magia de un Shylock no hubiera jam¨¢s aparecido sin el bardo genial cuya dudosa memoria es mucho m¨¢s inconsistente, por supuesto, que la del personaje a quien proporcion¨® la vida y priv¨®, al alim¨®n, de la muerte. ?Y qu¨¦ decir de los an¨®nimos cl¨¦rigos y juglares de los que no conservamos m¨¢s que el resultado de su talento? Sin duda hay una cosa que merece ser recordada por encima de toda cuanta determinaci¨®n sociol¨®gica o hist¨®rica quiera impon¨¦rserlos: que hasta el momento, y en la medida en que podemos imaginarnos el futuro de la humanidad, la obra literaria est¨¢ estrechamente sujeta a la necesidad de un autor, de una fuente individual de aquellas intuiciones ¨¦ticas y est¨¦ticas a las que antes me refer¨ªa, como filtro de la corriente que sin duda procede de toda la sociedad que la rodea. Es esta conexi¨®n entre el hombre y la sociedad la que mejor expresa quiz¨¢ la propia paradoja del ser humano sujeto al orgullo de su condici¨®n de individuo y amarrado, a la vez, a una envoltura colectiva de la que no puede desembaramrse sin riesgo de locura. Cabr¨ªa extraer una posible moraleja: la que se?ala los l¨ªmites de lo literario como aquellos que constituyen precisamente las fronteras de la naturaleza del hombre y ense?an m¨¢s all¨¢ la condici¨®n, id¨¦ntica por otro lado, de dioses y demonios. Nuestro pensamiento puede imaginar los demiurgos, y la facilidad de las culturas humanas para inventar religiones es una muestra cierta de ello; nuestra capacidad para la f¨¢bula puede proporcionar la base literaria ¨²til para ilustrarlas, cosa. que desde los, poemas hom¨¦ricos no hemos dejado de hacer. Pero ni siquiera de esa forma podr¨ªamos llegar a corifundir nuestra naturaleza y acabar de una vez para todas con la tenue llama de libertad que late en la conciencia ¨ªntima de un esclavo a quien se puede obligar a obedecer, pero no a amar, y a sufrir hasta la muerte, pero no a cambiar sus pensamientos profundos.

Cuando el ciego orgullo racionalista fue capaz de renovar en los esp¨ªritus ilustrados la tentaci¨®n b¨ªblica, la sentencia ¨²ltima que promet¨ªa "Ser¨¦is como dioses" no tuvo en cuenta que el ser humano hab¨ªa conseguido ya ir mucho m¨¢s lejos por ese camino. Las miserias y los orgullos que hab¨ªan jalonado clurante siglos la tarea de volverse como dioses hab¨ªa ya ense?ado a los hombres una lecci¨®n mejor: que mediante el esfuerzo y la imaginaci¨®n pod¨ªan llegar a ser como hombres. Y no puedo dejar de proclamar, con orgullo, que en esa tarea, por cierto pendiente en una parte bien considerable, la f¨¢bula literaria ha resultado ser una herramienta decisiva en todo tiempo y en cualquier circunstancia: un arma capaz de ense?arnos a los horribres por d¨®nde puede seguirse en la carrera sin fin hacia la libertad.

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