Imposibilidad de la s¨¢tira
Es cosa bien sabida: el g¨¦nero sat¨ªrico, la comicidad en general, en cuanto que tiene por meta las costumbres, resulta g¨¦nero muy perecedero, y esto, porque ese objeto suyo se muestra de por s¨ª demasiado inestable. Es cosa sabida de siempre, y en tiempos como los actuales, cuando las pautas sociales de conducta cambian tanto y con tanta rapidez, cualquier observador atento puede comprobarlo con la mayor facilidad. Chistes ayer muy re¨ªdos, a nadie le hacen gracia hoy; conductas antes muy castigadas con indignaci¨®n o burla, ahora se aceptan como lo m¨¢s corriente. Y s¨®lo en el caso de que, por azar o acendrada virtud, hayan acertado los dardos del moralista a tocar, traspasando el tejido de las convenciones, la carne viva de la permanente condici¨®n humana, obtendr¨¢ la cr¨ªtica un alcance duradero. Por supuesto, la m¨¢s efimera de todas ser¨¢ la s¨¢tira contra la moda, porque ef¨ªmera es la moda misma, y hace bien poco he debido tenerlo en cuenta al adaptar para la escena El vergonzoso en palacio, deliciosa comedia de Tirso, donde las burlas sobre esas calzas acuchilladas que nosotros podemos ver acaso en los retratos de algunos cuadros de museo probablemente divertir¨ªan mucho a los espectadores contempor¨¢neos suyos, pero nada pueden decirle a los nuestros. Menos transitorias que los estilos de vestimenta son ciertas maneras de comportamiento cuya afectaci¨®n suscitar¨¢ quiz¨¢ la s¨¢tira en el tiempo de su m¨¢s o menos prolongada vigencia, sin que dicha s¨¢tira funcione despu¨¦s de que tal vigencia haya deca¨ªdo. La derogaci¨®n de pautas sociales o el mero debilitamiento de su obligatoriedad desarma la cr¨ªtica, y al privarla de funci¨®n la hace f¨²til, anodina, sin punta.Vivimos una ¨¦poca en que los modelos de conducta o, en t¨¦rminos amplios, los valores socialmente reconocidos y acatados se alteran con una rapidez vertiginosa, y, en la consiguiente confusi¨®n, la gente no sabe bien a qu¨¦ atenerse: parecer¨ªa que todo es por igual admisible, que todo vale. Y siendo as¨ª, aquello que con criterios tradicionales cabr¨ªa considerar digno de cr¨ªtica, queda en la pr¨¢ctica inmune a ella. La s¨¢tira ha perdido su mordacidad, ya no es capaz de hacer mella.
Tales o semejantes reflexiones que en ocasiones diversas hube de hacerme a lo largo de los a?os, se me han renovado estas semanas a la vista del programa Ya semos europeos, que Alberto Boadella viene presentando en Televisi¨®n Espa?ola. Su anuncio despert¨® ya en m¨ª gran expectaci¨®n, pues considero a Boadella uno de los m¨¢s combativos moralistas que act¨²an hoy en la esfera p¨²blica, agudo y denodado sat¨ªrico, de quien debe esperarse lo mejor, y val¨ªa por eso la pena estar atentos a lo que se promet¨ªa como una cr¨ªtica a fondo de la presente realidad nacional. Alguna de las entregas del programa se me ha escapado; pero puedo juzgar de lo que hasta ahora he visto, aunque este juicio no afecte para nada a los aspectos relacionados con el medio televisivo, cuyo mayor o menor dominio por parte suya no viene ahora al caso. Lo que me interesa apreciar es ante todo el contenido cr¨ªtico que tiene y la eventual eficacia de esa cr¨ªtica frente al espectador.
En la primera entrega pudo verse una caricatura de la consabida imagen pintoresca de Espa?a, trazada sobre el fondo t¨¢cito de las pretensiones modernizadoras, europeizadoras, que tanto se proclaman, para ilustrar el sarc¨¢stico ep¨ªgrafe de la serie: a saber, que bajo el barniz de internacional standing subsistir¨ªa aqu¨ª la misma actitud palurda de siempre, la misma tosquedad y torpeza. Con esto, la iniciaci¨®n del programa se colocaba en la l¨ªnea, poco m¨¢s o menos, de aquel impagable Celtiberia show que en otros tiempos sol¨ªa exhibir como denuncia Luis Carandell, y que, aun cuando ciertamente no faltar¨ªan en el actual ruedo ib¨¦rico los materiales necesarios, no lo hace m¨¢s, probablemente por considerar que ahora esos elementos son ya residuales. En efecto, con todas las sevillanas que quieran bailarse, todos los casticismos que se postulen y todas las identidades nacionales que se reivindiquen, la Espa?a de hoy es, sin embargo, otra; de modo que el programa inicial de Boadella result¨® divertido, s¨ª, pero un tanto inocuo: sus grandes lanzadas iban a dar en moro muerto. Y ese d¨ªa se qued¨® uno a la espera de m¨¢s vivos objetos de s¨¢tira para las veces siguientes.
Boadella los ha encontrado. Sirva de ejemplo la entrega reciente dedicada a poner en solfa esa boga de los concursos que la televisi¨®n misma tan profusamente ofrece en espect¨¢culo. En esto, como en tantas y tantas cosas m¨¢s, s¨ª que estamos los espa?oles ¨¤ la page; s¨ª que semos muy europeos, y aun muy norteamericanos. En todos los pa¨ªses se ofrecen al entusiasta auditorio concursos tales, cuyo prototipo se encuentra en la televisi¨®n de Estados Unidos. La caricatura es, pues, oportuna y est¨¢ bien lograda; se dirige contra algo que desde varios puntos de vista merece la censura burlesca, y aqu¨ª la burla de Boadella es, como corresponde a su personal estilo, de mano pesada. Pero con todo, me permito dudar de que la punta sat¨ªrica produzca en este caso el deseado efecto. Ah¨ª, la lanza se ha embotado, y ello no en verdad por culpa de quien la esgrime, ni de nadie en particular, sino por la imposibilidad misma de p ner en evidencia mediante la de formaci¨®n caricaturesca un absurdo o un disparate cuyos propios rasgos son ya grotescos en extremo. ?C¨®mo podr¨ªan exagerarse? El objeto satirizado con tiene en s¨ª mismo su propia caricatura, y caricatura insuperable, de modo que la que se intenta hacer queda reducida en la pr¨¢ctica a retratarlo fielmente; es en ¨²ltimo t¨¦rmino id¨¦ntica, o poco menos, a la realidad que pretende ridiculizar. Y ello hasta tal punto, que para llevarla a cabo ha tenido necesidad Boadella de echar mano de uno de los habituales y bien avezados presentadores profesionales de los mismos concursos satirizados. Pues ning¨²n actor podr¨ªa superarlos; son inimitables. Y temo que a los espectadores consuetudinarios de los concursos-espect¨¢culo este fingido concurso-s¨¢tira montado por Boadella les habr¨¢ resultado entretenido, quiz¨¢ un poco soso, menos suntuoso y, desde luego, much¨ªsimo menos apasionante que aquellos en que suelen complacerse con tanta fruici¨®n. Quiz¨¢ a esos espectadores les falta hoy la perspectiva necesaria para advertir el contraste que la parodia censoria propone entre un impl¨ªcito modelo de conducta y la realidad que se procura censurar; carecen quiz¨¢ de una norma -sea tal vez norma del gusto, de la compostura, de la dignidad- a la que referir la realidad que la caricatura denuncia. Porque sencillamente, esa norma ha perdido vigencia y apenas opera ya en la conciencia p¨²blica.
Dif¨ªcil, imposible tarea la del moralista cuando en la conciencia p¨²blica vacilan, se esfuman y desaparecen unas ciertas pautas sociales para ser sustituidas, acaso por otras distintas y todav¨ªa muy indecisas. Pudiera ser que el ¨²nico recurso que en esta, situaci¨®n le quedase a la s¨¢tira sea, prescindiendo de la imitaci¨®n caricaturesca, el de operar directamente sobre la realidad viva, por mucho que la obra de su escalpelo resulte devastadora y demasiado cruel. Recuerdo a este respecto que hace no pocos a?os otro sat¨ªrico de talento, Groucho Marx, presentaba en la televisi¨®n norteamericana un programa donde, impiadosamente, eran expuestas al escarnio universal las debilidades, necedades o rasgos grotescos de aquellos voluntarios que, a cambio de obtener por un rato el premio de la publicidad (el m¨¢s preciado galard¨®n a que, seg¨²n parece, nadie pueda aspirar en otros tiempos), se pon¨ªan en evidencia, prest¨¢ndose de buena gana a ser implacablemente vilipendiados durante penosas escenas degradantes...
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