Aniversario ¨ªntimo
Hace 374 a?os y unos pocos d¨ªas se cerraron por ¨²ltima vez sus ojos, pero una parte de las cosas que vio y aun de las que no vio sigue viviendo en nosotros y hasta su propia mirada nos parece que se a?ade a la nuestra, y cuando leemos en voz alta sus palabras, cobijados en el silencio, muy entrada la noche, el metal de nuestra voz se hace m¨¢s sosegado y m¨¢s grave, como si fuera la suya, que sigue hablando a trav¨¦s de nosotros, igual que a trav¨¦s de ¨¦l hablaron y respiraron otros hombres, el hidalgo enfermo de c¨®lera y melancol¨ªa, el escudero c¨¢ndido y codicioso, el galeote canalla que estaba escribiendo su autobiograf¨ªa tan detalladamente que s¨®lo podr¨ªa darle fin unos minutos antes de que le llegara la muerte, los yang¨¹eses, los disciplinantes, los cuadrilleros de la Santa Hermandad, los comediantes disfrazados de alegor¨ªas medievales, la muchedumbre que transita los caminos de La Mancha en un verano eterno de principios del siglo XVII y las p¨¢ginas de un libro que no es tanto una novela como una apasionada y dolorosa declaraci¨®n de amor a los libros y a las vidas, a la pluralidad de historias, miradas y voces que cada uno de nosotros encuentra en torno a s¨ª con s¨®lo abrir bien los ojos y aventurarse en el mundo y en el interior de su alma y de su memoria.Hace 374 a?os, un martes, 19 de abril, Miguel de Cervantes, tendido en el lecho de donde ya no se levantar¨ªa, dict¨® el pr¨®logo del libro que m¨¢s amaba entre todos los suyos, el Persiles, y calcul¨® con extra?a serenidad que su vida terminar¨ªa antes del siguiente domingo. "Tiempo vendr¨¢ quiz¨¢", escrilbi¨®, "donde anudando este roto hilo diga lo que aqu¨ª me falta y lo que s¨¦ conven¨ªa". Pero el tiempo se le hab¨ªa terminado: muri¨® el viernes, seguramente en paz, sintiendo tal vez que si no hab¨ªa tenido la vida que le hubiera gustado vivir s¨ª hab¨ªa escrito al menos los libros que su imaginaci¨®n se merec¨ªa, y puede que cuando notara aproximarse el final se acordara de otra agon¨ªa inventada por ¨¦l, la de su caballero Don Quijote, y que sospechara entonces algo que un novelista brit¨¢nico, Graham Greene, iba a escribir tres siglos m¨¢s tarde: que el novelista ha de tener mucho cuidado con las historias que imagina porque algunas veces est¨¢ vaticinando en ellas su propio porvenir.
Puede que aquel viernes de abril reviviera los instantes de cordura final en que su h¨¦roe reniega de la sinraz¨®n, pero no del coraje, y decide llamarse de nuevo Alonso Quijano, y que pensara, tambi¨¦n ¨¦l, en abjurar de todas las fantasmagor¨ªas que le hab¨ªan alimentado la vida, pero en lo m¨¢s ¨ªntimo de s¨ª sentir¨ªa con m¨¢s fuerza el orgullo que la contricci¨®n, la serena certidumbre de haber legado a quienes le sobreviv¨ªan un arma de felicidad y de clarividencia, un libro que seguir¨ªa perpetuamente germinando en los libros y en los lectores futuros. Iba a morir, pero las cosas que ¨¦l hab¨ªa mirado no ser¨ªan negadas por la oscuridad cuando se cerraran sus ojos. Poet¨®n viejo, hidalgo pobre, soldado manco, veterano de sucias c¨¢rceles y c¨®mplice a su pesar de iniquidades sin excusa, erudito en casi todas las variedades del fracaso, intuir¨ªa que s¨®lo gracias a la literatura se hab¨ªa salvado, a pesar de la pobreza, que nunca lo dej¨® de humillar, a pesar del desprecio de los literatos, que siempre lo hab¨ªan mirado por encima del hombro, pues era un advenedizo, un urdidor de fatigosos versos torpemente rimados, de comedias nunca representadas o borradas por la indiferencia al cabo de unas pocas funciones. Pero nadie hab¨ªa amado la literatura tanto como ¨¦l, aunque lo acusaran de no ser m¨¢s que un mediocre bachiller que al filo de los 60 a?os tuvo la ocurrencia de publicar una novela desali?ada y arbitraria, un libro de risa que los entendidos desde?aban y que s¨®lo parec¨ªa digno de que lo leyeran los criados; nadie, desde la ingrata infancia, hab¨ªa sentido tan poderosamente la invitaci¨®n de las palabras escritas, y no s¨®lo de ellas, tambi¨¦n de las historias que contaban los viajeros alrededor del fuego en la. cocina de una venta o los p¨ªcaros en las escalinatas de las plazas, tambi¨¦n de los jirones de aventuras y de misterios que se le aparec¨ªan a su inagotable asombro al andar sin rumbo por las calles de las ciudades y por los caminos de un pa¨ªs condenado a la decadencia y a la quiebra.
Le¨ªa siempre, siempre miraba y escuchaba, le¨ªa con el mismo fervor un papel roto que encontrara en la calle y un novel¨®n de caballer¨ªas, y su amor por las mentiras de los libros era indiscernible del que lo atra¨ªa hacia todos los pormenores de la realidad. Amaba las cosas por el simple hecho de verlas existir, pero no amaba menos lo que nunca hab¨ªa existido. Le gustaba averiguar en las apariencias indudables su reverso de irrealidad y de f¨¢bula, y sab¨ªa que las cosas no siempre son como son, sino como decidimos que sean, como las recordamos o las inventamos. Una s¨®rdida venta es tambi¨¦n el castillo de una princesa embrujada y lasciva. La polvareda que levantan en los rastrojos del verano dos reba?os de ovejas puede ocultar la cabalgata de dos ej¨¦rcitos hostiles. Un pobre hidalgo enloquecido y pat¨¦tico puede adquirir de pronto la dignidad de un h¨¦roe y hablar con la desenga?ada sabidur¨ªa de un fil¨®sofo antiguo. Una bac¨ªa de cobre herida por el sol fugaz de una ma?ana lluviosa relumbra instant¨¢neamente como un yelmo de oro y es un yelmo de oro, y como alguien se empe?a en jurar que no es yelmo sino bac¨ªa surge una tercera palabra que designa un objeto inexistente pero no imposible, el baciyelmo, que est¨¢ hecho a medias con los materiales de la realidad y con las figuraciones de los sue?os, como la sirena y los hipogrifos y los personajes de la literatura: como las personas que viven cerca de nosotros, porque cada una de ellas tiene un rostro visible y una conciencia que nos es tan ajena como las grutas del centro de la tierra, y aunque intentemos asiduamente saber quienes son de verdad las convertimos en figuras de nuestra imaginaci¨®n y en sombras dibujadas por el deseo o tachadas por la indiferencia.
Nos ense?¨® al mismo tiempo a mirar y a desconfiar de la mirada, a dejarnos embeber por los libros y a prevenir la dulzura de su intoxicaci¨®n: quien escribe, quien lee, est¨¢ jugando, pero juega con fuego y corre peligro de abrasarse. Hace 374 a?os que se cerraron sus ojos, y nadie sabe c¨®mo era su cara, porque todos sus retratos son falsos, pero cada vez que leemos su libro o que nos atrevemos a imaginar y a escribir es como si ¨¦l estuviera mir¨¢ndonos desde su lejan¨ªa de tres siglos con una sonrisa de iron¨ªa, de adivinaci¨®n, de aliento, casi de piedad, como se mirar¨ªa a s¨ª mismo en los brumosos espejos de la vejez, como nos mira Vel¨¢zquez desde el interior de Las meninas.
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