Comer solo
Puede ser que ya lleve media hora leyendo los mismos platos de la carta y que la silla de enfrente contin¨²e angustiosamente vac¨ªa. Aquella misma ma?ana hemos reafirmado la cita por tel¨¦fono y con ganas. El sabor de la vida a veces est¨¢ en el pan cortado por la mano del amigo. Otro d¨ªa hubiera bastado el men¨² ruidoso con los colegas. Pero hoy es distinto y hemos decidido dar una fiesta a la amistad sin horario y a los manteles c¨®mplices.Sin embargo, 45 minutos despu¨¦s de la primera aceituna, incluso la amistad se funde como un reloj daliniano. Comprobamos que los comensales vecinos son demasiado divertidos para ser reales. La gente es tal como es en la cama y en la mesa e, incapaces de acostarnos con todo el mundo, nos resignamos vi¨¦ndoles comer y nos sentimos superiores en nuestro silencio forzoso. El camarero ha tra¨ªdo los cad¨¢veres de algunas gambitas y ha escanciado un vino hu¨¦rfano con la unci¨®n de quien se sabe buen samaritano de la soledad. Al cabo de una hora percibimos en nuestra espalda el g¨¦l¨ªdo zarpazo de la l¨¢stima. Diez minutos despu¨¦s encajamos la primera mirada de sospecha. Un hombre solo en un restaurante siempre es sospechoso, tal vez porque el ¨²nico sentido desocupado del comiente es el o¨ªdo, y un escuchador pasivo es como una grieta en la fachada de la vanidad humana. Poco a poco concentramos nuestra ira en la enorme tonter¨ªa circundante. Queremos intervenir en las conversaciones, mojar nuestro panecillo virgen en las salsas ajenas, invitar a todo el restaurante a caf¨¦ a cambio del contacto de un codo o del cenicero compartido. Comer solo es el accidente que degrada la gastronom¨ªa a pura nutrici¨®n. Por eso renunciamos a este almuerzo que ¨²nicamente nos ha ofrecido nuestra cara reflejada en el plato. En la autofagia de la espera hemos metabolizado lo peor de nosotros mismos. Y ni siquiera imaginamos que el amigo ausente tal vez ha aprendido a odiarnos en la soledad de un restaurante equivocado.
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