La afici¨®n
Mira que es rara la gente de los toros. Esos que, cuando suenan los clarines, se ponen el traje de bonito, se pintan el lunar en la cara, se atusan el pelo con mucho detenimiento y se echan a la calle como el que va a una boda, clavel inclu¨ªdo en la solapa, dispuestos a vivir la tarde de su vida. Sin importarles que haga sol o caigan chuzos de punta; que toreen figuras de post¨ªn o guerrilleros; que el ganado tenga tradici¨®n de noble o salga manso. Para ellos es lo mismo.No es de extra?ar: forman parte de una raza especial de aficionados, capaces de dejarse la vida en una discusi¨®n, recordar aqu¨¦lla media ver¨®nica de Anto?ete durante una d¨¦cada, discutir hasta quedarse af¨®nicos por defender el honor de su torero, ponerse como s¨ª hubieran mentado a su madre cuando sale un toro que s¨®lo pesa 495 kilos, asegurar a cien metros de distancia que otro tiene cuernos ama?ados o llorar de emoci¨®n cuando un chaval se embragueta con el bicho y saca pases de donde no los hay.
Esa es la afici¨®n. Ni m¨¢s ni menos. Variopinta, caprichosa y, sobre todo, apasionada. Vestida con su traje azul marino, el pelo engominado y la banderita espa?ola -de las del antiguo r¨¦gimen, por supuesto- en la correa del reloj, o en mangas de camisa y sin m¨¢s adornos que el reglamento, cien veces repasado, en la cabeza. Partidaria del toreo espectacular de las figuras y fina catadora de los aromas del arte, que casi nunca acaban de llegar de la mano de Curro. Intransigente hasta la m¨¦dula cuando al toro le da un calambre y arrastra sus cuartos traseros por el ruedo y sentimental cuando un torero le entra por el Ojo, hasta el punto de olvidarse de que un pico es un pico en todas partes y el toreo bueno rara vez puede ser embarullado.
Los hay de todas clases. De los que vienen en metro con la bota colgada al hombro y de los que se acercan a la plaza repanchingados en el asiento de un jaguar impresionante. De los que fumanfarias y de los catadores de montecristos. De los ilusos que cada tarde llegan hasta Las Ventas dispuestos a presenciar la mism¨ªsima aparici¨®n del Esp¨ªritu Santo, a los desenga?ados que ya no ven un pase bueno, ni un bicho que no sea inv¨¢lido, ni una estocada puesta en su sitio. Por no hablar de aquello de parar, templar y mandar que, como es l¨®gico, es cosa que siempre despierta gran pol¨¦mica, aunque al final nunca se vea.
Espartaquistas, roblistas, curristas, paulistas y hasta a?orantes de aquel pelmazo que se llamaba D¨¢maso Gonz¨¢lez y se cre¨ªa que en una ecuaci¨®n cantidad y calidad eran valores intercambiables. P¨²blico f¨¢cil del sol, de ese que solamente va a los toros de pascuas a ramos y lo que quiere es divertirse, y fan¨¢ticos del siete, que llevan escondidos en la chaqueta el surtido de pa?uelos de colores. Fr¨ªvolos y rigurosos. Dogm¨¢ticos en todo caso.
Son los due?os de la fiesta. Los que pagan mucho o poco. Los que chillan cuando algo no les gusta y lanzan al aire esos sonoros ol¨¦s, que a saber de d¨®nde habr¨¢n salido. Los que a las ocho y cuarto son capaces de poner de vuelta y media al matador y a las ocho y veinticinco echar¨ªan al ruedo a su mism¨ªsima se?ora para festejar una faena de antolog¨ªa. Los que andan como locos de tertulia en tertulia y los que solamente van a los toros para que los vean. Los que te cuentan una faena de Manolete con tal lujo de detalles que si te acercas un poquito m¨¢s te pisa el toro y los que no hacen ni una mueca para que no se les marquen las arrugas. Los que cuando llegan la feria piden la baja al m¨¦dico y se dedican solamente a lo que importa y los que cuando consiguen una entrada declaran fiesta nacional. Los del siete y los dem¨¢s.
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