Cadaqu¨¦s sumergido
En el extremo m¨¢s oriental de la Pen¨ªnsula, entre las piedras lunares del cabo de Creus, se levantan tres edificaciones propias de estos lugares. La mayor es, claro est¨¢, el faro actual, limpio y brillante, con esa pulcritud genuinamente marinera que se posa sobre todo aquello que reclama la mirada. 200 metros m¨¢s hacia el mar, sobre un peque?o risco abierto a los cuatro vientos, se levanta una construcci¨®n prism¨¢tica donde dormitan las sirenas que alertan de la tierra durante las noches de niebla. Finalmente, abajo y a la izquierda del cabo propiamente dicho y sobre una peque?a ensenada que forma el continente con la isla S'Encelladora, se vislumbran las ruinas de otro faro. Se trata de un faro postal, con esa vocaci¨®n de lapicero de los vientos que tienen todos los faros de la infancia. No hay que saber mucho de mar para ver enseguida que se trata de un faro in¨²til, cuya supuesta luz se deb¨ªa estrellar contra los farallones del sur. En realidad, esa construcci¨®n marinera no es otra cosa que los restos de tramoya de una pel¨ªcula antigua que se film¨® por esos parajes y que se estren¨® con el nombre de El faro del fin del mundo para justificar que Kirk Douglas y otros monstruos de la pantalla se dieran de bruces contra las rocas de ese Pirineo postrero. De eso, como de casi todo, ya hace 20 a?os. Recuerdo que el faro de cart¨®n estaba pintado de un blanco griego que ahuyentaba a las gaviotas. Pero en este mar, la Naturaleza acostumbra a trabajar a conciencia, y 20 a?os despu¨¦s aquel cart¨®n se convirti¨® en piedra y la cal fue habitada por el musgo y el salitre. Los turistas del cabo de Creus lo tienen claro: el faro que funciona es el de arriba, el que corta la noche y ordena las espumas. Pero el faro de la imaginaci¨®n, el de Conrad o de Melville, el faro que alguien escribi¨® para que lo encontr¨¢semos y nos pudi¨¦ramos fotografiar con nuestras bermudas de rebajas en el fin del mundo, ¨¦se es el de abajo.La coexistencia de esas dos funciones en un mismo ¨¢mbito se reproduce tambi¨¦n en la legendaria Cadaqu¨¦s. La leyenda de Cadaqu¨¦s sigue perfectamente engrasada por los pasteleros culturales al uso: un poco de arte, un mucho de dinero, una noche exagerada y la ilusi¨®n ¨®ptica de que el mar es una piel del planeta que puede levantarse para contemplar dentos prodigiosos, corales cautivos y pecios fenicios. La leyenda de Cadaqu¨¦s hace que a altas horas de la noche hasta los guardias civiles costeros parezcan ser hijos de Dal¨ª y que en la terraza del Hostal o del Barroco vamos a encontrar a Melina Mercuri interpretando a Jenny, la atractiva tabernera que ayud¨® a Henri-Fran?ois Rey a llevarse el Goncourt con Les pianos me chaniques, la gran novela que convirti¨® Cadaqu¨¦s en una irreal Caldeya y que las mentes bien pensantes de la ¨¦poca leyeron como si se tratara de una cr¨®nica de Sodoma.
Demasiada literatura
Ese Cadaqu¨¦s legendario hab¨ªa de aparecer tarde o temprano, porque s¨®lo los espacios inaccesibles fomentan su propia leyenda. Cadaqu¨¦s no es producto de sus hombres y mujeres, sino de su geograf¨ªa, y hay que acercarse a esta extra?a bah¨ªa con el paso prudente de los exploradores para aceptar que el hombre, ah¨ª donde no llega con la mirada suele llegar con la literatura. Y toda literatura exige h¨¦roes y villanos, personajes que caminan por sus calles y un coro silencioso que les arropa. Hace a?os, los h¨¦roes debieron de ser aquellos j¨®venes surrealistas con acento franc¨¦s o granadino que dibujaban su vida dejando huellas de inmaculadas zapatillas blancas sobre las oscuras pizarras naufragadas. M¨¢s tarde, los h¨¦roes de este extra?o enclave del cosmos debieron de ser aquellos poetas de Barcelona que llegaban en sus coches de madera para robar palabras a los pescadores o para bautizar a sus mujeres con nombre de barca y a las barcas con nombre de mujer. Tras los poetas llegaron las grandes familias ilustradas, los Sagnier, los Sent¨ªs, los Torra-Balari, y acamparon sobre la bah¨ªa dispuestas a perpetuar la especie siempre de puertas adentro, en esa privacidad tan catalana que este pa¨ªs hered¨® de los patricios romanos. A las familias tradicionales de Cadaqu¨¦s ya casi no se las ve por la calle en verano. Tal vez porque en estas semanas Cadaqu¨¦s es una especie de sal¨®n de peluquer¨ªa donde la gente que sube necesita apartamento o lo que sea para estar ah¨ª y lucir peinado de supercuenta. Pero esto no es la Costa del Sol, ni siquiera Calella de Palafrugell, donde cada a?o se celebra esa misa civil de las habaneras, canciones al servicio del acto social que se balancean a la luz azulada de los cremats, como un fuego fatuo con muy poco fuego y mucho de lo otro. En Cadaqu¨¦s la m¨²sica suena de otra manera. Ser veraneante de Cadaqu¨¦s exige muchos a?os de oposiciones. Ser mir¨®n, en cambio, est¨¢ al alcance de cualquiera. La Costa Brava es una industria, en cambio, Cadaqu¨¦s es un perfume.
La leyenda del helic¨®ptero
Pero hay que buscar h¨¦roes contempor¨¢neos, y el nuevo h¨¦roe de Cadaqu¨¦s est¨¢ encarnado por Javier de la Rosa, el hombre del capital kuwait¨ª en Espa?a, a juicio de unos un multimillonario parven¨², en opini¨®n de otros una de las cabezas financieras m¨¢s, claras del siglo. Javier de la Rosa vive ahora en primera l¨ªnea de la bah¨ªa, en unos apartamentos discretos comparados con la altisonancia de sus medios de transporte habituales: la nave Polux, con su cubierta baldeada por un comando de filipinas, y su helic¨®ptero particular, que le sirve para llegar a las cenas si no en olor de multitudes s¨ª en olor a queroseno. Lo que sucede es que el estruendo del helic¨®ptero kuwait¨ª no se ha podido escuchar en este mes de agosto, cuando sin pretenderlo Cadaqu¨¦s se ha convertido gracias a su potentado hu¨¦sped casi, casi, en un objetivo militar de la b¨¢rbara codicia de Sadam Husein. El apartamento de este administrador de petrod¨®lares se encuentra encima del restaurante Es Trull. Ah¨ª no se percibe la supuesta crisis del turismo que cualquier, industrial del ramo repite como una jaculatoria de Semana Santa. "Los turistas no tienen la culpa de que nosotros nos tengamos que ganar la vida en s¨®lo 40 d¨ªas", dec¨ªa una vendedora de art¨ªculos de playa. Y en Es Trull la cocina va a todo gas, pero las cosas no se hacen ni mucho menos de cualquier manera por m¨¢s turistas que se esperen en su terraza. El arroz con gambas frescas y cala mares de Es Trull me llev¨® al borde de la l¨¢grima. En la carta de Es Trull se sirven ensaladas con las famos¨ªsimas aceitunas de Kalamata, crecidas e hinchadas en el dedo coraz¨®n de la zarpa del Peloponeso. Y en su bodega uno puede encontrar Retsina y vino de Samos, como acabados de traer en una ¨¢nfora naufraga da en un barco con destino a la cercana Emp¨²ries. La due?a de Es Trull, Montserrat Contos, tiene apellido griego, en efecto, pero se llama Montserrat y la greguitud le viene de su abuelo, uno de los ¨²ltimos coraleros griegos que ven¨ªan de los ant¨ªpodas del Mediterr¨¢neo a rastrillar los fondos del cabo de Creus y que se afincaron aqu¨ª. Josep Pla cita en sus obras al primer Contos, al abuelo de esta do?a Montserrat orfebre de arroces. Y en Catalu?a una cita de Pla vale mucho m¨¢s que un pasaporte.
Una 'boat-people' de lujo
Muy poca gente cultiva los olivos que se encaraman por las monta?as pirenaicas de Cadaqu¨¦s, pero esas terrazas de pizarra que llevan a las cumbres como enormes pir¨¢mides precolombinas indican el tiempo en que Cadaqu¨¦s fue el gozne donde el mar m¨¢s duro y la tierra m¨¢s dificil giraban sobre el eje de una civilizaci¨®n sin fisuras que iba desde Citerea hasta aqu¨ª. Hoy, esos enormes pelda?os agr¨ªcolas que se pierden entre brumas hasta las m¨¢gicas esferas yanquis de El Pen¨ª s¨®lo son una pista de ni?os con motos. Incluso las misteriosas bolas militares han perdido dosis de locura, y si Dal¨ª fue genial por colocar enormes huevos en el tejado de su casa de Port Lligat, ?por qu¨¦ vamos a negarle la genialidad a Eisenhower cuando instal¨® sus huevos tecnol¨®gicos en lo alto de monte? El monte, en Cadaqu¨¦s, ya es s¨®lo el tel¨®n de fondo en el mar y, al mismo tiempo, el biombo que le separa de esa enorme m¨¢quina del mill¨®n que es el golfo de Roses, incapaz de dar siquiera una partida gratis.Cualquier mediod¨ªa, en los chiringuitos de la playa, se puede encontrar frente a un plato de deliciosas anchoas -otro producto que combina la esencia del mar con la sal de la tierra- a Miquel Horta, un curioso mecenas de izquierdas de la misma estirpe que Pere Portabella. Cuando Lenin dijo que el izquierdismo era una enfermedad infantil del comunismo no debi¨® de pensar que buena parte de los dineros progres de la transici¨®n surgieron de productos tan infantiles como los yogures Danone de Portabella o la colonia Nenuco de Miquel Horta. Este hombre de corpulencia taurina, flanqueado por un taxista y un abogado locales, habla de los miles de italianos que campean por Cadaqu¨¦s. Ellas, con ese estudiado desali?o de tejanos ra¨ªdos pasados por el toque primoroso de la tradici¨®n renacentista. Ellos, haciendo cola en las cabinas de la noche para llamar a la mamma y decirle que est¨¢n muy bien.
Pero eso es el Cadaqu¨¦s de los figurantes. La aut¨¦ntica esencia de estas playas llenas de guijaros grises es la barca y la cala. Cada ma?ana se forma una aut¨¦ntica poblaci¨®n flotante en el sentido m¨¢s literal de la palabra. Esa nueva poblaci¨®n talafitica pone en marcha sus motores, se instala en alguna cala sin arena y se contemplan los unos a los otros apretujados en sus barcas con la complicidad de ?os selectos y la suspicacia de los pares. Esta voluntaria boat-people vive del nombre de su puerto, pero huye de ¨¦l porque no es ¨²nicamente suyo. La barca repleta de carne de nivea es el equivalente al palco del Liceo, esa otra maceta social donde una cierta barcelonidad acostumbra a regar sus ra¨ªces. Ahora, sobre las barcas, se ha destapado el debate esencial de Cadaqu¨¦s, que no es otro que el del posible puerto deportivo en Port Lligat. Habr¨¢ puerto, a pesar de las protestas de los forasteros puristas, y el paisaje lo asimilar¨¢ con sabidur¨ªa geol¨®gica. Tal vez porque el hombre, tallado en estas rocas inhumanas, no tiene otra funci¨®n que la de sorprenderse.
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