Ulises y las sirenas
Tengo para m¨ª que una de las interpretaciones m¨¢s convincentes del nacionalismo es aquella que lo pone en relaci¨®n directa con el proceso de la modernidad. Y ello en un doble sentido: primero, en tanto que el descubrimiento de la naci¨®n sirvi¨® de cauce para delimitar al nuevo sujeto democr¨¢tico de la vida pol¨ªtica que emana de la filosof¨ªa de la Ilustraci¨®n. El nacionalismo, a trav¨¦s de la recuperaci¨®n reflexiva del pasado com¨²n, act¨²a aqu¨ª de factor conformador de la identidad colectiva perdida tras la afirmaci¨®n de los fr¨ªos valores universalistas de la democracia y el estado de derecho. Llena el vac¨ªo dejado por anteriores identificaciones -dinast¨ªas, religi¨®n- que ya no se ajustan al signo de los tiempos y se convierte en compa?ero de viaje a la democracia. Este es su aspecto amable.Pero, en segundo lugar, y como consecuencia de esa din¨¢mica erosionadora de los v¨ªnculos tradicionales impl¨ªcita en el proceso modernizador, va a intentar recomponerlos traicionando esos mismos valores universalistas que lo vieron nacer. Funcionar¨¢ as¨ª como factor aglutinador de la unidad perdida tras la voladura incontrolada de los v¨ªnculos comunitarios producida por el individualismo, la secularizaci¨®n, el industrialismo y, en general, por la imparable racionalizaci¨®n de todos los ¨¢mbitos de la vida. Que el resultado de este proceso sea el desencantamiento del mundo es algo que M. Weber observ¨® con gran agudeza. Su reencantamiento ya fue una empresa mucho m¨¢s ardua, pero no menos eficaz: el recurso a la com¨²n y natural identidad de lengua, cultura o etnia, que una astuta manipulaci¨®n de la historia permite afirmar con car¨¢cter absoluto. Es el momento en que se le insufla su alma inmortal.
Lo grave de todo esto, y ¨¦sta es, a mi juicio, la cara perversa del nacionalismo, es que la identidad no se obtiene, a la postre, de la afirmaci¨®n de lo propio, que es algo perfectamente leg¨ªtimo, cuanto a trav¨¦s de la negaci¨®n del otro. Es decir, la identidad propia se consigue y mantiene gracias a la permanente dial¨¦ctica diferenciadora del nosotros / elos, que, como ya se?alara Schmitt, constituye el germen de la definici¨®n amigo / enemigo. Ah¨ª est¨¢ la historia para dar cumplida cuenta de ello. Y esto se produce -y es importante recordarlo- no s¨®lo en su delimitaci¨®n hacia afuera, sino tambi¨¦n hacia adentro: ignorando las peculiaridades de grupos o regiones dentro del mismo Estado-naci¨®n. Sea como fuere, el ideal ilustrado de la homogeneizaci¨®n de las colectividades bajo normas generales sujetas a pautas de raz¨®n y capaces, por tanto, de integrar las diferencias, lo no-id¨¦ntico, sucumbe as¨ª bajo el peso de un ind¨®mito particularismo sacralizado.
Se puede arg¨¹ir que esta descalificaci¨®n del nacionalismo por su componente particularista, irracional, puede revertirse a su vez sobre el mismo concepto de raz¨®n que aqu¨ª empleamos. Es un discurso conocido que va de Nietzsche hasta la posmodernidad, y no es ajeno al propio proceso de desvelamiento de la dial¨¦ctica de la Ilustraci¨®n que emprende la escuela de Francfort. ?Acaso no disecciona la propia raz¨®n ilustrada aquello que no se ajusta a sus dictados y excluye como irracionales deseos, sentimientos, necesidades, etc¨¦tera, que forman parte del acervo de lo humano, tanto como ella misma? El ejercicio de la raz¨®n debe abstraerse, en efecto, de lo sensual, corporal, de lo otro. S¨®lo as¨ª puede satisfacer sus pretensiones universalistas e imponerse sobre los particularismos locales y temporales. Por otra parte, ?qu¨¦ seguridad tenemos de que una raz¨®n as¨ª concebida sea la raz¨®n tout court, y no, como apunta Rorty, la mera expresi¨®n secularizada de los valores de nuestra propia cultura occidental? El proceso racionalizador no ha supuesto, adem¨¢s, el triunfo de dichos criterios universalistas, sino que, por el contrario, los ha instrumental izado en la satisfacci¨®n de fines que escapan a cualquier examen racional. El creciente conocimiento de la realidad, una vez puesto al servicio de los intereses dominantes, se habr¨ªa traducido as¨ª en una dominaci¨®n constante de personas y cosas, y no en su contrario.
Gran parte de estas cr¨ªticas a la raz¨®n se recogen agudamente en la descripci¨®n que Adorno y Horkheimer hacen del pasaje de la Odisea, donde Ulises se hace atar al m¨¢stil del barco para no sucumbir al irresistible canto destructivo de las sirenas. En esta actitud se simbolizar¨ªa la fuerza de la raz¨®n para excluir de su ¨¢mbito la sensualidad corporal e imponerse -con violencia, incluso- sobre ella; pero tambi¨¦n, en lo que tiene de medio para alcanzar fines -en este caso, su retorno a ?taca- desvela su car¨¢cter instrumental. Es una imagen que ejemplifica tambi¨¦n de un modo extraordinario y con claros ingredientes freudianos el destino tr¨¢gico de lo humano: la renuncia a la gratificaci¨®n inmediata en aras de la supervivencia y de la consecuci¨®n de objetivos colectivos, el temor al instinto errante, etc¨¦tera. A m¨ª me servir¨¢ para acercarlo, en clave simb¨®lica, a una breve reflexi¨®n sobre el actual debate en torno al nacionalismo en Espa?a.
Es un lugar com¨²n que la propia evoluci¨®n de las sociedades modernas ha conseguido resolver con bastante eficacia el problema de la racionalidad de las instituciones pol¨ªticas sirvi¨¦ndose del concepto de democracia. Creo, incluso, que en su formulaci¨®n como mera carcasa procedimental es capaz de disolver muchas de las cr¨ªticas al concepto de raz¨®n a que antes hemos aludido. Lo que importa, a estos efectos, no es ya tanto el contenido de lo que se decide cuanto el proceso a trav¨¦s del cual llegamos a la decisi¨®n. Pero, ese mismo procedimiento, las reglas del juego, contiene a su vez determinados principios de racionalidad moral que no pueden dejarse al albur de la propia decisi¨®n democr¨¢tica. Son tambi¨¦n producto del acuerdo y sirven de freno a los posibles excesos de la sociedad civil que cae presa de seductores cantos de sirenas o, lo que es peor, de faunos voraces, como ocurri¨® en la Alemania nazi. No es preciso decir que me refiero a los principios contenidos en toda constituci¨®n democr¨¢tica. En cierto modo, las constituciones equivalen a las ligaduras con las que Ulises consinti¨® en atarse al m¨¢stil para hacer posible el objetivo de proseguir su viaje.
En nuestro pa¨ªs se vuelve a caer hoy bajo el hechizo de nuevos cantos de sirenas y algunos sienten las ligaduras m¨¢s prietas que nunca. Y aunque muchos creemos estar inmunizados ante este tipo de melod¨ªas, no podemos dejar de sentir una cierta perplejidad, que en seguida se torna en congoja, ante lo que estamos contemplando. Es dificil mantener la cabeza fr¨ªa,
Ulises y las sirenas
ya que tan insensato es dejarse llevar por el canto de las sirenas como pretender ignorarlo. Si soltamos las ligaduras para intentar recomponerlas despu¨¦s en una posici¨®n m¨¢s c¨®moda podemos encontrarnos ante consecuencias imprevisibles. Entre otras, y como reacci¨®n, ante un renacimiento del nacionalismo espa?olista, ya bastante mortecino, pero -como todos- en permanente estado de latencia. Y, al final, con un debate -metaf¨ªsico, supongo- sobre las esencias y el alma inmortal de los pueblos. Esto es lo que m¨¢s temo, sobre todo porque ingenuamente pensaba que los procesos de secularizaci¨®n y racionalizaci¨®n de las ideolog¨ªas nos permit¨ªan atisbar un debate pol¨ªtico marcado por el modelo de la decisi¨®n racional. Por ideolog¨ªas, en definitiva, que hab¨ªan perdido o renunciado a su alma eterna, y se apoyaban en s¨®lidos valores sustentados sobre intereses bien definidos f¨¢cilmente articulables en una discusi¨®n racional. No parece que una traves¨ªa tan larga y costosa por alcanzar la madurez democr¨¢tica deba hacerse peligrar ahora dando un salto en el vac¨ªo.Pero, de otro lado, ning¨²n dem¨®crata consecuente puede ignorar el sentimiento y la voluntad de diferenciaci¨®n y autonom¨ªa que emana de las sociedades civiles vascas y catalanas. Todos sabemos que no es un problema de hoy, es la asignatura pendiente de nuestro Estado, y nunca llegaremos a puerto sin haberlo solventado satisfactoriamente. Hay medios de hacerlo, adem¨¢s, sin necesidad de romper la solidaridad entre los pueblos, recurriendo a una interpretaci¨®n ¨¢gil de la Constituci¨®n o, en su caso, mediante una m¨ªnima intervenci¨®n quir¨²rgica sobre ella. Todo, menos seguir, como los marinos de Ulises, con nuestros o¨ªdos cubiertos de "cera blanda previamente adelgazada".
Hemos de navegar, efectivamente, por ponerlo en t¨¦rminos de otro episodio hom¨¦rico, entre los escollos de Escila y Caribdis, y para superarlos hacen falta buenos pilotos y buenos marineros. Confiemos en que, tanto los pol¨ªticos como los ciudadanos, sepan estar a la altura de las circunstancias.
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