Pan de Viena
Algunas veces leemos la necrol¨®gica de alguien a quien ya hab¨ªamos conservado en la naftalina de la memoria y un extra?o rubor nos deja avergonzados. Cuando la biolog¨ªa se cruza con el recuerdo es como si la muerte de verdad subrayara aquella otra muerte de la ausencia prolongada. Pertenecemos al lejano pa¨ªs de nuestra infancia y hac¨ªa tiempo que no sab¨ªamos nada de Franz Joham. En realidad, nunca quisimos conocer nada de aquellos extranjeros que llegaron de Austria para convertir las tardes de los ni?os y las noches de los lunes en el ¨²nico color posible de una televisi¨®n en blanco y negro. En la Espa?a del mendrugo, esos artistas eran como el pan de Viena, esa miga blanca y esponjosa que ol¨ªa a mesa camilla y a beso de abuela. Y la televisi¨®n en la que se mov¨ªan parec¨ªa un peque?o teatro de madera habitado por duendes y por marionetas que sacaban de la luz de las lentejuelas la ¨²nica claridad para intuir que ¨ªbamos a desembocar a un mundo de seiscientos y de parcela.En realidad, Franz Joham y sus amigos fueron una suerte de Mary Poppins. Con ellos constatamos que exist¨ªan alemanes buenos y que el mundo no se acababa en La Jonquera. Tra¨ªan una perrita de cart¨®n que protestaba con voz aflautada en manos de una mam¨¢ dulce como las primeras maestras y un se?or gordote que se pon¨ªa las manos en las orejas y dec¨ªa "¨ªa, ¨ªa, o" con fervor de can¨®nigo. Aquella televisi¨®n de la perrita Marylin era un eterno No-Do en el que nunca empezaba la pel¨ªcula. La gente se arracimaba ante los escaparates de electrodom¨¦sticos y las familias y los vecinos se reun¨ªan con el pretexto de sentirse amigos de, los lunes o de los martes de la mano de aquel gal¨¢n oto?al de sonrisa genuina. Hoy, la tele ya es la ventana de las soledades. Y echamos en falta a la perrita de cart¨®n que dec¨ªa: "Se?orita Herta, no me guuusta la televisi¨®n".
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