Democracia: lo absoluto y lo relativo
En la edad moderna cambia la vieja relaci¨®n entre religi¨®n y pol¨ªtica: en la conquista de Am¨¦rica, la pol¨ªtica vive en funci¨®n de la religi¨®n, es un instrumento de la idea religiosa; en la Revoluci¨®n Francesa, la pol¨ªtica se transforma en religi¨®n. M¨¢s exactamente: la revoluci¨®n confisca el sentimiento de lo sagrado. La religi¨®n revolucionaria no fue sino la religi¨®n civil de Rousseau, convertida en pasi¨®n y cuerpo pol¨ªtico. Su Cristo fue un ente mitad abstracto y mitad real: el pueblo (m¨¢s tarde ser¨ªa el proletariado). Ahora bien, como religi¨®n, a la revoluci¨®n le faltan muchas cosas y, entre ellas, la principal: la trascendencia. Aun as¨ª, la revoluci¨®n satisface, al menos temporalmente, la sed de totalidad y el hambre de fraternidad que padecemos. Nos une al todo, que es el pueblo, la clase o el part¨ªdo.Una y otra vez, con apasionada insistencia, Robespierre y Saint-Just aluden a la virtud como a la fuerza que une a las conciencias dispersas. Para ellos, virtud era abnegaci¨®n, don de cada uno a la causa com¨²n. Subrayo que la causa, para serlo realmente, debe ser com¨²n. La causa es una emanaci¨®n de la voluntad general: la soberan¨ªa popular encarnada en una milicia. Los jefes revolucionarios son los guardianes de la voluntad gene ral, sus int¨¦rpretes y sus ejecutores. Como la virtud corre siempre el riesgo de pervertirse, es decir, de separarse del cuerpo com¨²n, el complemento natural y necesario de la religi¨®n revolucionaria es el terror. Los movimientos revolucionarios del siglo XIX y del XX heredaron la tonalidad y las ambiciones religiosas de la gran revoluci¨®n. Entre todos ellos, el marxismo alcanz¨® una dimensi¨®n internacional y logr¨® fundar estados poderosos en dos grandes pa¨ªses: Rusia y China. La gran paradoja es que, en las dos revoluciones, la intervenci¨®n del proletariado fue m¨¢s bien marginal. Como antes el pueblo de 1793, la palabra proletariado ha designado en nuestro siglo no tanto a una categor¨ªa social como a un mito: Cristo y Prometeo, el m¨¢rtir y el h¨¦roe filantr¨®pico, fundidos en una sola figura redentora. Sin embargo, no en todas las corrientes nacidas del marxismo aparece la aspiraci¨®n metahist¨®rica. Una de ellas, a trav¨¦s de la II Intemacional, pudo insertarse en las sociedades democr¨¢ticas europeas, y debemos a su acci¨®n buena parte de las conquistas obreras. Pero, al abandonar el mito revolucionario, perdi¨® su poder de seducci¨®n, especialmente entre los intelectuales. Una rama de la socialdemocracia rusa, la bolchevique, recogi¨® la otra mitad de la herencia. A la ca¨ªda del zarismo asalt¨® el poder, aniquil¨® a los otros partidos, consolid¨® su dominaci¨®n en el imperio ruso, la extendi¨® a otros pa¨ªses y se convirti¨® en una opci¨®n revolucionaria mundial.
En Rusia, la teor¨ªa de la voluntad general volvi¨® a ser el fundamento de la dictadura de los jefes, aunque en una forma menos abstrusa y convertida en una regla procesal: el "centralismo democr¨¢tico" de Lenin. Fue el descenso de una discutible idea filos¨®fica a un recurso para acallar a los disidentes. Ni el pueblo ni el proletariado ni el partido encaman a la voluntad general, sino el Comit¨¦ Central. En la versi¨®n marxista-leninista de la revoluci¨®n, aparece adem¨¢s un elemento que no previ¨® Rousseau y que fue la gran aportaci¨®n de Hegel interpretado por Marx: la historia tiene una direcci¨®n predeteminada. As¨ª, en el bolchevismo se unieron los dos extremos de los antiguos absolutismos religiosos: la creaci¨®n de un hombre nuevo y el sentido de la historia, la redenci¨®n y la providencia. Nuestro siglo ha presenciado, con una mezcla de admiraci¨®n y de impotencia, el impetuoso nacirri¨ªento del mito rev¨®lucionar¨ªo, la desecaci¨®n de la doctrina vuelta catecismo, la congelaci¨®n del terror convertido en rutinaria administraci¨®n de la muerte y, en fin, la petrificaci¨®n del sistema hasta su final pulverizaci¨®n. La dictadura jacobina dur¨® dos a?os; la dictadura comunista, m¨¢s de 70, y caus¨® no miles, sino millones de muertos. S¨ª, la historia se repite, pero la segunda vez no como farsa, sino como pesadilla inmensa y abrumadoramente real.
No puedo ocuparme de las causas del desmoronamiento del comunismo. Me limitar¨¦ a observar que lo determinante no fue la presi¨®n externa, sino las contradicciones internas; no hubo ninguna gran derrota diplom¨¢tica, ning¨²n Waterloo que provocase la ca¨ªda del r¨¦gimen. Durante su larga y costosa rivalidad con la Uni¨®n Sovi¨¦tica, las democracias liberales capitalistas prefirieron siempre, en lugar de la franca confrontaci¨®n, la pol¨ªtica llamada de contenci¨®n. ?Sabidur¨ªa pol¨ªtica o imposibilidad de movilizar a una opini¨®n p¨²blica semiadormecida por la abundancia y la prosperidad? Tal vez ambas cosas: sentido com¨²n y realismo de corto alcance.
Si la ca¨ªda fue asombrosa, los efectos no lo fueron (*). Era natural la carrera hacia la democracia y el mercado libre; era natural tambi¨¦n la resurrecci¨®n de los nacionalismos y el renacimiento del fervor religioso. La desaparici¨®n del comunismo enfrenta a Europa no con sus fantasmas, sino con el despertar de realidades dormidas. Pero hay despertares terribles. La recrudescencia de las querellas nacionalistas, como en Yugoslavia, ser¨ªa el preludio de la guerra civil, la anarqu¨ªa y, tal vez, la desintegraci¨®n. Esos trastornos romper¨ªan el precario equilibrio mundial. No menos grave es la contradicci¨®n insalvable entre el sistema democr¨¢tico, la econom¨ªa de mercado y las formas arcaicas del nacionalismo y del sentimiento religioso. La democracia modema est¨¢ fundada en la pluralidad y el relativismo, mientras que el nacionalismo y el fanatismo religioso son fraternidades cerradas, unidas por el odio a lo extranjero y el culto a un absoluto tribal. La modemidad es, a un tiempo, indulgente y rigurosa: tolera toda clase de ideas, temperamentos y aun vicios, pero exige tolerancia. Es lo contrario de una fraternidad. En esto reside su inmensa novedad hist¨®rica y su enorme falta, en el doble sentido de imperfecci¨®n y de carencia.
A las democracias modernas les falta el otro, los otros. No es necesario hacer, otra vez, la descripci¨®n de la divisi¨®n de las sociedades contempor¨¢neas, unas ricas y otras pobres y aun miserables. En el interior de cada sociedad se repite la desigualdad. Y en cada individuo aparece la escisi¨®n ps¨ªquica. Estamos separados de los otros y de nosotros mismos por invisibles paredes de ego¨ªsmo, miedo e indiferencia. A medida que se eleva el nivel material de la vida, desciende el nivel de la verdadera vida. La marca del conformismo es la sonrisa impersonal que sella todos los rostros. La publicidad y los medios de comunicaci¨®n crean por temporadas este o aquel consenso en torno a esta o aquella idea, persona o producto. Pero la publicidad no postula valor alguno; es una funci¨®n comercial y reduce todos los valores a n¨²mero y utilidad. Ante cada cosa, idea o persona, se pregunta: ?sirve?, ?cu¨¢nto vale? El hedonismo fue, en la antig¨¹edad, una filosofia; hoy es una t¨¦cnica comercial. Ninguna civilizaci¨®n hab¨ªa utilizado la belleza de unos senos de mujer o la flexibilidad de los m¨²sculos de un atleta para anunciar una bebida o unos trapos. El sexo convertido en agente de ventas: doble corrupci¨®n del cuerpo y del esp¨ªritu.
El mercado libre tiene dos enemigos: el monopolio estatal y el privado. Este ¨²ltimo tiende a crecer y a reproducirse en nuestras sociedades. Aunque su influencia se extiende a todos los dominios de la vida contempor¨¢nea, de la econom¨ªa a la pol¨ªtica, sus efectos son particularmente perversos en las conciencias. La democracia est¨¢ fundada en la pluralidad de opiniones; a su vez, esa pluralidad depende de la pluralidad de valores. La publicidad destruye la pluralidad no s¨®lo porque hace intercambiables a los valores, sino porque les aplica a todos el com¨²n denominador del precio. En esta desvalorizaci¨®n universal consiste esencialmente el complaciente nihilismo de las sociedades contempor¨¢neas. Banal nihilismo de la publicidad: lo contrario de lo que tem¨ªa Dostoievski. Decir que todo est¨¢ permitido porque Dios no existe es una afirmaci¨®n tr¨¢gica, desesperada; reducir todos los valores a un signo de compraventa es una degradaci¨®n. Los medios tratan a las ideas, a las opiniones y a las personas como noticias, y a ¨¦stas, como productos comerciales. Nada menos democr¨¢tico y nada m¨¢s infiel al proyecto original del liberalismo que la ovejuna igualdad de gustos, aficiones, antipat¨ªas, ideas y prejuicios de las masas contempor¨¢neas.
La democracia moderna no est¨¢ amenazada por ning¨²n enemigo externo, sino por sus males ¨ªntimos. Venci¨® al comunismo, pero no ha podido vencerse a s¨ª misma. Sus males son el resultado de la contradicci¨®n que la habita desde su nacimiento: la oposici¨®n entre la libertad y la fraternidad. A esta dualidad en el dominio social corresponde, en la esfera de las ideas y las creencias, la oposici¨®n entre lo relativo y lo absoluto. Desde el comienzo de la modernidad, esta cuesti¨®n ha desvelado a nuestros fil¨®sofos y pensadores; tambi¨¦n a nuestros poetas y novelistas. La literatura moderna no es sino la inmensa cr¨®nica de la historia de la escisi¨®n de los hombres: su ca¨ªda en el espejo de la identidad o en el despefiadero de la pluralidad. ?Qu¨¦ nos pueden ofrecer hoy el arte y la literatura? No un remedio ni una receta, sino una herencia por rescatar, un camino abandonado que debemos volver a caminar. El arte y la literatura del pasado inmediato fueron rebeldes; debemos recobrar la capacidad de decir no, reanudar la cr¨ªtica de nuestras sociedades satisfechas y adormecidas, despertar a las conciencias anestesiadas por la publicidad. Los poetas, los novelistas y los pensadores no son profetas ni conocen la figura del porvenir, pero muchos de ellos han descendido al fondo del hombre. All¨ª, en ese fondo, est¨¢ el secreto de la resurrecci¨®n. Hay que desenterrarlo.
* Me refiero a los inmediatos no a los lejanos, que son imprevisibles.
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