El escritor errante
Nos conocimos en un palacio, pero ocho meses despu¨¦s ya no ten¨ªa casa fija, y su destino ha sido desde entonces como el del Errante, v¨ªctima del estigma de otra antigua religi¨®n, una religi¨®n que se dice inspirada por su dios para matar.La ocasi¨®n fue apacible y jovial, como lo suelen ser los encuentros de escritores, paliado en ese caso el nivel de confusi¨®n gregaria por la generosidad de la Wheatland Foundati¨®n y sus ricos patronos all¨ª a todas horas visibles, una Getty y un Weidenfeld -el Weidenfeld capo de la c¨¦lebre editorial brit¨¢nica-, que nos hab¨ªan instalado espl¨¦ndidamente en el hotel Ritz de Lisboa y trataban en todo a sus invitados no como a cursillistas, sino como a artistas; de cine. Encima, hab¨ªa estrellas.
Una tarde, mientras discurr¨ªa la ponencia italiana, que qued¨® aburrida, recuerdo haberme distra¨ªdo con mi compa?ero de asiento rococ¨® contando los Nobel por mesa cuadrada que escuchaban bajo aquellos techos estucados del palacio de Queluz; nos salieron ocho, entre los ya galardonados -Milosz, Brodsky- y los futuros infalibles, que me callo, porque dicen los escritores supersticiosos que hacer quinielas gafa un premio. Pero conste que desde aquel junio de 1988 ya hemos acertado uno, y no el que usted, lector patriota, se imagina, para nosotros inimaginable.
Recuerdo bien el d¨ªa de la mesa redonda espa?ola por dos motivos tr¨¢gicos. Nuestra delegaci¨®n la compon¨ªan Gonzalo Torrente Ballester, Jaime Salinas, Juan Benet, Luis Su?¨¦n, Montserrat Roig y quien escribe esto, y no se vea en mi afirmaci¨®n un gesto de piadoso recordatorio a la amiga muerta, pero la Roig, como naturalmente tambi¨¦n la llam¨¢bamos en Lisboa, tuvo una intervenci¨®n admirable sobre la literatura en catal¨¢n, precisa, verdadera, medidamente optimista y exenta del victimismo. paleto que -en mi experiencia de congresista- predomina en el discurso de los escritores "de las nacionalidades" fuera de Espa?a; en el caso de la Roig, la inteligencia de sus argumentos se ve¨ªa acrecentada por ir mezclados con cordura a los de otro t¨®pico que ha hecho correr r¨ªos de tinta pat¨¦tica, el de la literatura femenina.
Las comunicaciones se fueron siguiendo, y en la m¨ªa, que aspiraba a ser el mero esbozo de un sueno generacional, habl¨¦ en un momento dado de que tras el despertar de las rupturas y los empe?os m¨¢s ut¨®picos, muchos escritores de mi edad hab¨ªan recuperado con un placer nada culpable el gusto por las ilusiones de la ficci¨®n y los moldes estables de la narratividad; algo que yo describ¨ªa como un "regreso al hogar" despu¨¦s de odiseas y naufragios. Hubo en el coloquio siguiente diversas intervenciones dirigidas a todos nosotros, y recuerdo tambi¨¦n la voz rauca, como a punto de romperse, de otro gran escritor que all¨ª habl¨® y ha desaparecido prematuramente, Danilo Kis. Lo que nunca he olvidado -ni los acontecimientos de los tres ¨²ltimos a?os lo habr¨ªan permitido- es la pregunta que me hizo Salman Rushdie, a quien hab¨ªa conocido el d¨ªa anterior en una cena junto a Martin Amis, lan McEwan y Jeremy Treglown, entonces editor del TLS.
Rushdie dec¨ªa entender y compartir en buena medida aquel sentimiento de generaci¨®n, pero se preguntaba, pas¨¢ndome a m¨ª la cuesti¨®n, cu¨¢l ser¨ªa en su caso ese hogar de la f¨¢bula, trat¨¢ndose de alguien que en m¨¢s sentidos que el literario o el ling¨¹¨ªstico se consideraba homeless (sin casa): un indio de nacimiento que se educa y vive en el Reino Unido, que escribe en ingl¨¦s desde la metr¨®poli, pero sobre los escenarios y pulsiones de su tierra, con la que tiene v¨ªnculos ¨¦tnicos y sociales sin seguir las creencias de su religi¨®n mayoritaria. El di¨¢logo continu¨® -no hab¨ªa una respuesta- por derroteros parab¨®licos, tratando de establecer lo que es una casa de la palabra, tan fr¨¢gil de cimientos y tan potente como refugio si el autor es un gran arquitecto. Cuando el 14 de febrero de 1989 el fatwa fue lanzado contra ¨¦l desde Ir¨¢n y empez¨® para Rushdie la terrible peripecia que todos conocemos, tambi¨¦n se perfil¨® la silueta del escritor brutalmente desalojado de la habitaci¨®n propia.
Por supuesto que en estos a?os no le ha faltado a Rushdie la compa?¨ªa de las palabras. Muchos han hablado en su favor, otros le hacen saber su apoyo por medio de la escritura, y hasta el m¨¢s impensable aliado para un escritor radical, el Gobierno de la se?ora Thatcher, le prest¨® una protecci¨®n que, si fue a rega?adientes, al menos se mostr¨® r¨¢pida y eficaz contra los asesinos que a¨²n le siguen buscando. Y es posible decir que hay una memoria doliente colectiva, incluso de personas que no se dejan tentar por la lectura, en la que est¨¢ contenido el nombre de Salman Rushdie, al igual que ciudadanos honestos de muy diversos pa¨ªses han seguido durante a?os, con la pasiva solidaridad de su atenci¨®n, la suerte de los rehenes de Beirut o los presos de conciencia de Sur¨¢frica. No basta.
Al cumplirse esta fat¨ªdica fecha de los tres a?os de la desposesi¨®n de los derechos de un hombre por las palabras de un libro de ficci¨®n, no basta con el recuerdo dolorido y la esperanza de un cambio de rumbo en los vientos del fanatismo. Tambi¨¦n hoy se cumple. el tiempo, un a?o, de las sangrientas acciones de una desmesurada empresa militar que los pa¨ªses m¨¢s civilizados, justos y libres emprendieron contra un solo hombre, igualmente con razones de fondo ideol¨®gico y religioso. El fatwa occidental al tirano Sadam Husein se cumpli¨® en parte, pero ya conocemos los beneficios, sobre todo econ¨®micos, del reparto equilibrado del pastel del nuevo orden mundial fruto de aquella victoria aliada.
Tambi¨¦n conviene recordar que junto a las superpotencias m¨¢s resueltamente belicosas participaron en aquella cruzada otros Gobiernos que dijeron hacerlo con reluctancia por no viciar con las sombras de su duda el l¨¢bil consenso de la realpolitik mundial.
No hay excusas en esta hora de concertaci¨®n de los pa¨ªses justicieros -si de veras aspiran al respeto de sus ciudadanos por las instituciones representativas, como la ONU o el Parlamento Europeo- para dejar de intervenir contra el Gobierno que ha invadido con premeditada alevos¨ªa y reiterado intento de asesinato el territorio de un ciudadano inocente de un pa¨ªs miembro de esos organismos. Una intervenci¨®n firme, implacable, concertada tambi¨¦n en este casus belli, diplom¨¢tica en primera instancia, pero con medidas de fuerza (boicoteo, bloqueo, etc¨¦tera) si aqu¨¦lla se revela insuficiente, y al menos igual de escrupulosa que la que Estados Unidos y el Reino Unido, con el acuerdo y apoyo de la Comunidad Europea y por tanto de Espa?a, est¨¢n llevando con el r¨¦gimen de Libia en el caso de los dos presuntos terroristas del avi¨®n de Lockerbie.
Hace unos meses, escribiendo en defensa de Ruslidie, dec¨ªa Joseph Brodsky que la indulgencia internacional con Ir¨¢n en este asunto de indudable terrorismo establece una ecuaci¨®n entre intolerancia y tolerancia, olvidando que "esta ¨²ltima no es colega de la primera, sino m¨¢s bien su tutora: habi¨¦ndose ya graduado ella misma de esa arrogancia adolescente, la tolerancia no deber¨ªa permitir a la intolerancia que acalle al resto de la clase". Los niveles de parsimonia del mundo civilizado -violentados en otras ocasiones con sospechoso silencio administrativo- no son de aplicaci¨®n en casos de flagrante criminalidad como ¨¦ste, y por eso hay que exigir una nueva alianza internacional que invada el espacio ¨¦tico-pol¨ªtico de los ayatol¨¢s con el grito de una tolerancia que deje o¨ªr su intolerancia de los autos-de-fe. Todo lo necesario para que Salman Rushdie, despu¨¦s de resistir tanta pirater¨ªa en el mar de las historias tenebrosas, regrese a un hogar propio donde pueda ocupar con naturalidad sus distintas estancias reales e inventadas sin necesitar protecci¨®n de las palabras.
Vicente Molina Foix es escritor.
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