La pintura mat¨¦rica de T¨¤pies
Cuando, a principios de 1954, se le ocurri¨® la idea de sustituir el ¨®leo tradicional por una mezcla de polvo de m¨¢rmol y barniz, T¨¤pies estaba abriendo las puertas de un mundo de cuyas leyes, posibilidades y consecuencias probablemente no era todav¨ªa demasiado consciente. Esa nueva materia desde?aba todo brillo accidental que obstaculizase la fijaci¨®n, la concentraci¨®n de la mirada del espectador en la pintura. M¨¢s a¨²n: reforzada por el predominio de un cromatismo asc¨¦tico (el gris como imagen de la penumbra interior, el marr¨®n como trasunto de una austeridad franciscana, el ocre, el blanco, el negro) y salpicaba de raspaduras, ara?azos, se?ales y grafismos, generaba una superficie de apariencia p¨¦trea, una presencia semejante a un muro. Aquella pintura mat¨¦rica se presentar¨ªa desde entonces como una de las pocas salidas coherentes que se ofrec¨ªan para un informalismo por entonces considerablemente desorientado, una abstracci¨®n proliferante que a todos (artistas, cr¨ªticos y galeristas) parec¨ªa hab¨¦rseles ido de las manos.
Antoni T¨¤pies
Comunicaci¨® sobre el mur.Instituto Valenciano de Arte Moderno. Guillem de Castro, 118. Valencia. Hasta el 7 de junio.
Lo que T¨¤pies aportaba era una nueva seriedad, una profundidad tan pregnante y tan pre?ada de carga hist¨®rica, como imprevisible resultaba fuera del contexto de la sociedad espa?ola de aquellos cincuenta, a¨²n abrumada bajo la losa de ciertas evidencias dram¨¢ticas que en Europa, y particularmente en Par¨ªs, tend¨ªan a quedar encubiertas por una serie interminable de discusiones bizantinas y manifiestos a¨²n m¨¢s banales que intempestivos.
La exposici¨®n que ahora se presenta en el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM), que ya antes ha podido verse en la Fundaci¨® de Barcelona y que luego viajar¨¢ a la Serpentine Gallery londinense, consta de m¨¢s de 80 obras trabajosamente reunidas para la ocasi¨®n -irrepetible- bajo la responsabilidad de Manuel L. Borja-Villel, director del Museo de la Fundaci¨® T¨¤pies.
La huella del comisario se percibe con claridad en la orientaci¨®n general de la lectura que la muestra sugiere: la pintura mat¨¦rica, la gran ¨¦poca de la comunicaci¨®n sobre el muro (cuya continuidad se subraya con la inclusi¨®n de unas cuantas pinturas de los a?os setenta y ochenta), queda remitida ante todo a unos or¨ªgenes b¨¢sicamente surrealistas -punto de engarce para toda la vanguardia catalana de posguerra- que quedan bien ilustrados por las ocho piezas que funcionan como introducci¨®n: un conjunto de pinturas de entre 1945 y 1953 en las que se hace manifiesta la impronta de Mir¨® y, en menor medida, de Max Ernst.
Pero ese elemento surrealista, aunque ya relativamente sesgado, reaparece en una forma m¨¢s concreta y madura bajo la influencia con su propia experiencia infantil de sus paseos entre los muros del barrio g¨®tico barcelon¨¦s, llenos de rastros del tiempo, de antiguas heridas, como imagen crispada del viejo esperit catal¨¢, aplastado pero tercamente resistente bajo la miseria moral de la derrota.
Y discurre tambi¨¦n a trav¨¦s de la f¨ªlosof¨ªa de la vida de Bataille, de su amor por el automatismo org¨¢nico, por la santificaci¨®n sacrificial del cuerpo y la celebraci¨®n de lo pasablemente abyecto. La conexi¨®n entre la vida y la muerte, la fascinaci¨®n por lo pobre (el pie, la cama, la silla), la orgullosa humildad de la pintura de T¨¤pies proceden, de hecho, de este tipo de representaciones existenciales, llenas de resonancias, entre la subversi¨®n y el humanismo hist¨®rico.
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